domingo, octubre 31, 2010

Discreción

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A menudo les he contado aquí anécdotas tan extravagantes que pareciera ser que me las invento. No es así; con la mano en el corazón les aseguro que todo lo que les he platicado sucedió en realidad; si acaso pudiéramos contar como excepción única el sueño aquel que se me ocurrió transcribirles por ocasión especial.

Pero lo que tengo que platicarles hoy, con todo lo realista que pueda sonar, es otro sueño, como lo pondrá rápidamente en evidencia cierto amiguito imaginario que aparece por ahí. Me impresionó lo suficiente como para querer compartirlo con ustedes.

No sé por qué me vendrían a la cabeza las ideas que pudieran componer un sueño como éste. Será que los eventos que organiza mi nueva universidad (y de los que forma parte una servidora en plan multiusos) me tienen un poco nerviosa. Hasta ahora, nada ha salido mal, pero la mera posibilidad de que un detalle, el más mínimo, quedara menos que satisfactorio, me inquieta, y me ha revivido un viejo dolor de cabeza que en el pasado era costumbre y emisario de algo peor por venir, y que me acompaña hasta cuando duermo.

Total, que soñé que me encontraba en uno de esos eventos, pero mucho más grande que todo lo que hemos armado hasta ahora. No estábamos en la universidad, sino en una estructura vieja que me recordaba, por alguna razón, la casa de mi abuelita. Había por todas partes exhibiciones de arte; y un taller de marionetas, y numerosas pantallas donde se proyectaban cortos y películas; también había salones con conferencias (no reconocí a ninguno de los ponentes, tampoco) y lo primero que me llamó la atención fue que la mayoría estaban en inglés y no contaban con intérpretes.

“Esto va a ser un problema”, me acuerdo que pensé. “No todos los estudiantes entienden bien el inglés”. Entonces miré a mi alrededor. Entre los jóvenes que iban y venían no había ninguno de mis alumnos, ni de otros que he comenzado a tratar y a saludar. No sé por qué estaba tan segura de que aquello era mi escuela.

Yo misma estaba, como dijo Macbeth, mingling with society (confundiéndome con la multitud): llevaba mis pantalones de mezclilla rotos y mi playera viejita de Final Fantasy VII que hace como veinte mil años que no me pongo. Me encontraba contemplando el taller de marionetas (hermosísimas y muy coloridas, por cierto) cuando me dio la impresión de que una de ellas bajaba del escenario y se me acercaba. No se trataba de un títere, pero por lo relativamente bajito (apenas me sacaba una palma), delgado, y las facciones tan finas daba la impresión de serlo. Lo reconocí de inmediato:

- Uhhh... ¿Cloud? ¿Cloud Strife?

Él frunció el ceño, y con extrañeza señaló una imagen de sí mismo, más joven y estilizado, que decoraba mi playera.

- Sí, sí eres tú. Te conozco desde el 97, cariño -. Lo de “cariño” se lo aplico a cualquier persona más joven que yo por quien siento alguna clase de afecto paternal (conste que dije “paternal”, no “maternal”). Pero explíquenselo ustedes a los aludidos. A él la palabrita pareció confundirlo más todavía.

- Ayúdame a esconderme, por favor - me dijo. No me preguntó quién era, ni dio señales de reconocerme, como a veces sucede cuando sueño con personajes de videojuegos o libros con quienes he soñado anteriormente.

En una esquina abandonada del edificio había dos enormes tinajas de barro. Le pedí a señas que me siguiera y le indiqué que se metiera en una.

- ¿De quién te escondes? - le pregunté. Él sacudió la cabeza y desapareció en la vasija.

Cuando me di la vuelta, alguien se tropezó conmigo. Era una chica que intentaba mover un exhibidor de mercancía.

- ¿Me ayudas? - dijo. Sí, me estaba tuteando. Puedo pasar por estudiante cuando me disfrazo de tal. Tomé el mueble del extremo contrario y lo desplazamos entre las dos. Hicimos lo mismo con otro. Y otro más. Después, la muchachita se detuvo, frunció la nariz y, así de sopetón, me soltó:

- Hueles mal.

- ¿Uhhhhh? - tanto me sacó de onda el comentario que no supe qué más decir.

- Que hueles mal - repitió ella. Instintivamente me llevé a la nariz mi playera; en efecto, olía un poco a humedad.

- Es que esta playera le he tenido guardada mucho tiempo -quise excusarme -. Pero es pura humedad.

- Igual, hueles muy mal - insistió la chica, y de pronto me puse a pensar en mi casa llena de gatos, e impregnada, me dicen, de un olor que ya no alcanzo a percibir.

No sé si en la vida real hubiera actuado como lo hice aquí. De pronto me puse a examinar a la niña, y como por primera vez me di cuenta de que tenía ojillos de rata, pequeños y hundidos bajo cejas muy pobladas; bajo la boca, fruncida como herida mal cicatrizada, asomaban dientes chuecos y por arriba se percibía un bigotillo incipiente; la barbilla, arrogante y todo, no dejaba de estar casi cubierta por unos mofletes gordos, caídos y picados de acné. Por encima de mi dolor de cabeza me acordé de una frase que hiciera famosa Winston Churchill.

- Bueno - comencé a parafrasear -, pues tú estás muy fea. A mí el mal olor se me quita con un baño.

La niña abrió la boca; dos segundos después la cerró con fuerza. Los ojillos de rata se le humedecieron. Dejó caer el extremo del mueble que sostenía y se alejó a la carrera.

Qué remedio, suspiré. Decidí dejar el mueble donde estaba y me acerqué de nuevo a las tinajas. Di un par de golpecitos con los nudillos, y el joven que ahí se escondía asomó su erizada cabecita rubia.

- ¿Ya se fue? - me preguntó.

- ¿Quién? -. Él sacudió de nuevo la cabeza, esta vez con dirección al taller de marionetas, puso cara de exasperación, y de un salto se mudó a la segunda tinaja.

Cuando intentaba localizar a quién fuera que se estuviera refiriendo, sentí que me ponían un dedo en el hombro. Di la vuelta. Me encaraba otra chica, alta y algo fornida, de pelo rojizo y corto, que llevaba una boina militar y en las manos un papel enrollado. Como a la otra, tampoco la había visto en mi vida.

-¿Tú estás con el grupo A? - me espetó.

- Sí, y también con el B - le respondí, esperando darme a conocer, ahora sí, como maestra. Ella no pareció captar el mensaje.

- Pero no eres representante de grupo.

- No, de hecho.

- Yo sí soy representante - medio bufó la chica -. Y tú insultaste a una de mis compañeras.

Mi dolor de cabeza se intensificaba por momentos.

- Porque fue muy grosera - expliqué -. ¿Qué más podía hacer?

La chica entrecerró los ojos. Cuando volvió a hablar, su voz sonó mucho más grave.

- Pudiste haberte quedado callada - dijo, despacio -. Mira, tú eres mayor que ella. Se nota que sabes más. La puedes aplastar con una palabra.

Como una moneda pequeña pero arrojada de una gran altura me cayó en la mente un viejo dicho inglés: “Una cucharada de discreción vale lo que una tonelada de agudeza mental”. Cuando tenía entre doce y veinte años me sentía hasta orgullosa de mi agudeza, y la empleaba indiscriminadamente. Después, no he dejado de lamentar las veces que meto la pata con ella. La que aquí había utilizado no era mía sino de Churchill, pero, ¿no daba igual?

La actitud sabia y antigua (como proverbio inglés) de la muchacha no duró más que el tiempo en el que me dijo lo anterior. Después, volvió a su agresivo tono anterior. - Te aprovechaste de mi compañera.

Entonces desenrolló su papel. En él había, aunque garabateada y coloreada a la prisa, una muy buena caricatura mía estilo anime; se me podía reconocer, a pesar de que tenía la boca abierta y vomitaba sapos, culebras, signos raros y quién sabe qué tanta más basura. El dibujo tenía además un globo de diálogo que no leí por andarme fijando en los detalles del vómito.

- ¿Cómo te llamas? - me chilló la chica.

Le dije mi nombre, y antes de que le pudiera aclarar que era maestra de la Universidad, ella sacó un lápiz y, apoyada en una mano, lo escribió en el globo. Luego me entregó el dibujo con aire de triunfo.

- Ahí tienes.

En el globo se leía: “Me llamo (aquí mi nombre en mayúsculas mal hechas) y soy incapaz de quedarme callada”.

- Está muy bonito - dije, sin mentir -. Lo voy a colgar en mi cuarto.

Eso es lo que te mereces - replicó la chica; me dio la espalda y se marchó sin prisas. ¿De pura casualidad había escuchado algo, cualquier cosa, de lo que le había dicho?

Entonces pensé: Jamás le dije que soy maestra. Si alguna vez me toca clase con cualquiera de estas dos muchachitas, vamos a estar en dificultades.

Alguien me tocó la mano que había puesto, al descuido, en una de las tinajas de barro. Un toquecito muy corto; amistoso, incluso, como lo percibí. Cloud me estaba viendo a los ojos ahora, con una chispa de reconocimiento en la mirada y una media sonrisa que es lo más que puede llegar a producir.

- Hey - le dije.

- Hey - me respondió -. Ya me acordé de ti.

Claro, pensé; si debemos de habernos visto en sueños por allá en el 97, o en el 98, cuando repetí el juego. El juego... en sueños... Y hasta entonces caí en la cuenta de que eso debía ser un sueño también. Si no, ¿qué estaba haciendo yo ahí, hablando con Cloud Strife, un personaje de videojuegos?

Si esto es un sueño, magnífico; recuerdo que seguí meditando. Significa que puedo ir ahora mismo a ahorcar a esas dos señoritas y que no pasará nada. Otro toquecito en la mano me sacó de los pensamientos malignos.

- Cloud - pregunté - ¿Te parece que mi playera huele mal?

Él se encogió de hombros.

- Es que estoy resfriado - contestó.

- ¿Y ya me puedes decir de quién estás huyendo?

Para mi enorme frustración, fue en ese preciso momento cuando sonó el despertador.

lunes, octubre 18, 2010

Minas


Escultura, me parece que de Alfonso López Monreal, en el fondo de la mina El Edén, Zacatecas.

Lo que hacen las maravillas de internet: hace unos días, los ojos de prácticamente todo el mundo estaban clavados en la mina San José, en Chile. En agosto de este año, treinta y tres mineros quedaron atrapados ahí, en un derrumbe, a cerca de setecientos metros de profundidad. Más de dos semanas después, se descubrió que seguían con vida; el suelo se perforó para hacerles llegar todos los suministros necesarios para que la conservaran, al igual que la cordura (entre lo que se les envió iba una consola de videojuegos, por cierto) mientras que en la superficie varios especialistas se devanaban los sesos para inventar alguna forma segura de sacarlos.

Más de dos meses después, llegó el rescate, que duró un día y pico, algo así. Fue tan espectacular y emocionante que no voy a ponerme a describirlo; ya en la red deben circular montones de videos donde puede verse. Una servidora se unió al coro mundial: ¡Vamos, Chile! ¡Fuerza, Chile!, estuve enviando por twitter (por alguna razón, no me podía sacar de la cabeza a la editorial Andrés Bello y a la brujita Pascualina). No fue sino hasta que pasó la euforia cuando me di cuenta de que este rescate había escarbado también en una herida vieja, pero aún dolorosa, que recibió mi propio país.

Hace más de cuatro años, una explosión desbarató la mina Pasta de Conchos en el estado de Coahuila. La causa de la explosión se desconoce, pero es casi seguro que tuvo que ver con las altas concentraciones de gas metano (se trataba de una mina de carbón) de las que ya se habían quejado algunos trabajadores. Una chispa... y ya. Unos sesenta y cinco mineros quedaron atrapados, se supone que a 150 metros de profundidad, y las esperanzas de encontrarlos vivos comenzaron a agotarse a los cinco días. Cinco días...

Tanto el Capitán como una servidora nos criamos en ciudades mineras (Parral y Zacatecas, respectivamente). Mi suego es minero. Si hay algo que hemos sabido desde siempre es que desde sus inicios las minas cobran su cuota de vidas humanas, a veces más, a veces menos; es casi cotidiano. Incluso las minas al ras de la tierra, como hay muchas en Zacatecas; siempre hay accidentes.

Ahora bien, algo que también es (y era) cosa de todos los días era estar conscientes del hecho anterior, y además pagar la cuota. Cuando comenzó en el siglo XVI la explotación de la mina El Edén en Zacatecas, había tanto gente dispuesta a vivir sólo treinta años o menos con tal de llevarle comida a su familia (el trabajo de minero se pagaba con piececitas de plata que, irónico, no tenían validez más que en la tienda de raya del patrón) como personas a quienes no les importaba llevar eso sobre la conciencia. Caídas, males respiratorios (en primer lugar la silicosis), heridas gangrenadas porque había que seguir trabajando. Como les digo, cosa de todos los días. Porque el oro y la plata se consideraban más valiosos que la comida, pero era por comida que resultaban tan baratos.

Se acusó al gobierno y al Grupo Minero México (responsable) de haber actuado con tibieza frente al desastre de Pasta de Conchos; una servidora opina que sí, así fue de hecho. Pero eso no significa que un rescate como el de San José hubiera sido posible en Coahuila. La de San José era una mina de cobre; no había tanto peligro de concentración de gases letales como en Pasta de Conchos. Un derrumbe te puede dejar aislado en el socavón de una mina; si estás cerca de una explosión, lo más probable es que acabes hecho mermelada; si además estás rodeado de metano no pasará mucho antes de que te asfixies. Los mineros de Pasta de Conchos tenían una centésima de posibilidades de sobrevivir comparados con los de San José.

¿Cuál fue el problema, entonces? Que en lugar de aferrarse a esa centésima, las labores de rescate comenzaron a flaquear a los cinco días. Que finalmente se canceló la recuperación de cuerpos (ok, un cuerpo no es una persona, pero a un familiar por lo menos le alivia la llaga, dolorosísima, de la incertidumbre) porque costaba mucho dinero.

Nos quedamos, pues, con la envidia de un sistema que no abandonó a los suyos, que no creyó que más de medio millón de dólares fuera un precio demasiado alto para pagar por una vida.

Pero bueno, ¿nos extraña? Les digo; lo ocurrido en Pasta de Conchos pareciera formar parte de la tradición minera. Que, por cierto, se ha contagiado con una facilidad espantosa a otras áreas, y no es exclusiva de México. Piensen en las ocasiones que como jefes despidamos a un empleado de años porque conseguimos un trabajador que cobra menos y obedece sin chistar; piensen en el dinero que acumulamos bajo la gruesa cobertura de una organización de caridad sin fines de lucro; piensen en el pariente o amigo que nos felicitó por llevar a cabo un negocito de lo más rentable con un mínimo de inversión y un máximo de explotación; piensen en la idea que nos robamos de la persona brillante pero inexperta que buscó nuestra asesoría para llevarla a cabo; en fin, piensen en las veces que le hemos escatimado abrazos o consuelo a un amigo que llora porque, ay, tenemos cosas más provechosas qué hacer.

Etcétera y más etcétera. Cada etcétera, una piedrecilla de las que cubren los restos de los pobres mineros sepultados en Pasta de Conchos. Un trocito de culpa que no estaría mal compartir con el gobierno y con Grupo México.

Es una pena, pero lo ocurrido en la mina San José (y por aquí me atrevería a depositar el término políticamente incorrectísimo “milagro”) es la excepción y no la regla. Lo de Pasta de Conchos, por el contrario, ha ocurrido muchas veces. Pero es que antes no había internet.

lunes, octubre 11, 2010

Receta: Thai-Cosa


©Cooking Mama, del juego homónimo de Office Create, publicado por Majesco para Nintendo DS.

Siempre que es el cumpleaños de Alphanubis, Fenrier y yo buscamos cocinarle algo rico. El año pasado, cuando no sabíamos si repetir la carne en su jugo que ella me enseñó a hacer o ya mejor sugerir algún restaurante, Fenrier me contó de un lugar que había visitado en su viaje de prácticas de iaido a Puerto Vallarta. Era un restaurante tailandés llamado “Archie’s Wok”, y el platillo que comió ahí con sus compañeros le pareció delicioso. El pequeño problema es que no recordaba el nombre.

Tras escuchar su descripción del plato y consultar algunos recetarios, la ayudé a elaborar una lista de los posibles ingredientes. Durante dos días hicimos pruebas hasta que dimos con lo que al afilado sentido del gusto de Fenrier le pareció sería su platillo misterioso, o uno muy parecido. Usamos como picante una paprika recién molida por suaves manos coreanas, y sustituímos la salsa de pescado, muy común en la comida tailandesa, por salsa de ostión, que era lo que teníamos a mano. ¿Y qué pasó? Pues que nuestro invento fue un éxito en la fiesta de Alphanubis.

Tomé nota cuando hacíamos los experimientos y más adelante repetí algunas veces la receta por mi cuenta. Aquí la tienen, menos picante que como la hicimos la primera vez, pero todavía riquísima. Puesto que jamás averiguamos como se llama, decidimos bautizarla como “Thai-Cosa”.



Ingredientes (para 2 a 3 porciones):

  • 1 paquete de ramen instantáneo
  • 1 cebollita cambray en rebanadas (incluyendo el rabo)
  • 5 camarones grandes o 10 pegueños, crudos y en trocitos
  • 1 pechuga de pollo en cuadritos
  • 1 taza de germen de alfalfa
  • 2 dientes de ajo fresco, bien picados
  • 1 huevo batido
  • 1/2 taza de cacahuates sin cáscara, tostados pero sin freír y sin sal
  • 2 cucharadas de pimentón rojo (paprika) en polvo
  • 1 cucharada de curry
  • Sal al gusto

Para la salsa:


  • 2 cucharadas de salsa de ostión
  • 2 cucharadas de jugo de lima
  • 1 cucharadita de azúcar o 1 sobre de endulzante

Herramientas:

  • Wok, o sartén profunda
  • Olla honda para la pasta
  • Recipientes para la salsa y para apartar los ingredientes
  • Palillos de cocina o palita de madera
  • Cuchillo afilado
  • Aceite o spray para cocinar
  • Agua

Procedimiento:

1. Preparar la pasta según las instrucciones del paquete. Escurrir muy bien.

2. Mezclar los ingredientes de la salsa.

3. Calentar a fuego alto un poco de aceite o spray en el wok o sartén.

4. Sofreír el ajo junto con el pollo. Cuando éste quede bien cocido y empiece a dorar, añadir los camarones; mover constantemente hasta que todo esté cocido. Apartar y reservar.

5. Rociar un poco más de aceite en el mismo wok o sartén, y sofreír la pasta a fuego lento durante unos dos minutos. Añadirle la paprika y el curry, con media cucharada de sal o más al gusto, y mezclar, si fuera posible con palillos, hasta que la pasta quede muy roja y aromática. Apartar y reservar.

6. Devolver el pollo y los camarones al wok, agregar los cacahuates y sofreír a fuego lento. Echar el huevo y cubrir la carne con él; mezclar y seguir cocinando hasta que el huevo quede cocido en fibritas.

7. Añadir la pasta y la alfalfa, y revolver muy bien. Verter la salsa, mezclar y cocinar un minuto más.

8. Antes de servir, añadir un poco de cebollita cambray sobre el platillo. Listo.

jueves, octubre 07, 2010

Reseña de película: Héroes Verdaderos



Héroes Verdaderos

Director: Carlos Kuri

Intérpretes: Jorge Lavat, Víctor Trujillo, Jaqueline Andere, Mario Filio, Pepe Vilchis, Kalimba, Sandra Echeverría, Raymundo Armijo, Raúl Carballeda, Claudio Lafarga, Humberto Vélez.

Lo bueno: El diseño de personajes, algunos momentillos de la animación, el doblaje de veteranos, los héroes.

Lo malo: Para variar, el guión; algunos momentillos de la animación, el doblaje de estrellitas, los protagonistas.

Lo que faltó: Sutileza.

Lo que sobró: Las canciones.


Calificación: **

Todo el mundo se apunta a celebrar el Bicentenario (es decir, los doscientos años a partir de que comenzara una guerra civil para lograr la independencia de un país que se llamaría México), y, no me pregunten por qué, hubo quienes lo hicieron en forma de películas o cortos animados. Será, y eso son buenas noticias, que la industria de la animación ya está por fin recuperándose en nuestro país, al que, en tiempos pasados, no le faltaba tradición (pocas personas saben que en México se maquilaban programas de Hanna-Barbera, por ejemplo). Lo malo es que este género, al volver a volar, lo está haciendo no con un ala rota, sino con ambas patas convenientemente fracturadas y dejadas soldar al descuido.

Los cortos de Héroes Verdaderos prometían, y mucho, hermosos diseños, secuencias de batalla, tal vez una aproximación a la historia oficial que ya se volvió anticuada con la moda de la “desmitificación”. Nada malo.

Pero una servidora, para qué mentir, llegó al cine llena de prejuicios... y se quedó agradablemente sorprendida cuando la película arrancó con unos paisajes maravillosos, unas escenas impresionantes y una trama sencilla que apuntaba a una historia bien contada. Lo malo es que esa magia duró... ¿cuánto será bueno?... unos diez minutos a lo sumo. Y de ahí en adelante la película comenzó a deslizarse, lenta pero inevitablemente, en caída vertical.

Aunque los cortos presumen más que nada a los héroes de la independencia mexicana en acción, en realidad la historia se centra en cinco muchachos a quienes les toca vivir la turbulenta época: Carlos, que tiene que tragarse sus ideas “progres” y la discriminación que sufre por su nacimiento criollo; su mejor amigo, Mixcóatl (ajá, hasta eso que se toman tiempo para explicar el porqué del nombrecito), un chico indígena de su edad; el atormentado hermano mestizo de éste, Xama; el hermano mayor grandote y bonachón, Tahtsi, y su prima Tonantzin (no, lo que no se explica es el porqué de esta casi blasfemia), que exhibe gran parte de la película un imposible vientre al aire y pies descalzos.

Después de hacernos tragar una buena cantidad de detalles que por desgracia no llevan a ningún lado, los jóvenes protagonistas quedan botados en bandos enemigos (Xama en el ejército realista, y el resto con los insurgentes de Hidalgo), y los próceres desfilan con cuentagotas en lo que Carlos y sus amigos luchan por convertir un ideal en realidad.

¿Lo estoy haciendo sonar interesante? Piénsenlo dos veces. La premisa, nada mala, se disuelve muy pronto en una trama principal innecesaria y punto menos que hueca. Los hermosos diseños no logran levantar del piso a los personajes principales, tan desangelados que no consiguen conmover o emocionar. El pobre Xama, un villano a la fuerza que aparece misteriosamente en cada batalla importante del ejército realista en donde pueda encontrarse con sus viejos amigos, ve cortado su potencial desarrollo junto con su posibilidad de redención que, no lo dudo, podría haber estado contemplada en algún tratamiento temprano de la historia. La voluptuosa Tonantzin se lanza a las batallas (que por cierto pueden oírse, pero no verse, ni siquiera en sombras) desarmada y todavía descalza, al parecer con el único propósito de que la rescaten. Mixcóatl tiene su momento de guerrero jaguar prototípico, y Carlos, que hubiera sido un protagonista distintivo de no ser porque la corrección política pedía que el chico indígena brillara igual que el criollo, se pierde y ya. Bajo la fuerza bruta del hermano restante, Tahtsi, se adivina alguna personalidad. Con mucha fe.

Lo rescatable de la película son los héroes verdaderos del título, que tienen muy pocos minutos en pantalla (a la mayoría nos los echan, de a montón, en las escenas finales de la cinta y que están interpretados por actorazos con experiencia en doblaje y no “estrellitas”, como ocurre con algunos de los otros personajes: Jorge Lavat, una de las voces más bellas del medio, hace a un Hidalgo muy sereno y compasivo; Víctor Trujillo le queda maravilloso a la figura alta y musculosa en la que se transformó al gordito Morelos; Beto Vélez merecía un papel mucho más largo que el del traidor Arias... y así nos vamos.

Sospecho que a Héroes Verdaderos le pasó lo mismo que al pastel del cuento de Tolkien El Herrero de Wooton Mayor: el pastelero se desvivió planeando la decoración y cuando terminó se dio cuenta de que no tenía la más mínima idea de qué iría dentro del pastel. Y una vez éste quedó horneado, los múltiples huequitos de la masa tuvieron que rellenarse con clichés cada vez más molestos: que si el malo servil y chistosito, que si el inevitable romance, que si (en el caso de la animación) ciertos estudiados movimientos que le dejan a uno miles de deja vu de películas de Disney y series de anime; que si las canciones (de las canciones, EN SERIO, prefiero no hacer comentarios)... y todo ello, inyectado como con duya, se alcanza a desbordar y convierte a la trama en un caos que haría que la de Nikté pareciera coherente; y que, para rematar, resulta pesada para los niños (en la función a la que asistí me tocó estar a unos asientos de una pobre señorita de unos diez años que preguntaba a cada rato “¿ya se va a acabar?”). Y todo ello por el hecho que nuestros realizadores todavía no acaban de entender: lo más importante para fabricar una buena película es tener UN BUEN GUIÓN. Si el guión falla, igual pasará con lo demás.

La secuencia final (algo así como los highlights de la Independencia) sólo nos deja añorando lo que pudo haber sido de haber contado este proyecto con más tiempo (seguro), con más crítica y... ¿se me olvidaba algo? Con más tratamiento del guión. Porque presupuesto no creo que les haya faltado. Gracias a Dios el cine donde lo vimos tenía algún problema de sonido o algo así, porque del discurso patriotero del final, pronunciado por el mismo director, no alcancé a entender ni la mitad. O será que mis orejitas la estaban filtrando; a veces sucede.

En conclusión: Héroes Verdaderos es un proyecto muy bueno que nomás no cuajó en la práctica. Pero en todo caso, pueden guiarse por lo siguiente.

Recomendaciones: Para cualquiera interesado en la animación, o metido en el campo. Si abren los ojos, se puede aprender de los errores ajenos, y también de las virtudes. Para personas que apoyan al cine mexicano, porque la verdad es que sí hay que hacerlo (aquí nos tocó vivir).

Abstenerse: Si los clichés les producen urticaria, porque se van a llenar de ampollas. Si la historia mexicana no les interesa en lo más mínimo. Si tienen que llevar a sus hermanitos menores de diez años.

Si prefieren segundas opiniones de una persona que conoce de animación mucho más que una servidora, pueden leer la reseña de Nemo-H, que me acompañó a ver la película, aquí.

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