viernes, abril 30, 2010

Hermanos Green



Hace unos días, me encontré un ejemplar de la Gaceta, un periodiquito de la Universidad de Guadalajara que suelen regalar, entre otras partes, dentro del periódico Mural, los cines Lumiére locales y la librería del Fondo de Cultura Económica. Me llamaron la atención dos asuntos en portada: un artículo sobre la compra de ropa en mercados de pulgas (un pasatiempo favorito que le ha dado a mi ropero prendas de diseñador) y otro sobre la literatura infantil.

Éste último venía acompañado de dos columnas más, y tenía el tentador título de “Salvemos a los monstruos” y el subtítulo, no menos interesante: “Literatura: ¿infantil o infantilizada?”. Me entusiasmó ver que el autor del artículo era un viejo conocido, Víctor Pazarín, del que no había vuelto a saber en años, y de inmediato comencé a llenarme de ideas: “Sí, sí, por favor, que los monstruos sean monstruos. Que los vampiros dejen de ser metrosexuales, que los dragones sean feroces, que los hombres lobo den miedo”. Pero el artículo resultó una gran decepción; el autor no sale de que los cuentos de hadas originales eran tremendos y que Disney los ha hecho mucho más inofensivos; eso ya lo sabíamos. Y si uno se preguntaba qué tan bien informado estaría al respecto (y supongo que eso tampoco habla tan bien de la Gaceta), en el artículo se habla dale que dale de los hermanos Green (?).

Alguna vez, también por las fechas del día del niño, les comenté algo sobre que los chavitos de hoy se encontraban sobreprotegidos, y sigo pensando lo mismo. Por varios ángulos. Hasta por el lado de la ficción. La Semana Santa pasada me puse a releer un clásico que me había aventado por primera vez a los nueve o diez años: Corazón de Edmondo de Amicis. La verdad ya no me acordaba de lo crudo, dramático y difícil que es el condenado libro; yo misma me pregunté cómo era posible que mis papás me lo hubieran soltado (al Capitán le dieron el suyo a una edad similar, así que supongamos que era la costumbre), y momentos después se me ocurrió que probablemente los padres de ahora se horrorizarían si lo leyeran. Mucha de la literatura infantil de nuestros días se ha hecho facilona (para evitarle a los chicos el esfuerzo de pensar), o se ha purificado de sangre, miedo y consecuencias.

La costumbre se nos ha contagiado a los adultos también; el horror de Pazarín se enfoca, en su artículo, a los cuentos clásicos. Lo cito textual: “A riesgo de yo mismo parecer moralista, se podría decir que los clásicos infantiles nos han acostumbrado (a) mirar el dolor ajeno y nos han “ayudado” a mirar casis sin sentir lo que le acontece a los otros. Quizás esas historias fueron confeccionadas por la tradición para infundir el temor necesario para que los niños se comporten bien y sepan que hay un extremo límite al cual cada uno podemos llegar”.

¿Mirar el dolor ajeno sin sentir nada? ¿Educar con base en el temor? Me temo que el señor pierde un poco el tino, y a lo mejor podemos echarle la culpa a Disney, a quien Pazarín no ataca con las armas adecuadas (ni siquiera de frente, pues).

Cuando menciona el triste, muy triste cuento de La vendedora de cerillos, lo pone como un ejemplo de pobreza extrema y desdicha; la luz del cerillito no representa, como dice, la “esperanza de sobrevivir” que la pobre niña tiene en medio del frío. En todo caso, no más allá del primer cerillo, donde ella se da cuenta de que esa cajita que trae le permite ver cosas maravillosas. La última es su abuelita ya fallecida, y ella se gasta todos los cerillos para que no desaparezca como todas sus otras visiones. “¡Llévame contigo, abuelita!”, le pide, y su deseo se cumple. Al final del cuento, copio del artículo: ‘¡Quiso calentarse!’, dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo”. Nadie lo supo; ni siquiera Pazarín.

No sé de cuándo acá, sobre todo en la literatura infantil y juvenil, la muerte se ha convertido en tragedia vacía. Ya me estaba empezando a oler mal el asunto cuando Disney hizo su ridícula adaptación del mito de Hércules y pusieron de villano al dios del inframundo, Hades. ¡Ay, Hades, el más decente de los dioses mayores del Olimpo, el que nunca le puso los cuernos a su mujer, el que no se metía donde no lo llamaban! Curioso que en la reciente porquería de remake de Furia de Titanes se repitió el asunto, y algo se hizo en Percy Jackson (si hay tiempo después platicaremos de esto).

“Quizás nuestros prejuicios y miedos nacieron al escuchar las historias de Andersen, los Green (sic) y Perrault”, concluye Pazarín. No, respondería Chesterton; nuestros prejuicios y miedos ya estaban ahí, pero la función de los cuentos de hadas es precisamente darnos armas para enfrentarlos.

Por favor regálenme sus comentarios y opiniones al respecto. Para descargar el artículo de la Gaceta (y de paso leer los equívocos que otro autor, Cristian Zermeño, se avienta sobre Jonathan Swift), hagan click aquí.

Feliz día del niño. Por cierto, ¿alguien sabe quiénes son los hermanos Green?

miércoles, abril 28, 2010

Reseña de videojuego: Dissidia: Final Fantasy

Comencé a redactar esta reseña el año pasado, poco después de que este juego saliera a la venta. No he podido terminarla sino hasta ahora; qué mal. De todas maneras es buen momento; si este juego no les había llamado la atención y se les antoja, aprovechen ahora que ha bajado de precio.



Dissidia: Final Fantasy

Productor: Square Enix
Consola: PSP

Lo bueno: Los personajes, la música, los gráficos. Tiene múltiples variedades de juego. Es adictivo y emocionante.

Lo malo: La cámara automática no ayuda nada al juego. La historia pudo haberse hecho más profunda, y sin mayor dificultad.

Calificación: ****

Cuando en el evento Square Enix Party 2007 se develaron las primeras imágenes y videos del título Dissidia, la verdad es que una servidora ni siquiera se entusiasmó. Primero, porque entonces no tenía PSP (y ni ganas ni planes de adquirirlo). Y segundo, porque el asunto no me parecía sino otro intento flojo de Square Enix de explotar una franquicia ya medio quemada, pero todavía segura (gracias a un montón de obsesos que comprarían... ejem, compraríamos, cualquier tontería con el letrero de Final Fantasy en la portada).

Ahora bien, con respecto a lo primero, pues tenía que salir el Crisis Core... Y sobre lo segundo, me alegra haberme equivocado, al menos en parte. Porque si bien detrás de Dissidia tiene que haber montón de perversos con signos de dólares en las pupilas, lo que uno halla en el fondo es un trabajo de verdadero cariño (tanto a la saga como a la caterva de fanáticos obsesos); tanto así que sorprende el riesgo que se tomó la empresa con algunas características del juego. ¿Los resultados? Vamos a ver.

El argumento de Dissidia no es nada del otro mundo, y de hecho suena de flojera: resulta que la diosa de la armonía, Cosmos, y el dios del desorden, Caos, han estado en conflicto por los siglos de los siglos, y en lo que parece ser su batalla final, han convocado cada uno a diez guerreros de diferentes universos (los de Final Fantasy, por supuesto). Los villanos hacen picadillo a los buenos, y éstos terminan dispersos y sin la menor idea de qué hacer a continuación. Una debilitada Cosmos les pide que encuentren ciertos cristales que les darán esperanza y ayudarán a rescatar a ese mundo, y los diez guerreros del orden se ponen en marcha. Los villanos, por su parte, tampoco se van a estar quietos. Y es aquí donde comienza lo que nadie se espera: después de un inicio tan flojo y cliché, la trama se va complicando en lo que miembros de uno y otro bando luchan y escapan, buscan razones para seguir, juegan sus propias cartas, discuten cuestiones personales, o se rebelan contra el destino que les ha sido impuesto.

Lo más interesante del asunto es que éste no es ningún RPG; es un juego de peleas, y ya. Pero tanto su intento de narración como su mecánica lo llegan a emparentar con los RPG y lo vuelven más complejo (ojo, no más difícil) que cualquier fighter. Tanto así que una servidora llegó a acumular NOVENTA Y DOS horas de juego... y espera seguir (a ratitos, conste; de hecho el juego lo penaliza a uno si se engancha demasiado).


Dissidia tiene diferentes modos de juego que le proporciona una flexibilidad estupenda: está el de aventura, llamado Destiny Odyssey, en el que uno controla a un solo personaje y sigue su historia (todas son diferentes pero se intercalan unas con otras, y al final confluyen); después de esto todavía falta un único camino que recorrer hacia el final-final, y uno tiene que elegir con quién hacerlo (conviene, eso sí, terminar con todos los personajes). Y aun después del final, todavía siguen las cosas... y, si bien en menor medida, le toca el turno a los villanos. También está un modo de Coliseo, en el que uno lucha contra una serie de rivales y tiene que escoger ciertas recompensas, y uno de Arcade, que funciona CASI como de pelea normal.

Nuestros personajes, como en cualquier RPG, ganan puntos y dinero, aumentan de nivel y se pueden equipar con diferentes armas y armadura (algunas se compran, otras las tiene que forjar uno mismo). Los puntos que uno gana se pueden intercambiar por nuevos atuendos para los personajes, por videos de la historia y por música (hay un momento, de hecho, en el que las largas secuencias animadas se pueden contemplar una tras otra, en un orden cronológico que tal vez no alcanzamos a definir durante el juego; ahí está, tenemos una película). Una de las primeras recompensas es un par de personajes sorpresa para añadir a las opciones.

Ahora, donde el asunto resulta más sencillo es los controles. Se nota que Dissidia está hecho para quienes no estamos acostumbrados a los fighters; no hay giros raros que ejecutar, ni combinaciones de botones, vueltas o lo que caiga. Nuestros personajes sólo tienen dos tipos de ataque: los Bravery Attack o BRV, que son más rápidos y proveen cierta defensa pero que no bajan puntos de vida al oponente, y los HP Attack, o HP, que sí lo hacen y de hecho determinan la cantidad de puntos que perderá el oponente. Uno podría comenzar por preguntarse para qué sirven entonces los BRV, y aquí va la respuesta: cada BRV sube el nivel del siguiente HP que puede conectar uno; al mismo tiempo, hacen que baje el nivel de los ataques HP del oponente, y eso significa, primero, que es posible terminar la pelea de un solo golpe, y, segundo, que cuando le peguen a uno el daño será menor, o incluso nulo (no importa que le lancen a uno poderes especiales, que también los hay).

Las peleas son en escenarios amplios, en tercera dimensión, y uno puede hacer uso de ellos: ocultarse en columnas o derribarlas, estrellar al rival contra una pared o hacerlo caer al vacío... hay de todo. Todo esto, y la forma en la que podemos programar ciertas reacciones automáticas y movimientos de los personajes, le da al juego otro toque: el de estrategia.


Por cierto, para quienes no quieran meterse con complicaciones, existe también un modo de pelea por turnos, donde uno se toma su tiempo (aunque no mucho) para ordenarle al personaje qué hacer. Pero eso pierde el interés ya que uno ha aprendido a utilizar los controles.

El que los ataques se realicen con los mismos botones no significa, en modo alguno, que los personajes hagan los mismos movimientos; cada tiene su propio estilo de pelea que va completamente de acuerdo con su personalidad y oficio (esto tiene mucho más sentido si uno es fan de la serie). Así, por ejemplo, Bartz de FF V es un bailarín, Tidus de FF X un acróbata, Zidane de FF IX pelea en el aire, el Guerrero de la Luz de FF I tiene que mantener los pies en el suelo; Sephiroth de FF VII atacará de frente, Kefka de FF VI lo hará a traición, el Emperador de FF II podrá hacer uso de múltiples trampas para evitar confrontaciones directas. Resulta muy entretenido, y nada frustrante, ponerse a aprender a manejar cada personaje.

Sobre la música del juego... bueno, no hay mucho de nuevo que no haya aparecido antes en la serie de Final Fantasy, pero ese no mucho (de Takeharu Ishimoto) es bastante, bastante bueno. Los nuevos arreglos de viejas canciones de Nobuo Uematsu son una delicia para escuchar; si son fans y no quieren el juego, les recomiendo que al menos consigan el soundtrack.

Ya para terminar, ¿qué hay que decir del doblaje? Sólo puedo, como es natural, pasarles mis impresiones de lo que se hizo en inglés. Hay un poco de todo; actuaciones buenas y no tan buenas, pero prefiero centrarme en estas últimas: Gerald C. Rivers está grandioso como Exdeath, el villano de FF V; Aaron Spann, un chico menor de veinte, está perfecto como el Onion Knight de FF III; Johnny Yong Bosch como Firion de FF II me gustó tanto que no me creí que la última vez que supe de él andaba de Power Ranger; Bartz y Zidane le quedaron muy bien a sus respectivos Jason Spisak y Bryce Papenbrook; quienes repiten papel (Steve Burton como Cloud de FF VII, Yuri Lowenthal como Cecil y Peter Beckman como Golbez, ambos de FF IV, James Arnold Taylor como Tidus) hacen lo suyo, aunque a algunos (George Newbern como Sephiroth) ya se les oye un poquito cansados. Al único que hubiera mandado a volar es a Rodger Parsons, que hace la narración del juego y le pone el mismo sentimiento que una caja de zapatos.

¿Únicos puntos débiles del juego? La maldita cámara automática. También, que uno se queda con ganas de más, sobre todo en lo que respecta a la historia, y sobre todo si le tiene cariño a la serie. Si hubiera una segunda parte donde fuera posible manejar más personajes, me lanzaría de cabeza a ella sin pensármelo dos veces.

Casi se me olvida: sí, es posible armar peleas en línea, pero no las he podido probar (no me he puesto de acuerdo con nadie que tenga el juego y sea tan clavado como yo).

Aquí hay un video, de GameTrailers, donde se puede ver una muestra de las secuencias de lucha. La canción de fondo es el tema del juego, The Messenger, interpretado y coescrito por Your Favorite Enemies.

Y aquí está el impresionante intro del juego (el video está invertido).

Recomendaciones: Va a sonar repetitivo: para fans de Final Fantasy, de preferencia los más antiguos; si han pasado por TODA la serie o, como una servidora, tienen veinte años siguiéndola, este título no los va a decepcionar; se va a sentir, como alguna vez le mencioné a mi amigo Sora, como una reunión muy agitada de viejos amigos. Para fans de juegos de pelea que quieren probar algo nuevo; por si las dudas y en comparación con otros fighters, reduzcan la calificación de cuatro estrellas a tres.

Abstenerse: Si no conocen Final Fantasy ni siquiera de oídas; no vale la pena comprarse el juego sólo porque se ve bonito.

sábado, abril 24, 2010

Ever on and on (carta abierta)



Estimado abuelo:

Una noche, hace exactamente veintitrés años (el día de San Jorge; el día del libro, aunque ninguno de los dos hechos tenía sentido para mí entonces) estaba escribiéndole una carta, igual que la que le escribo ahora. Bueno, igual no porque no se trataba de una abierta (si la hubiera leído alguien más me muero) sino un parrafito pseudopoético en mi diario; y porque entonces lo llamaba a usted de otra manera y no “abuelo”, como en sueños me recomendó hace algún tiempecito (y fue un consuelo hallar que Poul Anderson tenía la misma idea). Como sea, ésta es la segunda carta que le escribo; no tengo idea si llegó a recibir la primera, porque no se nada de correspondencias sobrenaturales; ni, de haberla recibido, cuál haya sido su reacción. ¿Le pareció divertida, tierna? ¿Tal vez un poco pedante? ¿Muy infantil? Bueno, como sea, no le escribe ahora una mocosilla, sino una mujer mayor, algo traqueteada por los golpes de la vida, por lo pronto muy, muy cansada, falta de sueño y de sueños, y con menos de un cuarto del tiempo con el que contaba antes para fantasear.

En la carta aquella le suplicaba, más o menos a la manera de la Letanía de Don Quijote de Rubén Darío (¿no se me habrá espantado usted con la blasfemia?) que me trazara un camino a seguir, más o menos claro, algo que me permitiera “volver a casa” como el prisionero ése que menciona en su conferencia de los cuentos de hadas.


Creí tener respuesta; de hecho las primeras zancadas no representaron más dificultad que los pasos de todos los días. Comencé por inventarme un alfabeto secreto para que los maestros creyeran que los mensajitos que les dejaba en los márgenes de trabajos y exámenes (“es usted un salvaje, maestro Fulano”) eran sólo garabatos. Luego rescaté las historias que me inventaba de chica para divertir a mis amigas de la primaria, y traté de unificarlas bajo cierto firmamento, sobre cierta geografía. Más tarde me inscribí a la Escuela de Lingüística de la Autónoma de Guadalajara. Cuando estudiante, me conseguí un grupo de amigos con quienes esperaba enriquecer y compartir el proceso creativo. Antes de cumplir veinticuatro, conseguí la cátedra de literatura en lengua inglesa en mi propia universidad.

Pero ahora, si vuelvo la cara, ¡cuántos caminos me arrepiento de haber tomado! ¡Cuántos de lo contrario! ¡Cuántos que fueron tan difíciles y de todas maneras no llevaron a ninguna parte!

No me va a creer, abuelo, que ahora estoy comenzando a dudar de montones de cosas en las que siempre había creído. No de Jesucristo Nuestro Señor, porque cualquier pregunta que tuviera sobre Él ya se me respondió hace tiempo y de manera definitiva. Pero ahora ya no creo en el trabajo duro y constante, ni en los beneficios que trae el conocimiento, ni en la riqueza de la experiencia; pienso más bien que el trabajo duro no sirve de nada si uno no se ha dedicado a lamer las botas adecuadas, que el conocimiento trae desdicha porque sólo lo hace a uno consciente de su propia ignorancia, y que la experiencia no causa ninguna impresión si no se combina con orgullo y menosprecio hacia el resto de la humanidad. Y, Dios me perdone, estoy comenzando a dudar de la decencia, aquella coherencia triple entre lo que se hace, lo que se dice y lo que se piensa, porque los triángulos nunca fueron buenas bases para superficies planas, y la gente (plana, de hecho) que tiene poder sobre un individuo lo aplasta a menos que el equilátero perfecto se vuelva un tanto escaleno. He llegado a pensar (y la saliva que paso me sabe amarga) que de nada sirve educar y educarse sobre ideales para un mundo ideal, porque éste donde vivimos no lo es.

Desperdicio tanta agua en esas cuestiones, que se me olvida que tengo que regar cierta plantita; un árbol como el que Niggle el pintor deseaba terminar (aunque en mi caso es más bien un arbusto de pingüica tamaño bonsai) y que amenaza con secarse por el descuido. Se me olvida el montón de bichos que han hecho ahí su hogar; hijos míos en su mayoría, algún que otro adoptado, casi todos con una historia y muchas ganas de vivir. Es cuando me vuelvo al arbolito cuando de pronto me entra un golpe de energía: para cocinar, para arreglar un cajón, para preparar mis clases. Pero una vez que termino con la tarea “necesaria” me doy cuenta de que el espíritu bonsaísta se ha desvanecido, y me pregunto cómo fue que alguna vez conseguí que retoñara el hierbarajo ése.

Es por eso, abuelo, que esta noche sólo quisiera preguntarle algo: usted que sabe lo que es cuidar a una familia, lo que es pasar dificultades por negarse a adorar a la hidra, lo que es que le digan a uno que su trabajo no sirve para nada; ¿pasó alguna vez por estos momentos de desazón? ¿En los que creía que iba a sacrificar para siempre lo que estaba más cerca de su corazón a lo que era estrictamente necesario? Casi creo que la respuesta es sí; cualquiera que lea el cuento del pintor puede adivinarlo. ¿Cómo fue, entonces, que más adelante reescribiera “The road goes ever on and on” y blah blah blah... tantas versiones de que hay que seguir, seguir? Está bien, querido abuelo, si me quedo con la duda. A diferencia de las otras que arrastro, ésta sí es una que calienta el alma, que la sacude un poco. Si todo se basara en certezas, ¿qué mérito tendría la fe?

Gracias como siempre, abuelo, por todo. Aunque en los últimos días no he hecho sino rumiar mis dificultades, poquitísimas comparadas con las que usted pasó alguna vez, ya sabe que muy en el fondo de mi corazón sigo guardando esperanza; la energía dura poco, pero la esperanza es recargable (perdón si a veces me expreso en términos extraños). Deséeme vida suficiente, y a mis seres queridos (la vida se está volviendo tan frágil aquí en mi país) para continuar, y ver alguna vez aunque sea un par de hojas de mi árbol; cada rama lleva madera de usted.

Un abrazo cariñoso,

A.

jueves, abril 22, 2010

Supervivencia



Pues he roto mi propio record... ¡más de un mes sin actualizar! Y al menos esta vez, no tengo excusa, porque tampoco tiene excusa cierto cansancio extraño que me está llegando sobre todo después de las tres de la tarde, prácticamenta a diario. Ya llevo meses con él, pero ahora se me está juntando con la dificultad de dormir.

La locura en la casa de ustedes no ha cambiado, salvo dos que tres detallitos. El trabajo no ha estado más intenso que antes, no he visto más películas que lo normal, no he terminado un solo libro, no he comenzado ningún videojuego (ni siquiera la tanda de Suikoden que había planeado para el año). Lo peor, tampoco me he puesto a escribir, como no sea en el famoso libro de cuentas (mi último trabajo por encargo me costó el doble de esfuerzo que de ordinario). Mi gatito C. terminó de destruír el encuadernado de mi block de borradores para el blog; en fin, ya estaba lleno y en él no había sino artículos a medias. Lo último que puse fue lo de San Patricio, y poco antes que ello lo del 14 de febrero... el día mundial de leer a Tolkien (25 de marzo) me halló sin ninguna inspiración y sin tiempo. Pero como viene otro día especial que no quisiera dejar pasar sin poner algo (23 de abril) estoy intentando esta especie de puesta al corriente.

Me he dado cuenta de algo muy raro desde hace algunos meses. Como que cuando me pongo a pedirle a Dios una vida más fácil, me responde con alguna pequeña dificultad extra. ¿Recuerdan que me quejaba de invertir tiempo extra en preparar comida especial para mi gatito H.C. que estaba enfermo? Bueno, el michito ya casi se alimenta de forma normal; poco a poco le he vuelto a dar su comida de siempre. Pero hace unas tres semanas le diagnosticaron diabetes a mi Capitán, y eso no sólo significa otro motivo de preocupación constante (y permanente, estamos conscientes de eso) sino todavía MÁS minutos extra en la cocina, en la planeación del menú, en la compra de ciertos ingredientes. Creo que ya estoy aprendiendo la lección, y no me atrevería a juguetear con la idea de hacerle psicología inversa al Señor; como dijo Kirk Douglas, me parece, Dios siempre escucha pero a veces la respuesta es “no”. Y sus razones tendrá, aunque a veces cueste trabajo dar con ellas. Una ventaja de la situación es que ahora el Capi me está tomando más en serio eso de la comida sana y blah blah blah. Me hubiera gustado más (pero no le digan al Señor, porque capaz que me juega alguna otra broma pesada) que comiéramos comida sana con la confianza de que el día que se nos diera la gana pudiéramos devorarnos un pastel de chocolate o una gigantesca pizza, pero ya qué remedio. Hay que arreglárselas con lo que uno tiene. ¿Saben lo que significa eso? En efecto: resistir. Esa vieja filosofía de la supuestamente me pensaba deshacer este año: resistir.

Como el tigre en "Obra Maestra" un poemita en prosa de Ramón López Velarde, coterráneo (pueden leerlo aquí en el blog de Karla Cuál es el cuál) una servidora ha dado vueltas en círculo, sin avanzar, aunque siento como un retroceso el que la jaula ahora se haya vuelto un tanto más pequeña e incómoda. Leí ese texto cuando tenía unos quince o diecisés, pero no creo haberlo comprendido sino hasta ahora, cuando miro hacia el tiempo transcurrido y me doy cuenta que la vida me está solicitando algunas decisiones definitivas, sobre todo en el tema principal de “Obra Maestra”: la maternidad de humanos, y la concientización de lo que puede significar romper los barrotes de una buena vez; me pongo más en el lugar del macho que de la rayada hembra (tenemos unas tan bonitas y sensatas en el Zoológico de Guadalajara), porque nunca me sentí con suficiente valor para decir “he aquí la esclava”. El macho se puede devanar los sesos y lamerse la sangre, mientras que la hembra espera a que él tome la decisión. Perdón, pero me niego. Las hembras (aún las sensatas del zoológico, que, cuánta risa nos dio verlo, calman con cariño al marido hambriento) caminan en círculos si están enjauladas; no se van ni se quedan: resisten.

Algunas veces, cuando las cosas se han puesto todavía duras (dificultades económicas, enfermedades, sufrimientos propios y de los seres que uno ama), casi casi se me vienen a la mente unas palabras muy duras que le oí pronunciar a un joven amiguito ficticio en otro momento de desesperación: “De verdad que Dios debe odiarnos”. Pero no me cuesta trabajo barrerlas antes de que se lleguen a pronunciar. En especial cuando me encuentro acariciando a uno de mis gatitos y me río sólo por el hecho de que su pelo contra mis mejillas está tan suavecito; o cuando en casa de mis papás disfruto la pura proximidad de mi familia, en la paz de una mañana fresca; o cuando mi brazo roza el del Capitán en una librería, y él no se da cuenta del estremecimiento que eso me ha provocado. ¿Que si me hace falta algo más que eso? Sí. ¿Que lo cambiaría por lo que ahora tengo? No. Vaya problema. A cambio de lo que tengo, debo resistir.

En esas ocasiones me acuerdo también del final de la famosa carta del jefe Seattle (¿en realidad la habrá escrito él?): “Se ha terminado la vida. Ahora empieza la supervivencia”. ¿Habrá pensado el jefe Seattle si alguna vez la vida pudiera comenzar de nuevo? ¿Que el hombre blanco compusiera sus errores, dejara de matar búfalos y de fraccionar montañas, de colgar alambres de todos lados y de adorar más al caballo de hierro que al de carne y hueso? Es un mundo grande, éste. Y entre legiones de asesinos de búfalos, telarañas de alambres (e inalambres, que la tecnología ha avanzado mucho) y adoradores del caballo de hierro, yo espero que la vida regrese aunque sea en el pedacito que me toca.

Tal vez Dios no siempre nos da lo que queremos, pero no tengo ninguna duda que lo que recibimos es lo mejor de alguna manera. Tal vez simplemente no es hora de salir de la jaula todavía, pero el salto de tigre que demos cuando estallen los barrotes sea mucho más alto de lo que imaginemos (¿y alguien ha pensado en la caída? Ah, los tigres tienen patas acolchonaditas, como los gatos). Ni a irse, ni a quedarse: a resistir. Pero en todo caso jamás dejar de roer la jaula, aunque los colmillos duelan y se desgasten, y se llenen de virutas las encías.

Gracias por seguir conmigo, y esperen cosas interesantes en las semanas por venir.
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