El fin de semana antepasado, mi amigo S. vino de la Ciudad de México a visitarme. Me dio muchísimo gusto verlo, aunque estaba un pelito nerviosa con respecto a qué lugares podría llevarlo de paseo (Guadalajara no es el sitio más interesante del mundo, la verdad sea dicha, y probablemente le resultaría tediosa a un capitalino).
Si han estado leyendo mi blog desde hace tiempo, ya sabrán que a la Ciudad de México le tengo sentimientos muy, muy encontrados. La amo y la odio. Es una belleza envuelta en caos, un monstruo de rostro maravilloso.
Entre la gente de provincia, los capitalinos (comúnmente llamados “chilangos”, un término ya con años de antigüedad, un tanto más despectivo que “gringo” para los estadounidenses) tienen fama, y no siempre injustificada, les diré, de prepotentes, soberbios, abusivos, descorteses y hasta un poquito cuadrados; escribí alguna vez que lo mejor y lo peor de la humanidad estaba concentrado en la Ciudad de México y lo sigo pensando; aunque, por desgracia, no ocurre lo mismo con desconocidos que pasan por la calle o que me he encontrado en mi ciudad o en viajes a otros estados, la gente con la que he convivido por allá es increíblemente generosa, considerada, y amable; serían capaces de quitarse el único suéter que tuvieran si lo vieran a uno con frío. Mi amigo S. pertenece por supuesto a este último grupo; pero a veces, creo que no puede evitarlo, se le escapa cierto
chilanguismo que de inmediato notaría un provinciano.
Guadalajara no es precisamente un paraíso para los turistas, por cierto; la gente de aquí es mucho más cerrada y flota una tremenda abulia en el aire. La misma ciudad es como un rancho grandote: tenemos mejor aire, eso sí, y edificios muy bonitos, pero nos faltan teatros y museos, y sobre todo transporte decente. ¿Cómo paliar todo ello? Bueno, para asegurar buenas impresiones y ratos agradables para mi amigo decidí apuntar hacia el órgano que mejor conozco de los seres humanos (sips, más que el corazón y menos que el cerebro): el estómago. Y todo el fin de semana nos embarcamos en una emocionante aventura culinaria para degustar ciertos platillos típicos (de la región, de la ciudad, de la costumbre y de la casa de ustedes). ¿Los resultados? Aquí los presento...
Día 1* Comida: Curry.De entrada decidí agasajar a mi invitado con mi especialidad, mi platillo favorito y el que mejor me queda: el curry japonés. Pollo con papas y zanahoria, primero asado y terminado de cocer en una salsa muy especiada, y servido sobre una cama de
gohan. Mi amigo
Anubis me ayudó a pelar la verdura; así pude prestarle toda mi atención al corte, con el que siempre me pongo quisquillosa. Mi
wok hizo casi todo el trabajo.
Cuando serví el curry, estaba calientísimo, pero Anubis y yo teníamos tanta hambre que de inmediato pusimos cubiertos a la obra. Pasado el shock inicial de verme cocinando con palillos y preparando el
gohan en arrocera (“Pero... ¿así es como haces el arroz...?”), y tras pedirme que le retirara “esas cosas anaranjadas” y le pusiera más pollo, S. se sentó a la mesa, y empezó a dar cuenta de su plato sin decir palabra; no precisamente lo que espero que suceda cuando alguien prueba mi curry. No se comió el arroz bañado en salsa, y su comentario final fue “Es que estaba tan caliente que no le encontré sabor”.
Era obvio que me encontraba ante un hueso duro de roer. Tuve la prudencia de suspender la mayormente vegetariana lasaña que pensaba hacer el día siguiente, y no puedo decir que me arrepienta.
Día 2* Desayuno: Taquitos en puesto de San Juan de DiosEl mercado de San Juan, uno de los más polifacéticos de la ciudad, tiene un poco de todo, y eso incluye deliciosos platillos. No podía dejar que S. se pasara por ahí sin probarlos, y la elección para desayuno de fin de semana fueron los taquitos de un puesto que se encuentra bajando las escaleras al lado de las yerberías.
Para un puesto de comida corriente, éste tiene toda la pinta de gourmet. Los tacos (tortillas de maíz con relleno de carne y otros alimentos) se preparan con toda la higiene del mundo (las personas que los hacen jamás tocan el dinero del cliente; hay un recipiente destinado a recibirlo y una única persona encargada de dar cambio) y con tortillas de maíz muy, muy blanco cocidas sobre una plancha a la vista de los comensales. En los aparadores que guardan la carne ya cocida y la mantienen caliente para la hora de cortarla no hay una sola gota de grasa.
Esta vez, S. estuvo más feliz y se comió de buen grado sus tacos. Si acaso la única obsrvación curiosa que hizo fue sobre las tortillas recién hechas: “¿Pero que aquí no tienen tortillerías...?”
* Colación 1: Frutitas de azúcarNi siquiera cuando estoy a dieta puedo resistirme a estos exquisitos dulces, que, hasta donde he visto, no se encuentran en ningún otro lugar de la tierra: terrones de azúcar glass mezclada con jugo de diferentes frutas y moldeada en forma de manzanas, limones, sandías, peras... Las elabora una sola familia de Guadalajara (de muy niña llegué a conocer a su inventor, que las vendía a la salida de las escuelas) y, como buen producto artesanal, se hacen y decoran a mano con pinceles y anilina. No son pegajosas al tacto y hay que mantenerlas en refrigeración si se quiere conservar su consistencia suave; son tan bonitas que si se las dejara endurecer y se las barnizara podrían servir para decorar una cocina. Eso sí, resultan muy empalagosas y por ello lo mejor es comérselas a mordisquitos, muy poco a poco, y no pasar de tres al día o algo así.
Tanto primor, sin embargo, dejó indiferente a S., y cuando le insté a probar una, sólo dijo: “Pues, ¿qué tienen de especial...?”.
Otro fracaso.
* Colación 2: Jericalla (en el puesto de doña E.).En mi desayuno sanjuanero nunca falta un rico licuado (mezcla batida de leche, frutas y vainilla o chocolate) y lo tomo en un puesto que atiende una señora mayor de rostro amable, junto a una escalinata que sale al exterior del mercado. Esta vez, además, mi propósito era mostrarle a S. uno de los postres más típicos de la ciudad: la jericalla.
La jericalla es algo parecido a un flan napolitano, pero de gusto mucho más sutil; se hace con leche, vainilla y huevo, y es más sólida que la natilla pero igual de suave; se sirve en vasitos y se termina de cocer en horno para que la cubierta quede bien dorada. En el pasado cada casa tenía su receta particular, y me apena mucho no haber aprendido la de mi abuelita, en paz descanse.
Escogí la jericalla más hermosa y tostada y se la llevé a S.; él la miró con extrema desconfianza. Probó una cucharada y eso fue todo; tuve que acabarme el resto.
Comentario: “Es que no sabe a nada”.
* Entremés 1: Helados BingAl punto de la extinción, estas heladerías siguen defendiéndose como pueden en Guadalajara. No logré convencer a S. de que, si quería tomar un helado, era mucho mejor buscar uno de los que se preparan en diversos puntos de venta y no de ésos que vienen cerrados y empaquetados en tiendas (
El Polo Norte, por ejemplo, que es una nevería que data de los años de la segunda guerra mundial), pero hallamos unos Helados Bing y él me dijo que en México esa marca ya no existía. Al menos conseguí arrancarle una sonrisa con ello. “Como en los viejos tiempos”, dijo.
Entremés 2: Té chai frappé, en La Flor de CórdobaMi bebida favorita es ésta, traída de la India y vuelta ahora tan popular: especias como clavo, pimienta, canela y sobre todo cardamomo en base de hojas de té fresco y disueltas en leche; y que, en las sucursales de las cafeterías
La Flor de Córdoba, se pueden preparar en frappé. Por supuesto que S. no se iba a atrever a probar algo tan radical, así que lo que pidió para sentarnos a platicar fue un moka frapuccino, que por error nos dieron grande; muy grande para su apetito y muy pesado para la comida que seguiría.
Igual, le insistí en que probara mi chai... y vaya, que el comentario de esta vez, “¿me podrías dar otro sorbito?” repetido una media docena de veces me daba esta vez un triunfo.
* Comida: Carne en su jugo (de Karnes Garibaldi)Por recomendación de una amiga común, S. decidió probar la carne en su jugo, otro manjar típico jalisquillo. Se trata de bistec de res en trocitos, sofrito en grasa de tocino. Una parte de esa carne se reserva para licuar con un poco de agua y tomatillos verdes cocidos, y la mezcla se devuelve para terminar de cocer el resto (eso es lo que forma el “jugo” de la carne). Para servir, se añade al plato un poco del tocino del que se sacó la grasa y se espolvorea con cilantro picado y cebolla; todo se come con cuchara y tortillas si uno quiere.
Los restaurantes
Karnes Garibaldi sirven, además, una guarnición de frijoles refritos con granos de maíz tierno (receta propia) y cebollita de cambray asada. S. se decepcionó cuando le dije que no había papas fritas en el menú, pero le picó la curiosidad cuando le conté que esos establecimientos tienen el record Guinness del servicio más rápido del mundo.
Le pedí que sacara su celular y lo pusiera a modo de cronómetro para comprobarlo. Entre lo que se acercó el mesero para atendernos y el tiempo que tardó en servir la totalidad de nuestro pedido, transcurrieron
cuarenta y cinco segundos (el récord mundial es de 13.5 segundos para un menú completo).
Así de rápido nos pusimos a comer, pero el moka frapuccino de S. le echó a perder buena parte de su apetito. Cieeeelos... Tuvimos que pedir una buena parte de su plato para llevar. Por la noche alcanzó a terminárselo pero dejó atrás lo que quedaba de frijoles y la mayor parte del jugo de la carne.
* Cena: Hamburguesas GarfieldPara la noche, mi organismo estaba a reventar de carne, pero acompañé al
Capitán Quasar, que no había comido, a mostrarle a S. nuestro puesto de hamburguesas preferido: las
Garfield, cerca de la Avenida Plan de San Luis, a unas cuadras de Américas. Las hamburguesas ahí se cocinan al carbón pero se colocan en plancha para derretirles encima queso blanco o americano. Las más caras y destacadas son las de camarón, hechas con estos mariscos frescos y enteros fritos en mantequilla y amalgamados con queso.
El Capitán simpre pide una hamburguesa de res con queso, pero yo prefiero la otra especialidad del sitio: papa asada al carbón, también, con mantequilla, champiñones, crema y mucha, muchísima pimienta; mala suerte para S., aquí tampoco hay papas fritas.
Aquella noche mi estómago no daba abasto ni para un yogurt de la tienda más cercana, y S. también se contentó con ver y oler. Ya para irnos, pidió una hamburguesa con tocino y sin queso para llevar. El manjar desapareció, paulatina y no tan misteriosamente, en el trayecto a la casa de ustedes; aún así, el comentario de S. fue: “Pues... he probado mejores”.
Día 3* Desayuno: Paquetes del café ChaiEl
Chai, un restaurante cerca de la casi céntrica Avenida Chapultepec (aunque ahora tiene como tres sucursales), bautizado con el nombre de mi té preferido, sirve desayunos completos a precios muy económicos; al Capitán y a mí nos gusta ir allá cuando el domingo se pinta relajado, porque el servicio no es muy rápido que digamos.
Como S. tendría que partir ese día, pensamos darle esto como despedida, y de paso llevarlo a conocer lo que fue los suburbios de la antigua Guadalajara, con sus casas viejas rodeadas de árboles aún más viejos; el Chai se encuentra en una de esas construcciones.
El Capitán y S. pidieron hot cakes con tocino, que les sirvieron rociados con nuez y pasas y acompañados de una generosa porción de fruta (papaya, melón, naranja y una cereza fresca para decorar); yo pedí lo de costumbre: huevos estrellados que a mi gusto acompaño con queso de cabra y muchos, muchos champiñones, mas frijoles refritos con queso espolvoreado y jitomate; el costo de cada uno de estos platillos es apenas un poco más que tres dólares estadounidenses. Por el antojo de dulce no me preocupo porque el Capitán siempre me da la papaya, la naranja y la cereza de su plato, y un desayuno tan cargado garantiza que la comida y la cena del día sean mucho más leves.
S. devoró primero su tocino (ya desde antes me había hecho notar que el tocino de Guadalajara le parecía excepcional) y luego retiró todas las pasas y la nuez de los hot cakes; los bañó con miel de abeja y se comió dos de los tres que vienen en el plato, todo bañado por una taza de chai frío (¡victoria!). De haber sabido que, además de la de la fruta del capitán, tendría que dar cuenta de la suya, no hubiera pedido más que mi bebida. Ay, mi pancita...
El comentario de S. fue esta vez mucho más favorable: dijo que en la Ciudad de México rara vez se encuentra uno sitios tan agradables que sean así de baratos.
Y bueno, llevamos a S. a esperar su atuobús. La noche anterior él me había pedido que le preparar algo de comer para el viaje... y supongo que todavía tengo mucho que aprender. Pensé y sugerí primero los sandwiches que le hago al Capitán cuando sale, y ante la falta de entusiasmo, cambié... pero, ¿no creía hasta entonces imposible que alguien me rechazara unas ricas
onigiri rellenas de
kanikama (ensalada de cangrejo) o queso crema? Pues nada; a S. no le gusta ninguna clase de mariscos y nunca llegamos a ponernos de acuerdo con respecto al queso crema; por fin, ¿era
queso o era
crema?
Cielos. Entonces, ¿qué te hago?, le pregunté. Algo como unas tortas, sugirió él. ¿Tortas? Ajá, las tortas, inventadas en el Distrito Federal en 1892 (tengo el dato), son la versión mexicana del sandwich, hechas con un pan grueso que aquí conocemos como bolillo (es como una
baguette pequeña).
Fuera de las famosísimas pero inconvenientes tortas ahogadas (este mismo platillo relleno de carne y sumergido en un plato de espesa salsa picante y caliente, y dejado ablandar hasta que sea posible comérselo a cucharadas), una torta en Guadalajara se prepara con un pan plano llamado telera. Lo que S. me pedía se conoce aquí como
lonche.
De todas formas, ¿cómo conseguir bolillo a esas horas? Aquí en la casa de ustedes nunca falta el arroz... pero en cuanto a lo demás, siempre hay que salir. Finalmente acordamos pasar por una tienda para adquirir provisiones. S. me sugirió que la próxima vez que lo visitara en la Ciudad de México le pidiera a su mamá que me enseñara a preparar el arroz.
Sigh.
La aventura culinaria, sin embargo, no terminó ahí. Hubo problemas con el autobús de S. y el Capitán y yo fuimos a recogerlo en el punto de reunión acordado con sus compañeros de viaje (que, tres horas después, no se habían aparecido). Había que conseguir otra salida. Eso no fue tan difícil, pero ya era media tarde y el estómago apretaba.
El Capitán estaba tenso como una cuerda de violín antes de una jiga irlandesa; tenía mucha tarea de su maestría. Para aliviar las cosas le propuse que fuéramos a comer lo que a él le agrada más y que, estaba segura, también sería del gusto de mi descontentadizo invitado.
* Comida tardía: Pizzas en El Pequeño Gran ChaletEl Pequeño Gran Chalet, una modesta pizzería metida en una plaza que la gente solía llamar Gigante Américas (por la ya desaparecida cadena de tiendas que se encontraba al lado) tiene una oferta permanente de sus productos al 2 por 1; eso hace que sus platillos parezcan muy caros cuando en realidad son mucho, muy económicos. Sus pizzas son de masa delgada que queda doradita, con ingredientes y queso muy frescos. De sus diversas especialidades prefiero la llamada Clásica, de salami con toneladas y toneladas de champiñones al horno; esta vez pedimos una de esas con mitad de especialidad mexicana (jamón con jitomate, cebolla y chile) y la de oferta fue una hawaiana que, acordamos, le gustaba a todos.
S. se comió varias rebanadas de la hawaiana después de quitarle toda la piña, y su comentario volvió a ser descorazonador: “¿Te acuerdas de las pizzas que están por mi casa? Ésas me gustan más”.
¿Qué hacer, qué hacer? Nada, sino reconocerme vencida en el juego de cocina y gusto que remató esta orgiástica aventura. Aprendí mi lección, ¡y de qué manera! No es nada saludable meterse todos los antojos de fin de semana... en un mismo fin de semana. Siete días después, mi cuerpo todavía se sentía flojo, pesado y falto de energía, y mi estómago pedía a gritos brócoli, tofu a la plancha y medio kilo de jícama con vinagre.