Mostrando las entradas con la etiqueta El balcón. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta El balcón. Mostrar todas las entradas

viernes, abril 30, 2010

Hermanos Green



Hace unos días, me encontré un ejemplar de la Gaceta, un periodiquito de la Universidad de Guadalajara que suelen regalar, entre otras partes, dentro del periódico Mural, los cines Lumiére locales y la librería del Fondo de Cultura Económica. Me llamaron la atención dos asuntos en portada: un artículo sobre la compra de ropa en mercados de pulgas (un pasatiempo favorito que le ha dado a mi ropero prendas de diseñador) y otro sobre la literatura infantil.

Éste último venía acompañado de dos columnas más, y tenía el tentador título de “Salvemos a los monstruos” y el subtítulo, no menos interesante: “Literatura: ¿infantil o infantilizada?”. Me entusiasmó ver que el autor del artículo era un viejo conocido, Víctor Pazarín, del que no había vuelto a saber en años, y de inmediato comencé a llenarme de ideas: “Sí, sí, por favor, que los monstruos sean monstruos. Que los vampiros dejen de ser metrosexuales, que los dragones sean feroces, que los hombres lobo den miedo”. Pero el artículo resultó una gran decepción; el autor no sale de que los cuentos de hadas originales eran tremendos y que Disney los ha hecho mucho más inofensivos; eso ya lo sabíamos. Y si uno se preguntaba qué tan bien informado estaría al respecto (y supongo que eso tampoco habla tan bien de la Gaceta), en el artículo se habla dale que dale de los hermanos Green (?).

Alguna vez, también por las fechas del día del niño, les comenté algo sobre que los chavitos de hoy se encontraban sobreprotegidos, y sigo pensando lo mismo. Por varios ángulos. Hasta por el lado de la ficción. La Semana Santa pasada me puse a releer un clásico que me había aventado por primera vez a los nueve o diez años: Corazón de Edmondo de Amicis. La verdad ya no me acordaba de lo crudo, dramático y difícil que es el condenado libro; yo misma me pregunté cómo era posible que mis papás me lo hubieran soltado (al Capitán le dieron el suyo a una edad similar, así que supongamos que era la costumbre), y momentos después se me ocurrió que probablemente los padres de ahora se horrorizarían si lo leyeran. Mucha de la literatura infantil de nuestros días se ha hecho facilona (para evitarle a los chicos el esfuerzo de pensar), o se ha purificado de sangre, miedo y consecuencias.

La costumbre se nos ha contagiado a los adultos también; el horror de Pazarín se enfoca, en su artículo, a los cuentos clásicos. Lo cito textual: “A riesgo de yo mismo parecer moralista, se podría decir que los clásicos infantiles nos han acostumbrado (a) mirar el dolor ajeno y nos han “ayudado” a mirar casis sin sentir lo que le acontece a los otros. Quizás esas historias fueron confeccionadas por la tradición para infundir el temor necesario para que los niños se comporten bien y sepan que hay un extremo límite al cual cada uno podemos llegar”.

¿Mirar el dolor ajeno sin sentir nada? ¿Educar con base en el temor? Me temo que el señor pierde un poco el tino, y a lo mejor podemos echarle la culpa a Disney, a quien Pazarín no ataca con las armas adecuadas (ni siquiera de frente, pues).

Cuando menciona el triste, muy triste cuento de La vendedora de cerillos, lo pone como un ejemplo de pobreza extrema y desdicha; la luz del cerillito no representa, como dice, la “esperanza de sobrevivir” que la pobre niña tiene en medio del frío. En todo caso, no más allá del primer cerillo, donde ella se da cuenta de que esa cajita que trae le permite ver cosas maravillosas. La última es su abuelita ya fallecida, y ella se gasta todos los cerillos para que no desaparezca como todas sus otras visiones. “¡Llévame contigo, abuelita!”, le pide, y su deseo se cumple. Al final del cuento, copio del artículo: ‘¡Quiso calentarse!’, dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo”. Nadie lo supo; ni siquiera Pazarín.

No sé de cuándo acá, sobre todo en la literatura infantil y juvenil, la muerte se ha convertido en tragedia vacía. Ya me estaba empezando a oler mal el asunto cuando Disney hizo su ridícula adaptación del mito de Hércules y pusieron de villano al dios del inframundo, Hades. ¡Ay, Hades, el más decente de los dioses mayores del Olimpo, el que nunca le puso los cuernos a su mujer, el que no se metía donde no lo llamaban! Curioso que en la reciente porquería de remake de Furia de Titanes se repitió el asunto, y algo se hizo en Percy Jackson (si hay tiempo después platicaremos de esto).

“Quizás nuestros prejuicios y miedos nacieron al escuchar las historias de Andersen, los Green (sic) y Perrault”, concluye Pazarín. No, respondería Chesterton; nuestros prejuicios y miedos ya estaban ahí, pero la función de los cuentos de hadas es precisamente darnos armas para enfrentarlos.

Por favor regálenme sus comentarios y opiniones al respecto. Para descargar el artículo de la Gaceta (y de paso leer los equívocos que otro autor, Cristian Zermeño, se avienta sobre Jonathan Swift), hagan click aquí.

Feliz día del niño. Por cierto, ¿alguien sabe quiénes son los hermanos Green?

sábado, noviembre 07, 2009

Chaconear

Image Hosted by ImageShack.us
Joseph Fiennes como Cyrano de Bergerac

"Cuando bebas agua, acuérdate de la fuente"
Proverbio chino

Hace unos cuantos años, la palabra “chaconazo” como sinónimo de "plagio" restringido a internet se acuñó (e hizo tristemente famosa) a partir de cierto escándalo en el medio editorial mexicano (para enterarse, hagan click aquí). Los implicados señalaron el evento como un hecho aislado; algunos ya sabíamos que era la punta del iceberg, y que la persona responsable del neologismo no lo fue porque cometiera el pecado, sino, como decía el padre M., un sacerdote zacatecano muy simpático, porque fue el único a quien “pescaron en la movida” (en español mexicano, “sorprendieron en el acto”).

Es un hecho que el internet ha convertido en muy delgadas, casi transparentes, las barreras que cubren y separan la propiedad intelectual; vean nada más todas las imágenes que manejo: algunas son mías, pero otras son tomadas de cualquier sitio y cuando no hay a quién pedirle permiso ni manera de averiguar créditos, no me detengo más de una hora.

No se trata de culpar sólo a las nuevas tecnologías; ahí está, en los noventa, una compañerita que tuve que copiaba líneas enteras de varias enciclopedias y sin redactar un párrafo armaba una columna que se publicaba en cierto periódico local. O, esto en los ochenta, el día que un estudiante se dio el lujo de poner bajo su nombre, en el periódico de la facultad de comunicación de la UAG, el primer capítulo, palabra por palabra, de Las Crónicas Marcianas de Ray Bradbury, eso sí, con algunos astutos cambios de los datos de lugares y nombres propios que ahí se mencionaban.

Pero no hay duda de el progreso ha facilitado mucho el sutil arte del plagio: apenas unos meses antes del chaconazo, una servidora tuvo que reprobar al noventa por cierto de una clase de redacción porque, para el examen final, se habían limitado a copiar y pegar artículos enteros de internet. Lo sorprendente no fue tanto que lo hicieran, sino que protestaran porque creían sinceramente que ésa era la forma correcta de trabajar; sus otros maestros toleraban la conducta. Algunos de mis alumnos ni siquiera habían leído lo que copiaban; uno de ellos, muy aficionado al futbol y que había prometido escribir sobre su equipo favorito, comenzaba de esta manera su texto: “Cuando decidí fundar el equipo Fulano en 1935...”. Le dije que me sorprendía que fuera mucho más viejo que yo, y no entendió la amarga broma.

Según pasó el tiempo, hubo menos y menos de dónde extrañarse. Hace poco, cuando me encontraba buscando segundas y terceras opiniones sobre cierto libraco horrible que estoy leyendo, resulta que no pasé de las segundas: todas las reseñas del título en cuestión disponibles en internet eran la misma, publicada en sendos blogs que la ostentaban como propia. Y, espero que la memoria le falle menos que a mí a mis lectores de Jalisco, México; pero, ¿recuerdan cuando el alcalde de Zapopan presentó como suyos varios documentos que se había bajado íntegros de internet? Lo mejor de todo fue la serenidad con la que enfrentó la acusación de plagio: dijo que lo había hecho porque estaba de moda, ya que la película de moda era Los piratas del Caribe (?). Ya que de películas hablamos, vean ustedes Quarantine, que se supone es un remake hollywoodense de la española Rec. Yo no sabía que se le llamaba "remake" a una copia escena por escena.

Sobre las experiencias de una servidora al respecto... sí, puedo mencionar algunos casos. No me refiero a las muchas veces que alguien ha tomado uno de mis escritos y lo ha puesto en su sitio con mi nombre o pseudónimo y/o tal vez algún link (a todos quienes lo hayan hecho, ¡gracias! Abrazos a montones), sino a las pocas (las puedo contar con los dedos de la mano y me sobran) que he pescado a alguien que se quiere untar el mérito, por mínimo que sea, de algún escritillo mío. La ocasión más divertida fue cuando una chica copió de una lista de correos la tierna carta de cumpleaños que le escribí a mi Capitán y la puso en OTRA lista; era tan reconocible que Pere, que tuvo a bien avisarme, de veras creyó que una servidora era la otra persona.

La chica ésta cambió ciertas referencias a fechas y años, pero no lo hizo del todo bien... una persona cuidadosa que leyera e hiciera cuentas hubiera notado inmediatamente la discrepancia entre lo que había vivido la narradora de la carta y la edad que la supuesta escritora decía tener.


Claro que me puse de mal humor, más aún cuando vi los cálidos comentarios que le hacían a mi trabajo bajo otro nombre en la OTRA lista de correos mientras que en el sitio original de su publicación apenas le habían hecho caso.

Pues verán, también gracias a uno de mis visitantes, encontré otro ejemplo anteayer: Recién acababa de compartir mi receta de pollo almendrado chino en Facebook y revisaba los vistazos nuevos y las búsquedas que habían llegado a mi página, cuando de pronto... miren ustedes mismos:

- Aquí está el texto original. Abran en ventana nueva, para comparar.

- A continuación, una respuesta ganadora (con dos míseros votos, pero algo es algo) que una chica, supongo, puso en Yahoo! Answers hace seis meses. No había ningún problema en que tomara la receta, pero hubiera sido lindo que pusiera la fuente.

No me pregunten por qué, pero esta vez el incidente me puso de muy, muy buen humor. ¿Será porque, como dicen, un plagio es una forma indirecta de halago? Je, je, je... Pero, aunque todavía no lo establezca la lexicología popular, creo que la diferencia entre un plagio y un chaconazo es que en el segundo la persona que "toma prestado" lo hace por pura y dura necesidad; ya ni siquiera por buen o mal gusto.

Pensar que Cyrano de Bergerac tenía que aguantarse que otro más recitara y firmara sus textos... Pero en fin, ya hice de Cyrano cuando tenía como doce años (escribía las cartitas que un ficticio enamorado le enviaba a una amiga de la escuela, que buscaba con ello darle celos al chico que le gustaba... pero también, a solicitud de este chico, las notas que él le enviaba a mi amiga), así que aunque por falta de costumbre no sufro, prefiero que los besos y el crédito me los den a mí.

jueves, abril 09, 2009

Una desquiciada aventura en la biblioteca

Image Hosted by ImageShack.us

Estuve trabajando, entre finales del año pasado y principios de éste, en la elaboración de un cierto número de programas para una universidad de Guadalajara (no donde trabajo, ni tampoco de donde me gradué). Hacía ya mucho que no me dedicaba a esta clase de actividades, mucho más pacíficas que las prisas, las situaciones inesperadas y la improvisación al momento que implica dar clase; pero solía disfrutarlas porque donde y como mejor trabajo es en silencio y al ritmo de mis propias melodías mentales, y porque me lleva con pretexto a uno de mis lugares favoritos: las bibliotecas.

No tengo nada en contra de la investigación por internet, pero a mí me sigue haciendo falta rodearme de libros para inspirarme. Lo malo, descubrí hace algunos meses cuando, después de más de diez años de contar para estos menesteres con una biblioteca universitaria no perfecta, pero más o menos decente, es que Guadalajara, mi pobre, pobre ciudad, es mucho menos amante de los libros de lo que podría esperarse de la sede de la Feria literaria más grande de Latinoamérica. Horarios limitados, períodos vacacionales excesivos y la imposibilidad de lllevarse los libros a casa... todo eso parece hecho como para dificultar las cosas. Pero bueno, una vez superado, una servidora pensó que todo lo demás sería pan comido.

Aquí les presento una crónica de lo que ocurrió el último día que fui en busca de material para mis programas (de literatura mexicana esta vez, para ser exactos) a la biblioteca Iberoamericana de Guadalajara (ver foto).


Jueves, 8 de enero de 2009

Entrar a la biblioteca me llena, como siempre, de una gran felicidad. La Iberoamericana es relativamente pequeña, pero las paredes de sus dos recintos están, del piso al techo, recubiertas de libros. Tiene una impresionante sala para jóvenes con material mucho más cuidado y nutritivo (de ciencia ficción y fantasía) que el que se encuentra en su hermana mayor de oficio e institución, la biblioteca estatal Juan José Arreola.

Como siempre, los primeros dos minutos me la paso contemplando la belleza del edificio (solía ser un templo) y llenándome los pulmones de ese aroma peculiar de silencio y cantera. Por pura costumbre meto las manos a las fuentecitas que en algún otro tiempo contenían agua bendita, y hasta el polvillo acumulado ahí me agrada.

Pero bueno; aquí vengo a trabajar, así que manos a la obra. En dos patadas averiguo dónde está la sección de literatura mexicana: se encuentra por encima de unos tapancos de madera (en la foto, a mano izquierda) y hay que caminar de ahí hasta las mesas de trabajo, en la planta baja, pasando por escaleras de metal. Lo único que busco son datos bibliográficos para terminar y complementar mi programa, así que ni el tapanco ni las escaleras me preocupan la gran cosa. De un humor inmejorable y en el mismo estado de fascinación, escalo, y como una reina desfilo por el estrechísimo pasillito alfombrado; y comienzo a llenarme los brazos de libros: dos, cuatro, seis; todos los que pueda cargar, todos los que presiento que me van a servir y que me llevaré a una de las mesas de abajo a revisar, uno por uno.

Entonces se me acerca un señor de los que trabajan en la biblioteca. Jamás lo vi llegar.

- No se puede hacer eso - me dice.

- ¿Hacer qué...?

- Sacar todos esos libros.

- Pero... es que todos los necesito.

- Solamente se permiten dos libros por usuario - me reprende el señor, y se dispara a darme una explicación de por qué esa medida es lo mejor para mantener el control de la biblioteca. Su aliento es una mezcla fermentada de cigarro, alcohol y comida echada a perder, y por eso quisiera que se callara de una vez. Me atrevo a comentarle que sólo estoy sacando una bibliografía.

- Entonces - le pregunto -, ¿qué hago con todos estos libros que saqué?

- Déjemelos aquí, y vaya bajándolos de dos en dos a su mesa.

- ¿De dos en dos...? - de pronto, el camino de ida y vuelta al tapanco se me hace muy, muy largo -. Entonces, ¿cada vez que necesite algo tengo que volver a subir y bajar?

- Así es.

Y de golpe me atreviesa, como espetón, la idea de que tal vez no será suficiente la mañana completa que he reservado a mi trabajo.

Arriba, abajo, arriba, abajo. Me tardo más en ir por los libros que en revisarlos, descartarlos o anotar lo que me falta. Varias decenas de metros después ya he terminado con mi pila inicial. Pero falta. Tomo más libros que me parecen interesantes, siempre de dos en dos. Arriba, abajo, arriba.

Después de varias vueltas en las que el número de libros útiles que he bajado no llega ni a la mitad del total, comienzo a desesperarme. ¡Cómo he sido tonta!, pienso. ¿Por qué no se me ocurrió revisar los libros antes de bajar con ellos para ver si me van a servir o no? Bueno, más vale tarde que nunca. Lo voy a hacer.

Frente a un estante, abro un libro que me parece prometedor, pero como en realidad no es lo que estoy buscando, con cuidado lo devuelvo a su lugar. No han pasado ni cinco segundos cuando ya tengo a otro empleado de la biblioteca (esta vez una señora) encima.

- Oiga - me dice -, no se puede hacer eso.

- ¿Hacer qué?

- Regresar los libros a los estantes.

- ¿Pero por qué no...? - estoy a punto de llorar.

- Porque luego los usuarios los desacomodan.

- Pero si lo acabo de sacar... ¿entonces qué hago con él?

- Tiene que llevar el libro al piso de abajo, a su mesa.

El desaliento, como boa constrictor, me aprieta todo el cuerpo.

-Es que he estado bajando varios libros que no me funcionan... estoy haciendo una bibliografía.

La señora no parece haberme oído.

- Los usuarios no se fijan donde dejan los libros - dice -. Vea por ejemplo éste - y me muestra un libro de cuentos que estaba embutido en el área de novelas.

- Pero, ¿como voy a saber si un libro es lo que busco?

- Pues para eso tenemos una base de datos por computadora - y algo en la mirada de ella se llena de orgullo -. Usted la consulta, anota la localización y viene por sus libros.

- Ya, ya consulté la base por internet - respondo -, pero nada más vienen los títulos.

- Pues ya con el título se da cuenta.

- No; necesito ver los libros. Por dentro - protesto, y tomo de sus manos el libro desacomodado; es Mujeres de ojos grandes, de Ángeles Mastretta -. Imagínese, si no conozco este libro, ¿de qué voy a creer que se trata? ¿De anatomía?

La señora parece conmovida (algo) y me sugiere que tire un poco de cada libro en su estante para ver la portada y la contraportada. Pero como se nota que esa solución no la ha convencido ni a ella, se va, y regresa tras apenas dos minutos de demora para informarme que habló con su superior y que ahora puedo hojear los libros (eso sí, sin desacomodarlos) y bajarlos de tres en tres. El acuerdo, por el momento, me parece maravilloso. Quisiera besarle los pies a la señora.

- Y si alguno de mis compañeros le dice algo -me recomienda -, dígale que está haciendo una biografía.

- Bibliografía.

- Eso.

De nuevo, aunque con más alivio, emprendo la tarea de bajar, subir, bajar. Una, dos , cuatro, ocho veces más. Desde mi mesa en la parte baja del recinto observo a la señora, que en el tapanco donde acabo de estar acomoda pacientemente los libros. Se me ocurre la idea de una buena acción y, en lugar de dejar los libros que no necesito en el taburete destinado a recibirlos, subo de vuelta con ellos y se los doy. Ella lo agradece con ojos de borrego. Comienzo a imaginar que es una amante de la literatura, conocedora de cada recoveco de este hermoso lugar; que lo disfruta tanto como yo.

En alguno de los libros que voy hojeando encuentro mi nombre; en otro, el del Capitán. Me da una punzadita de autocomplacencia tierna y quiero que la señora se me acerque una vez más para poder decirle: "Mire, ésta soy yo. Y éste es mi esposo". Pero nunca sucede.

Cuando estoy garabateando notas en mi cuadernito, sentada en la planta baja, la señora se me aproxima, sonriente. ¿Vendrá a desearme suerte, o a preguntar si no me falta nada, o que si puede ayudarme en algo? Con la mano le hago el inicio de un timidísimo saludo. Ella, sin dejar de sonreír, me dice:

- Está tomando libros de aquellos estantes, ¿verdad? - señala a un espacio distante -. Bueno, pues esos me hace favor de dejarlos hasta allá - y apunta a un sitio a unos diez metros de distancia de donda he estado llevándole el material hasta ahora.

En ese momento, decido que ella tendrá que cargar sola con las Obras Completas de Octavio Paz.

Abajo, arriba, abajo. ¿Cuántas veces habré hecho el mismo recorrido? ¿Unas veinticinco, tal vez? Podrían ser menos, o un poco más. Ya perdí la cuenta; de tanto subir y bajar escaleras estoy mareada. Ya han pasado tres horas desde mi tiempo habitual de comida (el receso que había programado en mi labor), y aunque no siento hambre, me duele la cabeza. Veo en el piso una salida de corriente doble y me parece que es la Virgen de Guadalupe.

Limitada como estoy (y lo siento de nuevo como límite) a los tres libros por desplazamiento, no hay forma de detenerme a medio trayecto y sacar alguno más que me haya saltado a los ojos. Así que si encuentro algo interesante le doy un tironcito discreto, para que los lomos queden sobresaliendo del estante y poder capturar los libros con facilidad a la siguiente vuelta. Pero momento después otro amable y comedido empleado se levanta para empujar cada ejemplar con sendas palmadas y los estantes quedan tan parejos y ordenados como si nadie los utilizara.

Parece que mi tarea no va a acabar nunca. No siento ya los dedos, la cabeza, el cuello. Verifico mi lista de autores propuestos y me doy cuenta de que aún faltan algunos. Ni modo, a recurrir a la dichosa base de datos. En el mostrador, donde se encuentra, me recibe otra sonriente empleada.

- Disculpe - le pregunto -, ¿libros de Jorge Ibargüengoitia?

- ¿Irbabuengoitia?

- No, no; de Ibargüengoitia - y deletreo.

Me dice que de ese autor no tienen nada y yo protesto de nuevo porque acabo de tropezarme con Las muertas en el tapanco. Por ese título, podemos rastrear al autor.

- Ibargüengoitia, con diéresis - repito, desconfiada.

- Sí, sí; aquí me aparece con diáresis.

Pero de pronto la señorita se queda mirando fijamente a la pantalla de su compu. Le susurra algo a una compañera que juega Solitario en otra máquina: sí, el nombre del autor no estaba bien escrito. ¿Y mis libros?

- Entonces sí puede que haiga más - comenta la segunda empleada.

"Irbabuengoitia" tendrá que esperar. Lo mismo Bruno Traven, sobre quien la segunda señorita y yo tenemos una profunda y variada conversación.

Ella: ¿Es mexicano?

Yo: Sí.

Ella: Es mexicano.

Yo: Sí.

Ella ¡Es mexicano!

Yo: Sí.

Ella: ¡Es MEXICANO!

Yo: ...

Total, que el único ejemplar de Canasta de cuentos mexicanos que tienen ahí está en Braille, dicen, y parece imposible que haya otro. ¿A lo mejor el título salió así, en edición exclusiva...?

He hecho lo que pude. Como a las cinco y media de la tarde salgo a recargar las neuronas con una mini hamburguesa, porque no hay más y porque ya no se me antoja el chai helado con el que planeaba auto-recompensarme los esfuerzos. El dolor de cabeza no se me quita. Les hecho una última mirada a todos las personas de la biblioteca que me ayudaron/estorbaron, y aunque digo "gracias" en voz suficientemente alta no parecen darse por enterados; el señor con mal aliento no se ve por ningún lado; la señora amable/aprovechada anda metidísima en la plática con alguien de las fotocopiadoras; una de las dos chicas de la base de datos lee una TVNotas y la otra continúa con su juego de Solitario. Tienen las dos tal expresión de felicidad beatífica, seguramente que contrasta todo lo posible con la de una servidora (¿quién no? Ellas tuvieron cerca de un mes de vacaciones, de seguro pagadas), que de pronto me pongo a considerar si no me convendría conseguirme un trabajo de burócrata.

lunes, febrero 16, 2009

Trabajo baratísimo

Image Hosted by ImageShack.us

Una ex-alumna me previno (como con ella había hecho su jefa en el trabajo): con motivo del Festival Internacional de Cine en Guadalajara, varios productores y directores andaban por ahí a la caza de traductores para sus páginas web. Y eso de “caza” iba totalmente en serio, con un método tan sencillo como perverso. Resulta que estas personas contactaban a algún traductor, y le decían que para poder encargarle trabajo tenían que solicitarle una “prueba”, es decir, que les tradujera de o al inglés una sección de su sitio (que para verificar su nivel de vocabulario y blah blah blah). Si el traductor era lo suficientemente ingenuo como para caer, estas personas se quedaban con la “prueba”, le decían que no y que muchas gracias, e iban en busca de otra víctima para un fragmento más gratis. No tengo por qué dudarlo, ya que la verdad esos incidentes sólo podrían ocurrir en mi ciudad, donde, como el diseño gráfico (siempre que no haya nombres extranjeros metidos), la traducción es tan poco apreciada que uno tiene que llegar al extremo de educar a los clientes.

Ahora, para que vean que a pesar de todo tengo buena voluntad y deseos de cooperar para que la economía (ajena) no sufra, voy a compartir un descubrimiento que le ahorrará dificultades (y más) a estos señores, claro está si se aparecen por mi blog alguna vez.


Estimado amigo tacaño:

¿Es usted de las personas que piensa que la traducción del inglés no entraña mayor dificultad que pelar cacahuates? ¿Considera que para realizar este trabajo basta armarse de un buen diccionario o haber cursado un año en Quick Learning?

¿No le encuentra nada de extraordinario a la frase “removedor de pintura” o con toda naturalidad llama "eficiente" a algo "eficaz"?

¿Requiere un trabajo de traducción que, lástima, hubiera podido hacer usted mismo de haber terminado su Curso de Inglés de Disney?

No se preocupe; tenemos la solución perfecta para sus necesidades.

En una caseta telefónica a las afueras de Plaza Bonita, Avenida México, Zapopan, una persona colgó un anuncio en el que ofrece sus servicios de traducción inglés-español y español-inglés al precio básico de 35 pesos la cuartilla. ¡Sólo 3 dólares por cuartilla! ¿No es una ganga?

¿Para qué pagarle más a un profesional que analice su texto, investigue y selecciones el vocabulario más adecuado, redacte cuidadosamente y sin faltas de ortografía y revise el trabajo antes de entregarlo? ¿Acaso usted quiere calidad? ¡No, lo que usted necesita es gastar menos!

No dude en contactar a esta simpática personita y obtenga precios no sólo competitivos, sino ABSOLUTAMENTE inadmisibles para este oficio tan menospreciado, mucho más complejo de lo que alguien con los alcances de usted pudiera imaginar.

La mala noticia es que ahora el anuncio de esta persona está bajo otro (de solicitud de empleados para la papelería Office Max) y varias vueltas de cinta adhesiva, pero una buena navaja podrá resolver el problema. ¿Tiene miedo de que lo arresten por andar raspando una caseta telefónica con arma blanca en la vía pública? Sólo explique que intentaba ahorrarse algunos pesos, y de seguro lo dejarán en paz. Puede que hasta lo feliciten.

Reconocerá usted el anuncio indicado porque su autor tiene correo electrónico de otaku y porque ofrece, encanto de persona, corrección de escritos y elaboración de poemas y dibujitos para embellecer su vida. ¡No lo dude, vaya y contáctelo!

sábado, febrero 07, 2009

¡Torero! ¡Torero!

Image Hosted by ImageShack.us

Mi familia siempre fue aficionada a los toros (tengo de hecho un bisabuelo torero) así que hubo un tiempo en el que estuve cerca, demasiado cerca, del mundillo taurino y sus ires y venires. Coincidió con la época en la que una servidora era lo suficientemente ingenua como para creer que la educación y la cultura eran algo que todo el mundo buscaba y todo el mundo recibía, más o menos en los mismos grados (yo tenía como seis años, así que imagínense). Me llevaban a las corridas de toros y sé por experiencia que lo único que hace falta para disfrutar de semejante espectáculo es una total, absoluta indiferencia ante el dolor ajeno; algo que no le cuesta trabajo a uno adquirir de niño si le dicen que los animales no sienten.

Cuando de hecho me hice antitaurina, mi familia insitió todavía algún tiempo en inculcarme “la afición”, pero ya era demasiado tarde; no sólo había discubierto mi vocación como amante de los animales sino, para empeorar, que un rumor al que jamás le hubiera dado crédito antes era muy cierto: los toreros rara, muy rara vez son personas cultas o educadas. No tienen tiempo o no les importa. Comencé a darme cuenta cuando cierto torero zacatecano, al fracasar, no tuvo más remedio que encontrar trabajo como conserje de un hospital. Pero, ¿no pudo haber hecho otra cosa?, pregunté, porque el muchacho no me caía mal... aún. No, porque no tiene escuela, me contestaron. Ah. Oh. Pero eso sería apenas el principio.

Quisiera que, pese a la seriedad del asunto, esta pequeña entrada los hiciera reír un poquito, y que la tomaran como homenaje a la incultura, a la falta de compasión, al egoísmo y a la pedantería que permean la llamada “fiesta brava”. La voz que van a escuchar a continuación es de hecho la del torero favorito de mi mamá, el difunto Manolo Martínez, en una entrevista que le hizo el periodista James R. Fortson (mexicano; no se dejen engañar por el nombre) y que se publicó en su libro Cara a cara, de Editorial Grijalbo (1973). Los siguientes fragmentos les darán una idea bastante clara de los alcances intelectuales del diestro, y posibemente también de su calidad humana.


FORTSON: ¿En qué consiste, desde tu punto de vista, el arte en el toreo?

MARTÍNEZ: Pues... no sé. Desde luego, yo le llamo “arte” sin poder describirte exactamente lo que es arte, porque esa palabra, por lo que he oído... (Yo no soy una persona que esté completamente enterada de lo que en realidad es el arte, ni podría describírtelo... yo creo que a lo mejor la palabra “arte” ni siquiera existe en ninguna enciclopedia... o a lo mejor sí, ¿verdad?)... ¿Qué puede ser el arte para mí?... Además, yo nunca he abierto una enciclopedia... Para mí, arte es belleza.

Lo bueno es que nunca se le ocurrió buscar en un diccionario.


* * *

FORTSON: ¿Piensas tú que el desarrollo de las sociedades contemporáneas induce al desprecio por la fiesta taurina, considerándola como un espectáculo fundamentalmente burgués que tiende a desaparecer?

MARTÍNEZ: ¿Cómo?... Repíteme la pregunta.

Esto sería una constante en la entevista.


* * *

FORTSON: ¿Cuál es tu opinión acerca de la individualidad?

MARTÍNEZ: ¿La individualidad?... Pues yo creo que ser un individuo, en lo que sea, o sea individualidad, uno solo, en lo que sea, es ser lo máximo.

¿Que qué?

* * *


FORTSON: ¿Te preocupa la circunstancia social de los mexicanos; de nuestros compatriotas?

MARTÍNEZ: ¿De nuestros compatriotas?... No he tenido tiempo de pensar en ellos.


Según la gente que lo conoció, era obvio que el señor no pensaba más que en sí mismo.


* * *


FORTSON: ¿Crees en la parapsicología?

MARTÍNEZ: Primero explícame qué es parapsicología...


Es como la psicología, pero se detiene en un punto determinado (por aquello de que “para”).


* * *


FORTSON: ¿Cómo describirías tú el rito del vestirse de un torero?

MARTÍNEZ: La gente dice que es un rito... Bueno, a propósito, ¿qué es “rito”?


Fácil: Un niño nacido y bautizado en el día de Santa Rita.


* * *


FORTSON: ¿Hasta qué punto es verdad que, en ciertos aspectos, el medio taurino es misógino?

MARTÍNEZ: ¿Qué es “misógino”?


Un remedio genital hecho con pasta fermentada de soya.


* * *


FORTSON: Manolo, ¿eres putañero?

MARTÍNEZ: Ponle “mujeriego” en la entrevista; no le vayas a poner “putañero”.


Milagro que esta palabrita tan extraña sí la entendiera...


* * *


FORTSON: ¿Sientes la necesidad de ser el mejor en lo que sea?

MARTÍNEZ: Sí; sí siento la necesidad de ser el mejor.

FORTSON: ¿Por qué?

MARTÍNEZ: No sé por qué.


Si estuviera vivo ahora, le obsequiaría con mucho gusto una “pokebola”.


* * *


FORTSON: ¿No crees que eres un poco compulsivo en ese sentido?

MARTÍNEZ: ¿Qué es “compulsivo”?

Sigh.

* * *


FORTSON: ¿Estás de acuerdo en que primero eres un ser humano que un torero?

MARTÍNEZ: Pues sí, estoy de acuerdo en que primero soy un ser humano que un torero; pero me interesa más ser torero que ser humano.


No creo que sea el único. Betty Boop le hubiera cantado “Be Human”. Curioso que para solicitar compasión hacia los animales se apele a la “humanidad” de las personas.


* * *


FORTSON: ¿Sientes angustia existencial?

MARTÍNEZ: Bueno, explícame qué es “existencial”.


Unas líneas más adelante, Fortson también tiene que explicarle lo que es “angustia”.


* * *


Simpático el señor, ¿verdad? Bueno, por si se preguntaron qué ha ocurrido con mi familia en este ámbito. pues aunque todos siguen defendiendo a la fiesta brava (bueno, más o menos), hace años que no ven una corrida de toros, ni siquiera por televisión.... lentamente la balanza se ha estado inclinando a mi favor. Y aparte de pleitos que no pasan a mayores, el asunto ha estado lleno de momentos de humor, el mismo sentido del humor con el que espero que mi mamá se ría de todo esto. Como aquella ocasión en la que le corté la inspiración a mi hermana, que tarareaba un popular pasodoble de Agustín Lara:

MI HERMANA: Un domingo en la tardeeeee... se tiró al rueeeedooo...

YO: ¿A quién...?

Me gusta participar lo más activamente que pueda en los movimientos antitaurinos, pero estoy convencidísima que el toreo está en serio peligro de extinción, al menos en mi país, y sobre ello mucho berrean y gimotean los expertos mexicanos (casi todos mayores de cincuenta) en sus programas de radio dominicales. Por mí encantada.

domingo, diciembre 07, 2008

La super oferta de Random House Mondadori

Hace algunos añitos, a Ediciones B (me parece) se le ocurrió poner una interesante estrategia de venta en su stand de la Feria del Libro; regalaban una bolsita de papel estampada con el logo de la editorial y uno podía llevarse cuantos libros entraran en ella por cierta cantidad de dinero. Quién sabe qué tan conveniente les haya salido el negocito; creo que sólo el año siguiente lo repitieron. Pero ahora la editorial Random House Mondadori decidió hacer lo propio, si bien con una variante un tanto... astuta.

Miren el letrero que tenían puesto en su stand:

Image Hosted by ImageShack.us

Todos los libros de colección bolsillo que entraran en la caja por 199 pesos... Ahora, como si no bastara el tamaño mínimo de la cajita (que por desgracia no salió en la fotografía), todavía le advierten a uno que no podrá llevar más de tres libros por caja. ¿No hubiera sido mejor, en ese caso, ofrecer los tres por ese precio? No, porque a menos que los hubiera muy flaquitos todavía era posible que en la diminuta caja sólo tuviera sitio para dos.

Vaya, pues...

viernes, octubre 10, 2008

Vender tarjetas de crédito

Image Hosted by ImageShack.us


Debe tratarse de uno de los oficios más detestados; con todo, parece que en México va en apogeo. Incluso después de que se anunciara (y hasta ahorita, se probara) que una buena parte de la descompensación económica en los Estados Unidos se debe precisamente al mal manejo del crédito, y que los bancos en mi país ya se dieron cuenta de que no les conviene tener un montón de clientes que les deban para siempre (pero que no paguen nunca, porque no pueden hacerlo) y que hasta se haya creado un organismo federal para asesorar a los deudores, el ofrecimiento de crédito no disminuye. Cuando el Instituto Nacional del Consumidor creó un registro para bloquear llamadas no deseadas de promotores de tarjetas bancarias, seguros y similares, éstas parecieron triplicarse aquí en la casa de ustedes.

Vender, vender, vender. ¿Y para qué sirve lo que se vende? Para comprar.

El empleo como vendedor de tarjetas de crédito debe ser tan ingrato que no alcanzo a percibir hasta dónde llega la desesperación de la gente que lo toma. Consiste (me comentaba uno de ellos) en usar el teléfono, fingir interés en la persona que contesta y básicamente intentar endilgarle una de esas tarjetas fatídicas. O bien hacer lo mismo, pero frente a frente, en algún lugar público. Se trabaja sin sueldo, por un sistema de comisiones (es decir, lo que ganan los empleados depende del número de tarjetas que consigan vender) y muchas veces bajo amenaza (si no se coloca un cierto número de tarjetas, habrá despido). Todo eso, por hablar o tratar de hablar con gente que trata de evitarlos, les lanza miradas de odio y se porta francamente grosera.

He tratado con muchas clases de vendedores, pero los tres más raros me cayeron entre este mes y el pasado. Veamos...

1. El más insistente

Éste me pescó por teléfono. Durante un rato estuve toreándolo con su empeño de cargarle otro seguro de vida a mi tarjeta de crédito. La conversación estuvo más o menos así:

- Señorita, le habla el licenciado Fulano de Tal de Grupo Financiero Tal.

Ya desde ahí arrancó mal nuestra “relación”. Odio que la gente que no conozco me arroje su título profesional a la cara. Que hagan favor de guardarse los complejos de inferioridad para el último rincón de su baño.

- ¿No le gustaría - continuó el señor - un seguro de vida con cobertura de accidentes fatales...?

- Ahorita no; gracias.

- Pero, señorita, ¿por qué no se da la oportunidad de probar nuestro exclusivo seguro de vida que...?

- Pues... para probarlo necesitaría morirme; ¿qué no?

- Señorita, ya sabe que no le deseamos ningún mal ni a usted ni a su familia, pero ya se habrá dado cuenta de que las cosas en el mundo están cada día peores... la inseguridad, la violencia, los asaltos...

- Pues... aquí en Guadalajara no tenemos tanto esos problemas... ustedes en México (la ciudad capital) los acaparan todos.

- Y... sí, ¿verdad...? Ji, ji, ji...

- Bueno, también estamos empezando con eso por acá.

- ¿Ya ve? ¿Y qué me dice de los desastres naturales?

Tuve una ocurrencia un poco descabellada. Pregunté:

- Los desastres naturales como... ¿los terremotos?

- Sí, los terremotos.

- Pues... sí, los terremotos están bárbaros aquí en Guadalajara.

Mi ciudad no es zona sísimica. La última vez que tembló fue a mediados de los noventa, y leve.

- ¿No le digo? - respondió el señor.

- Y los tornados también; qué horror.

Jamás hemos visto uno por estos rumbos.

- ¿Ya ve? Entonces, ¿por qué no asegurarse?

Pensé un par de segundos en comentarle sobre los tremendos tsunamis que asolan mi ciudad, a unos pocos cientos de kilómetros del mar, pero decidí mejor cortar por lo sano.

- En serio, gracias - le respondí de la forma más cortés posible -. Ahorita no me interesa.

- A ver, a ver, señorita; ¿cuántos años tiene usted?

- Treinta y siete.

- Treinta y siete... eso significa que usted nació en 1983, ¿verdad?

- Uhhhh... no.

Sentí lástima por las dos neuronas que le quedaban vivas al pobre hombre, y pensé que tal vez las otras habían perecido en el arduo proceso de hacerse llamar “licenciado”. Pero no fue fácil deshacerme de él. La conversación se prolongó todavía otra media hora.


2. La más estrambótica

En el mercado de San Juan de Dios, uno de mis rincones favoritos de Guadalajara, suele verse a grupos de señoras gitanas, con sus largas faldas, sus bonitos chales y el cabello muy, muy rizado. Entre ellas hablan una lengua cadenciosa y bonita; cuando se acercan a un outsider, su español suena igual que las cuentas de un collar de madera que cayeran una tras otra al ensartarse en un hilo; así, sin entonanción ni pausas.

- Acércateseñoritadéjamequetelealamanoyveatusuerte.

Me he dejado leer la mano (izquierda) unas dos veces. Pero la verdad es que lo mejor que puede hacer uno es sonreír y dar las gracias; echar a andar de prisa y, sobre todo, evitar ver a los ojos a estas señoras. Tienen una mirada fija, penetrante y durísima, como cuchillo de obsidiana; resulta difícil escapar a su hechizo.

Lo que menos esperaba era encontrármelas en un centro comercial, frente a un puesto de tarjetas. Iba yo caminando tranquilamente cuando a mi flanco derecho sonó una voz.

- Acércateamigatevoyadarunreembolsodeldiezporciento.


Me desconcertó de tal manera el oír esa entonación peculiar tan fuera de su contexto, que me detuve en seco y cometí el error: Vi a la persona a los ojos. Era una muchacha rubia (teñida), gordita, con un rostro frío inconfundible. El hechizo tuvo efecto de remolino.

- ¿U-un reembolso...? - dije.
- Síamigaunreembolsodeldiezporcientoentuscompras.
- P-pero... ya... ya tengo esta t-tarjeta...

La señorita tal vez gitana continuó hablándome de los beneficios de la tarjeta que ofrecía. No parecía haberme escuchado. Y siempre en esa voz monótona y fluída. Me costó mucha apartarme de ella y, cuando lo hice, sentí como si un pedazo de piel se me hubiera quedado pegado a su mostrador (desgarrón incluído). Aceleré el paso, imaginándome qué clase de maldición crediticia me perseguiría a partir de ahí. Cuando me sentí más o menos a salvo, alguien me interceptó al bajar las escaleras eléctricas más cercanas.

3. El más agresivo

Este tercer vendedor sí estaba de miedo. Vestía completamente de negro (no le iba nada bien a su rostro moreno), tenía los pelos parados quién sabe si por efecto de gel, vaselina o simplemente grasa, y unos ojos tan enrojecidos que daba la impresión de que su pan nuestro de cada día no era sólo comida.

Me saludó muy amistoso y con una pregunta más habitual.

- Amiga, ¿qué tarjeta de crédito maneja?


Le contesté (sin mentir)que la del banco que estaba ofreciendo. El señor me la pidió. Sinceramente, también, no pude hallarla en el agujero negro que es mi mochila de trabajo. Pero ése es un viejo truco que utilizan los vendedores de tarjetas: toman los datos de la tarjeta que uno maneje y los proporcionan para comenzar trámites de una nueva tarjeta. Aun si la hubiera encontrado, no creo que se la daría. Pero me serviría de pretexto, pensé.

El señor insistió en que le proporcionara una identificación y me dijo que lo que estaría haciendo no era el trámite de otra tarjeta (eso dicen siempre) sino anotarme para beneficios extra. A mi segunda negativa, la cara se le contrajo, abrió mucho los ojos rojizos y comenzó a rechinar los dientes.

- ¡Le estoy diciendo que me dé sus datos! - casi gritó. Me las arreglé para conservar la calma aunque la verdad es que estaba temblando. El hombre, hecho una furia, intentó convencerme todavía otros cinco minutos. Después como que se dio cuenta de que la estrategia a la fuerza no le estaba funcionando y volvió a ser cordial y amable. Ya para entonces lo que una servidora estaba haciendo es calcular cuánto tardaría en aparecer el guardia de seguridad más próximo. Anteayer, que regresé al sitio, volví a verlo ahí.

Cosa curiosa, cada uno de estos tres vendedores trabaja para el mismo banco (su página de internet no sirve desde hace días, pero de todas formas les dejo el link).

El mundo está perdiendo dinero (y tornillos) con una velocidad impresionante.

miércoles, mayo 14, 2008

La misteriosa máquina del tiempo


Las esperanzas de salvación para mi pobre Ibook G4, "Shu II", la del problema que les comentaba en Perra vida maquera, se van apagando poco a poco. Es muy probable que la pierda, y todavía no me hago a la idea. Siento como si me hubieran cortado las manos y no ha sido el mejor momento para quedarme sin mi herramienta de trabajo; ahora sí que no sé qué haría sin mi fiel "Shu", la Ibook G3 azul, la que siempre consideré fea y que me avergonzaba mostrar en público. Como ya no tengo la mala sangre de juzgar a los libros por su cubierta, ahora pienso que "Shu" sería perfecta, si no fuera por su CD Rom descompuesto y sus alcances más o menos limitados (en comparación con las computadoras más modernas; hay que recordar que esta tenaz maquinita va para los siete años).

Pero bueno. "Shu II" fue a parar a manos de dos centros de servicio (uno autorizado) donde no se pudo hacer nada por ella, y ahora la está examinando un amigo de una de mis alumnas, que ha reparado antes laptops de su tipo. Será el último intento.

Del primer centro de servicio a donde la llevé, con todo y que me la retuvieron más de un mes sin resultados, no voy a quejarme; fueron amables y comprensivos, me ofrecieron soluciones alternativas si bien medio caras, y me hicieron los favores extra que solicité. Es por ello que no voy a poner ni siquiera el nombre del lugar, porque el que no les haya ido bien conmigo no implica, estoy segura, que todo el tiempo suceda lo mismo.

Pero el segundo, Sinapsis, centro autorizado por Apple, con dirección en Popocatépetl 45, Colonia Ciudad del Sol, Zapopan, Jalisco... la verdad creo que sí se merece un poco de balconeo público. ¿La razón? Por encima de todos los detallitos incómodos (que surgieron y se suavizaron con el tiempo), el problema es que el departamento de soporte y servicio, al parecer, cuenta con una misteriosa máquina del tiempo que usa de manera irresponsable y que puede llegar a confundir a los que vivimos fuera de cualquier realidad alternativa. ¿O tal vez tenga como objetivo despistar al supervisor, si es que hay uno?

Llevé mi compu, y eso lo pueden hacer constar ustedes, el pasado 2 de abril. No fui a recogerla sino hasta el 8 de mayo. En ese rato se cruzaron el puente, mis mini vacaciones y sobre todo una muy, muy prolongada pausa en la que el ingeniero que la recibió, por estar aferrado a su diagnóstico inicial sobre que la falla de la computadora era únicamente el disco duro (con todo y que se le había informado sobre el diagnóstico sobre la tarjeta madre en el otro tipo), tardó en darse cuenta del verdadero problema. Al final, pagué el diagnóstico, y no es su culpa, porque así es la política de la empresa. Pero no dejó de cobrarme por decirme algo que yo ya sabía.

Al final, tuve que firmar un recibo de conformidad donde aparecían varias fechas, algunas correctas... y otras sospechosamente falsas. Ya no me metí a discutir porque lo único que quería era largarme de ahí. Pero si quieren darse una idea de las discrepancias, aquí hay algunos ejemplos (la primera fecha es la que aparece en el recibo; la que está entre paréntesis es la real):


Llevé mi máquina: 2 de abril (2 de abril)

Diagnóstico de falla en
el disco duro: no lo anoté (inmediatamente)

Diagnóstico de falla de la
tarjeta madre: 15 de abril (6 de mayo)

Me retracto (?) de la
reparación: 26 de abril (7 de mayo)

Arman mi máquina para
entregármela: 7 de mayo (?, pero probablemente sea correcto).

Todavía no sé a dónde acudir en Guadalajara cuando tenga problemas específicos con una Mac, pero les aseguro que ahora sé perfectamente a dónde NO ir.

Espero no estar nada más con ganas de desquitarme del coraje que me da mi mala suerte... pero aquí está este mismo balconeo (intenté ser constructiva en este caso) a Sinapsis en la página de ratings de servicios asipensamos.com.

Creative Commons License
La casa de Aisling by Laura Michel is licensed under a Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Derivadas 2.5 México License.