domingo, mayo 23, 2010

Vacas



La forma en la que ordeñan las vacas en el pueblo de mi mamá pareciera rayar en el maltrato animal, pero no es así. Se les trata de cierta manera porque no hay de otra. Todas las vacas se ordeñan, sean lecheras o no, pero se procura que vivan contentas y bien alimentadas, sueltas en una dehesa y no encerradas en corrales; se aparean cuando quieren y permanecen con sus becerritos hasta que estos aprenden a comer principalmente pasto y forraje. Cuando las crías son mayores, se las separa de las madres durante la tarde y la noche, para dar tiempo a que las vacas produzcan suficiente leche tanto para ellos como para los humanos.

Si prometen no espantarse, aquí les va el procedimiento de la ordeña: se suelta al becerro para que corra a mamar un poco; eso hace que la vaca suelte la leche (las vacas no lecheras la retienen). Una vez que la vaca se ha relajado, se le atan las patas traseras (para que no se mueva ni intente patear), se le pone un bozal al becerro y se le cuelga de los cuernos de la mamá para que ella no se resista; algunos toleran esto con paciencia, otros no tanto; en ese caso, si el becerro es manso, se le sostiene y acaricia; si es más salvaje se le amarra a un poste o árbol; lo mismo se hace con la madre. Después se asean las ubres de la vaca, y a trabajar.

A la vaca se le deja suficiente leche para que el becerro pueda alimentarse hasta quedar satisfecho; una vez que éste se acostumbra a la la tarea, incluso coloca la cabeza de manera que le puedan quitar fácilmente el bozal. Y así es todos, todos los días.

Ahora bien, esto no siempre funciona. Ahí está el caso de una vaca que teníamos, llamada N.

N. era hija de C., un animal favorito porque era dócil, generosa y producía una leche dulce, dulce (sí, el sabor de la leche varía de vaca en vaca). Desde becerrita se acostumbró a los mimos y consideraciones, pero cuando se hizo adulta y llegó el momento de ordeñarla, comenzaron las dificultades: apenas sentía que le echaban el lazo a los cuartos traseros, empezaba a sacudirlos como loca; si intentaban colgarle a su becerro de los cuernos, saltaba y embestía.

Como era animal y no hablaba, costó trabajo interpretar lo que estaba diciendo, que finalmente era algo así como: “¿Por qué me tienen que amarrar? Yo nunca he pateado a nadie. Ya sé que para que me ordeñen debo estar quieta; no soy idiota. Y perdón, pero eso de que aten a mi becerro de mis cuernos simple y sencillamente no me gusta... yo quiero mantener mi cabeza bien alta. Es la leche lo que les importa, ¿no? Pues bien, yo no retengo la leche, yo cumplo con mis deberes. Entonces, ¿cuál es el problema...?”

Alguien que supiera menos de seguro la hubiera forzado a hacer las cosas como tenían que hacerse: la hubieran atado y estirado el lazo hasta hacerla caer, le hubieran dado de golpes en el hocico para que se estuviera quieta mentras le colgaban al becerro, la hubieran castigado de quién sabe qué manera para que se adaptara al procedimiento. Por suerte, a N. le tocaron amos inteligentes que optaron por dejarla en paz. Y así pasó: durante toda su larga y feliz vida, N. no tuvo que soportar lazos en las patas ni pesos en la cornamenta, pero dio leche en abundancia y de excelente calidad. Sus becerros aprendieron, de su ejemplo, a quedarse quietos durante la ordeña, y ella se veía tan tranquila; no exigía ningún otro privilegio especial sino que le rascaran las orejitas y el cuello de cuando en cuando.

Ya me imagino lo que sería más fácil pensar: ¿pero por qué dejaron que un animal impusiera su voluntad? ¿No se supone que los animales están ahí para obedecer? Y la respuesta: Ajá, pero al menos las vacas están primero que nada para dar leche. ¿Qué hubiera sido más importante: mostrarle a N. quién mandaba, o ceder a lo que pedía, que no era la gran cosa, para hacer mejor su trabajo? Ya en perspectiva, era muchísimo más fácil ordeñar a N. que a sus compañeras de dehesa, porque su actitud aparentemente rebelde ahorraba los minutos que uno tarda en atar patas y colgar becerros, y más adelante deshacer nudos.

Los humanos tienen mucho en común con las vacas, fíjense: algunos funcionan bien bajo ciertas reglas y otros no. Es una estupidez pretender que todos, absolutamente todos, trabajen igual y de la misma manera. Pero, ¿a cuántos patrones conocemos que están más interesados en el procedimiento que en los resultados? ¿Cuántos hubieran dicho “pues no importa que no sueltes una gota de leche, condenada vaca, pero vas a aprender a comportarte”? Por desgracia, esta clase de gente, que sabe maldita la cosa de vacas, de humanos y de leche, y que de todas formas acaba al frente de una granja, abunda.

viernes, mayo 21, 2010

Tweet, tweet...

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Como ya les platicaba, hace un tiempo me fui detrás de mi Capitán a una red social, Facebook para ser exactos; comencé mal, continué bien, y ahorita tengo ese espacio muy abandonado (más que esta casa de ustedes, y eso es decir bastante). Más tarde, seguí a mi amigo P.S. a otra de esas redes, formspring.me. Con ésta me sentí mucho mejor; la parte mía que es maestra disfruta responder preguntas, incluso las más extravagantes. Finalmente, hace algunas semanas, cuando me encontraba sola, convaleciente de una infección intestinal inconvenientísima y alejada por varios cientos de kilómetros de mi Capitán (ajap, a veces pasamos separados las vacaciones y eso sirve para darnos cuenta de que, incluso después de casi veinte años, nos seguimos extrañando), decidí activar una cuenta en Twitter, donde él, ya sé, se la pasa cuando no tiene nada que hacer, o cuando ha hecho algo interesante; ambas situaciones le ocurren con más frecuencia que a mí.

No, no me lo encontré ahí esa misma noche. ¿Y después? Ay, Dios. Y yo que creía que Facebook era una una pesadilla.

Con todo y los nervios infundados que me sigue causando, en Facebook he podido encontrar a mucha gente querida a la que por angas o mangas le había perdido el contacto; me ha servido también para comunicaciones rápidas y recados. He dejado de frecuentarlo porque me ponía nerviosa ver la cantidad de mensajes que podían generarse en veinticuatro horas o menos y no poder responder a todos; decirle a mis amigos que comparto sus felicidades y tristezas, que quiero ayudar cuando se pueda, pero que ni de loca me atrevería a pedir ayuda por el medio... y que detesto leer conversaciones ajenas. Mi formspring.me no se satura tanto, hasta eso; se va relativamente tranquilo, y los asuntos personales permanecen fuera.

Pero ni bien lancé mi primer twitteo (preguntándome qué rayos estaba haciendo ahí), me di cuenta de algo espantoso: las manos se me congelaban en el teclado. Con frecuencia durante el día se me venían a la cabeza ocurrencias ingeniosas o interesantes; el sólo hecho de poderlas compartir me bloqueaba, y de una manera tan fría y poderosa que jamás experimenté en los tiempos antes de que se inventara el internet. ¿Pero qué voy a poner en tres líneas?, me dije. ¿Eso de qué le sirve o le interesa a los demás? Podría funcionar como desahogo, para variar, pensé. Y después: no; la regla de oro es que jamás hay que poner en Twitter algo de lo que no quiera uno que se entere su jefe, su familia o sus amigos. Bueno, entonces, ¿de qué carambas voy a twittear? No soy periodista, no tengo una vida interesante. ¿Me conformaré con comentar a los demás? ¿Con espiar al capitán, porque de eso se trataba, y ver sus desquiciados pero chistosísimos fotomontajes? Nada. Nada.

El Facebook me superó; el Twitter me hace sentir idiota porque me quedo callada cuando todo el mundo alrededor dice cosas inteligentes. Unas noches atrás le comenté al Capitán:

- ¿Qué hace uno si descubre que las redes sociales lo hacen infeliz?

El Capitán, que es muy dado a las soluciones rápidas y radicales, inmediatamente me sugirió que clausurara mi Facebook, que le diera cortón al Twitter y hasta que me deshiciera del formspring.me; todo esa misma noche. Yo esperaba que discutiéramos un poco el asunto o algo así (¿cerrar el Facebook? ¿Y perderle la pista a todas las personas que me ha dado gusto reencontrar?); en vano. Así que por lo pronto seguimos igual; un espacio en Facebook que no utilizo sino para urgencias, y uno en Twitter en el que las más de las veces permanezco callada; a lo mucho, transmito sentimientos y noticias en forma de clave con letras de canciones o algo así. Ya tendré un empleo y una vida más interesante que haga que los mensajes breves y momentáneos valgan la pena. Por ahora, sigo prefiriendo el blogger.
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