sábado, octubre 31, 2009

Antisocial

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“There's no art to find the mind's
construction in the face”.


El rey Duncan, en Macbeth, de Shakespeare

Por fin, tras varios domingos de intenso cavilar, el pasado me decidí a ingresar a cierta red social por internet. Paso saliva. ¿Qué tiene que hacer una declarada antisocial (así es, una servidora) metida en Facebook? No crean que no me lo pregunté una, tres, puede que diez veces durante sendos fines de semana. Los primeros días fueron un infierno: ya lanzada al ruedo de lleno, me echaba a temblar cuando pensaba en el asunto. Estuve muy cerca de un ataque de pánico (va en serio, hiperventilación y náuseas incluídos) cuando, la tarde del lunes siguiente, abrí mi correo electrónico y encontré poco más de veinte mensajes relacionados con Facebook. Y por alguna razón me sentí mal cuando, entre más y más personas conocidas iban apareciendo en el sitio, más crecían mis deseos de seguir buscando, buscando. Gente que no he visto hace mucho tiempo; gente que por alguna razón dejé de ver; que se marchó cuando me quedé esperando, que se quedó cuando me tocó huír.

Como les contaba, soy antisocial. Eso, en mi muy particular caso, significa más o menos lo siguiente: tengo problemas para hablar en público (¿no es ésa una desdichadísima confesión para alguien que se dedica a dar clases?), me siento relativamente incómoda entre muchas gente que no conozco, y con todo que amo a las personas, las amo mucho y las amo más cuanto más las conozco, en los últimos cinco años he pescado la horrible costumbre de dejar de frecuentarlas, y hasta de esfumármeles a veces. Me retraigo de tal manera que hasta mis viejos amigos imaginarios tienen que pasar las de Caín para dar conmigo (esto también va en serio; más de lo mismo después).

Todo esto, salvo en contadas ocasiones, no significa que mi amor haya disminuído, aunque, me consta, el cansancio, las prisas y la tristeza son grandes asesinos de amor. Y éste, como buen niño pequeñito eterno, que no es otra cosa, consume cantidades enormes de tiempo, un alimento básico que deberíamos tener a manos llenas ahora con la tecnología moderna pero que, al contrario, pareciera escasear más según se inventan aparatos para hacernos la vida más tranquila.


Gracias al progreso del mundo, ahora trabajo más, gano menos y gasto igual (sí, la muy tarada); dedico tiempo extra a arreglarme las uñitas (los padrastros duelen más cuando la ropa no le queda bien a uno, y no me pregunten cuál es la relación que yo tampoco la entiendo) y paso horas inventando toda clase de remiendos ingeniosos para un viejo saco de arpillera que contiene los pocos sueños que todavía me quedan, y que de vez en vez confundo con el que guarda mi economía, porque ambos están igual de agujerados.

Así que ya se imaginarán que mi primera reacción a las redes sociales (puras asomadas de nariz al espacio del Capitán) fue verlas como otro ladrón de tiempo. Ahora que me siento un poco más tranquila estoy cayendo en la cuenta de que esta cosa del Facebook sirve de hecho para facilitar el contacto humano; no lo sustituye, como se suele creer; detrás de letras en pantallita hay personas también. Y si esas personas están demasiado ocupadas, demasiado lejos o demasiado tristes, pueden dejar algún mensajito y enterarse, como antes no podíamos hacerlo, de que no están solos.

Como todo, las redes sociales tienen sus desventajas; la mayor, cree una servidora, sin duda es el exceso de exposición; uno debe estar consciente de que el mundo lo puede estar observando y un corazón demasiado abierto puede dejar entrar infecciones. Por lo mismo, no hay nada todavía que asegure que el ciento por ciento de los pobladores de una red social son sinceros o bienintencionados; la “serpiente bajo la flor” (y dale, otra vez Macbeth) ya existía desde mucho antes que fuera posible esconderse en internet, y espero que estemos conscientes de que “False face must hide what the false heart doth know” (la última cita, prometido). En otras palabras, la prudencia por delante. ¡Ojalá que las redes sociales propicien más encuentros que desencuentros, más paz que conflictos!

Añadido en edición: ¿A que está fenomenal esta rola...?

viernes, octubre 23, 2009

Louise Cooper

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Al centro, la autora Louise Cooper, hace menos de cinco meses. A la izquierda, su gatito S. que queda huérfano de mami. Derecha, la última novela de su serie Índigo, que tiene un nombre bonito y estaba recién salida del horno cuando visité Inglaterra por primera vez.

Yo no sé qué rayos le está pasando a los últimos dos años que han estado llenos de pérdidas. Ayer me enteré, por la lista de correos de la Sociedad Tolkiendili de México, del fallecimiento de una de mis autoras favoritas, Louise Cooper, el pasado 20 de octubre a causa de un aneurisma cerebral. Tenía apenas 57 años, y fue la autora de muchas novelas y novelitas de fantasía (yo la verdad no he llegado a leer más de 20) y cuentos (cada vez que salía uno en alguna revista me la compraba). Le gustaban las series, y fue nada más por eso porque David Pringle no incluyó ninguna de sus obras en su libro de Literatura Fantástica: Las 100 mejores novelas (ah, y porque curiosamente ese libro parece dedicado a las obras de terror). Le encantaban los gatos y los caballos.

Louise Cooper tenía un estilo al mismo tiempo sencillo y elegante, y a base de descripciones que no se sentían como tales era capaz de transportar a sus lectores a la maravilla de sus mundos creados como en almohadón de plumas. De ella una servidora intentó aprender el truco de los argumentos menos obvios; lo que más me gustaba de sus novelas era que lo llevaban a uno de la manita por cierto camino, y después le soltaban una bofetada: la auténtica trama NO iba por ahí. El asunto iba más allá de un giro de la historia: uno podía regresar sobre lo leído, y darse cuenta de que la autora desde un principio había trazado la trama verdadera de su historia pero uno, por distracción o por prejuicios, la había pasado por alto. Ella aprovechaba la inteligencia de los lectores, y quería ponerlos a deducir.

En la ilustración del capítulo cinco de la serie Vente años que les pasé aquí, pueden ver, en la esquina superior izquierda, un fragmentito de la portada del primer libro de mi serie favorita de Louise Cooper, El Señor del Tiempo. Si viven en México, pueden ir a las Librerías Gandhi y todavía conseguir esta serie, que llevaron ahí junto con una pila de descatalogados de la editorial Planeta; tres volúmenes a menos de cuatro dólares norteamericanos cada uno; valen mucho la pena.

Me gustaría, si me dan un poquito de tiempo, montar una semana de homenaje a la señora Cooper con reseñas de sus libros; si todo sale bien lo haré para la próxima semana o la siguiente. Para conocer un poco más de la autora, pueden visitar su sitio oficial, que ella misma administraba, y donde mantenía un contacto personalísimo y muy dulce con sus fans.

domingo, octubre 18, 2009

Un poco con amor, un poco con verdad (carta abierta)

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T. y yo hace un par de años, junto a la casa de mis papás. A las flores que aparecen como marco de la fotografía las conocen en todo el mundo como Cosmos; me las encontré, cultivadas, en el parque del Arzobispo en Dublín, pero crecen silvestres en la tierra nativa de mi mamá, donde, por cierto, se llaman mirasoles.


Mi chaparrito:

No tienes idea de lo que me está costando poner todo esto en palabras. Principalmente, creo yo, porque tú y yo jamás cruzamos palabra; yo era la que los pronunciaba a la hora de mimarte o regañarte. En fin, espero que ahora los secretos del habla humana se te hayan revelado y puedas entender esto, donde quiera que estés, y que no te moleste que lo esté haciendo más bien a manera de desahogo, y en público. Me haces mucha falta y me sigue doliendo tu ausencia, pero quiero recordarme todo lo que tengo por agradecer a Dios que te envió conmigo. Y de paso contarte dos que tres cosas que a lo mejor no sabes.

Fíjate que todo comenzó cuando yo era preadolescente y más irresponsable, y conocí a tu mamá en una feria. Era jovencita y salvaje, pero me encantó que fuera conmigo cuando la llamé. Su dueño era un señor muy bueno, amigo de mi papá, y me dijo que no podría vendérmela, pero que cuando tuviera bebés me regalaría uno. Yo pensé que lo hacía por cortesía. Pasó el tiempo, y un día me llamó para avisarme que ya estabas en la panza de tu mami y que te llevarían a nacer a la casa de mi abuelita. Comencé a dar brincos de puro gusto. Yo no sabía si ibas a ser niño o niña, pero igual te empecé a querer. Como tosco agradecimiento, le hice al dueño de tu mamá un dibujo, bastante feo por cierto, de un unicornio con una mariposita en la nariz. Pensaba en ti como mi unicornio particular.

¿Te acuerdas la primera vez que nos vimos? Tenías semanas de edad, estabas arqueado, flaco, y sólo querías estar junto a tu mami. No me dejaste acercarme lo suficiente, pero logré estirar el brazo y acariciarte el lomo. ¡Eras tan pequeñito, pero tus patas se veían tan largas! Y eras chico. Patitas tiesas, lomo arqueado... te ibas a llamar T. porque dabas la impresión de letra tolkieniana. Supuestamente ibas a medir como dos metros de altura y tener el pelo rojo con crin y cola blancas. Pero te quedaste bajito (tu dueña de metro y medio no iba a protestar al respecto) y amarillo. Igual, estabas hermoso. Y, sobre todo, eras mío.

¿Qué tal la primera vez que te echaron un lazo? Te espantaste tanto que te pusiste a brincar como venadito. Después que dejaste de saltar, el señor que te había capturado comenzó a darte latigazos en la cara, para quebrar tu voluntad. ¿Recuerdas que corrí a defenderte? Me acerqué como pude, te puse la mano en el hociquito y te hablé suave hasta que te tranquilizaste. No estaba segura de que fuera a funcionar. Me dijeron más adelante que desde ahí comencé a echarte a perder, pues nunca toleraste bien los golpes. No me importó la gran cosa. Lo único que quería era que nadie volviera a pegarte.

¿Te molestó cuando te pusieron la silla y el freno? Yo estaba consciente de que así sería y estaba tratando de hacértelo fácil: el bozal más blando, el suadero más esponjoso... Cuando salté a tu lomo por primera vez, aunque no quería que nadie se diera cuenta, estaba muerta de pánico. ¿Qué pasaría si me fueras a rechazar? No era la caída lo que me daba más miedo, sino la posible humillación, el creer que todo estuviera bajo control y equivocarme. Pero sólo diste un respinguito. Se suponía que yo tenía que mostrarte quién mandaba. Acabé convenciéndote de que te quería y que por eso teníamos que trabajar en equipo. Pero igual se me pasó la mano. Contigo las espuelas estaban fuera de toda consideración y la fusta servía para espantarte las moscas.

Nunca aprendiste a seguirme sin cabestro, que era lo que yo quería (me gusta que los caballos me sigan); insistías en caminar junto a mí, lado a lado, como si fuéramos una pareja de novios, y querías que me recargara en tu cuello. Pero poco a poco conseguí enseñarte a caminar de lado, para estacionarte junto a piedras altas, cercas y vehículos, para facilitarme la subida y la bajada.

Qué cómico, cuando te mudaste al campo. Llegaste con tus modales citadinos: dormir en cama de paja, comer estrictamente de recipientes, jamás de los jamases (y esto no lo superaste) meter las pezuñas en el lodo. Pero te adaptaste rápido y pronto hiciste amigos. Yo quería que estuvieras con ellos mucho tiempo, para que no me extrañaras cuando estuviera lejos (lo que ocurriría con frecuencia pues igual mi vida estaba hecha en la ciudad y no en el campo), pero un día que preferiste andar con tus amigos y no conmigo, me enfadé muchísimo. Eras joven y juguetón, y no siempre me tomabas en serio.

¿Te gustaba cuando te llevaba a comer sorgo al viejo corral del mezquite? Ese lugar ya no existe; se fraccionó y vendió, pero como si fuera ayer me acuerdo que te veía, tragando como loco en la hierba alta, mientras yo segaba y segaba el forraje. El sol que me daba en toda la cara (oh, mis odiosas pecas). Y tú con el pelo brilloso, como espejo.

¿Y la vez que nos perdimos? Buscábamos el camino por detrás del cerro al rancho del nogal; habíamos ido para allá una vez, pero ya sabes que mi sentido de la orientación jamás funcionó. Nos dieron las diez de la noche a campo traviesa y sin saber para dónde dirigirnos. Finalmente, con la cola entre las patas (literal, en tu caso) tuvimos que buscar la carretera para retornar al pueblo de mi mamá. Qué miedo, con todos los automóviles que pasaban junto a nosotros y nos echaban la luz de los faros. Debimos haberles parecido fantasmas. Y cuando por fin conseguimos entrar por un callejón oscuro, unos chiquillos te arrojaron piedras para que te asustaras. Tú nada más te sacudiste, pero conservaste la serenidad. Cuando una de las piedras me dio en el muslo, hice lo propio. Quería estar a tu altura.

¿Y aquel día que pasamos más de doce horas juntos? Teníamos que ayudarle a mi papá y a otros vaqueros en el trabajo: había que mover varios rebaños de cerro en cerro, a diferentes potreros. Cuando alcanzamos la cima del sitio aislado que se llama la montosa, mi papá nos dijo que esperáramos, porque los animales andaban en terreno escarpado y tú para variar no traías herraduras. Podíamos descansar, siempre y cuando estuviéramos al pendiente de que las vacas, al llegar en tropel, no se alejaran; como mi papá se estaba tardando, me bajé de tu lomo, te quité el freno y mientras tú te dedicabas a tu pasatiempo favorito de mordisquear el pasto me puse a recoger frutos de roble y juguetear con las piedras.

Había tanto silencio... sólo el viento entre las copas de los árboles. Como música. Me puse a platicar contigo, como siempre que nos quedábamos a solas. Probablemente a ti no te interesaba lo más mínimo lo que tuviera que decirte, pero me di cuenta de que estabas atento a mis movimientos, sobre todo cuando te encontré un sabroso tesoro: una roca cubierta de materia salina. Al oír el sonido de casi un centenar de pasos, los dos levantamos la cabeza; todo el montón de reses corriendo hacia nosotros. Y justo entonces se te ocurrió que no querías que te pusiera el freno. ¡Aghhh! Apenas conseguimos atajar a las vacas.

Aquella vez el trabajo duró más que de costumbre; ya eran casi la medianoche y seguíamos en la cima de la montaña más alta de los alrededores. Éramos siete parejas de caballos y jinetes; tú y yo los más jóvenes. Tendríamos que regresar por un camino que ninguno de los dos había transitado antes: oscuridad y barrancas a los lados, demasiado lejos de la civilización como para descartar la presencia de serpientes y tal vez pumas y jabalíes. Fue emocionante descubrir, de un momento a otro, las luces del rancho por un ángulo imprevisto. Llegamos cubiertos de sudor y tierra; de recompensa, baño para mí, cepillado para ti y una rica cena para los dos. Aquel fue uno de los días más largos de mi vida, pero ahora que lo veo a distancia, también uno de los más dichosos.

¿Por cuántas cosas más no pasamos? Imposible escribir sobre todas. Igual me consolaste cuando falleció mi abuelita, me protegiste en los terrenos peligrosos, vigilaste que nadie se acercara cuando me iba a bañar a mi rincón preferido del arroyo.

Al poco tiempo de casarme, llevé a mi esposo a conocerte: tenía las perversas intenciones de conseguir, contigo, que le perdiera el miedo a los caballos. ¿Te acuerdas? Cuando te acercaste a saludar él dio un paso atrás, y cuando te lo presenté como tu papá, me gruñó. Pero tú fuiste amistoso y amable con él; hasta le permitiste , inaudito, que te desorderara la crin. Un rato después él se sentía tan cómodo contigo que me dijo: “Tómame una foto con mi llama”. No te preocupes; él es así; le gusta decir tonterías. Ese día nos transportaste a los dos; él a grupas, yo conducía. Después lo llevaste a él solo.

Ah, cuando las cosas comenzaron a estar mal... Perdí mi empleo de planta, y eso significó que no podría ahorrar, y tendría que trabajar también los veranos para subsistir. Eso me acortó más y más mi tiempo de escapadas contigo. Pero me conformaba con recibir noticias tuyas. Siempre que te visitaba, querías dormir junto a la ventana de mi cuarto. Ojalá hubieras sido un gatito o un perrito, para poder ponerte a los pies de mi cama; tal vez te hubiera hecho más feliz.

¿Quién de los dos fue el primero en sufrir los achaques de la edad? Casi seguro que yo; cuando el mal comenzó a fastidiarme, tu seguías tan campante. Pero fue na verdadera tragedia el que mi descontrol de peso coincidiera con tu diagnóstico de artritis. Mis kilos de más, tus articulaciones de menos; ¿qué rayos nos estaba pasando?

No podías sostener el galope; me contaron que comenzabas a cojear apenas te calaban la silla. Algo extraño ocurría, sin embargo, cuando te iba a visitar: tu cojera desaparecía misteriosamente y no dabas señales de molestia si era yo quien te montaba (se hizo más frecuente tu manía de doblar el cuello para verificar quién era tu jinete); no creía que estuvieras enfermo. De hecho, si me veías acercarme, levantabas la cabeza y te ponías a caminar con la misma gracia de toda la vida. ¿Te estabas haciendo el fuerte conmigo? Probablemente. Y, ¿cómo iba a ser yo menos? Cada gramo que bajé desde entonces fue en tu honor.

¿Recuerdas la última vez que nos vimos? Era una noche de abril o mayo, y nos encontrábamos lejos de cualquier sitio con luz eléctrica, así que el cielo estaba repleto de estrellas que no se alcanzan a ver jamás en los centros urbanos.

Como siempre, nos encontrábamos en absoluto silencio; yo estaba sentada en una piedra solitaria, y tú me dabas topecitos con la cabeza en la espalda, los hombros y las rodillas. Quiero pensar que ahora tendrás toda esa extensión, así como se ve desde la tierra, para correr, sin que te duelan las coyunturas, y que las estrellas son mirasoles como los que te gustaban. Y tal vez que un mensajero celestial te dé cubitos de azúcar en mi nombre. Y que te bastarán por un rato las despedidas y besitos dei aquella vez, porque, confía en mí, esto no es más que un hasta luego.

Si consigo trabajar lo que se debe para hacerme un espacio en la otra vida, y ser lo suficientemente buen ser humano como para atreverme a solicitar el paraíso personal que siempre quise (una copia del hogar de mi abuelita como era hace muchos años, lleno de todos los gatos que he amado alguna vez) voy a asegurarme de pedir también una amplia pradera y una cuadra llena de paja suavecita. Espérame un poco más y si Dios quiere nos vamos todos a casa.

Cuídate, y procura, mientras tanto, aprender lenguaje humano.

Te quiere mucho,

Tu mami.

martes, octubre 13, 2009

Now I know we'll carry on

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En esta imagen: fotograma del Final Fantasy IX; el tema del juego, Melodies of Life, fue la canción de nuestro primer baile (abajo viene un link si gustan escucharla en inglés, por la grandiosa cantante Emiko Shiratori). A la derecha, el símbolo irlandés llamado Claddagh (por el pueblo donde se creó) que representa al amor sostenido por la amistad y coronado por la lealtad; un rediseño por el Capitán apareció en nuestras invitaciones de boda, nuestras argollas y la cola de mi vestido (verde).

Una vez, había este muchacho y esta muchacha; por azares del destino (supongo que algo de destino tuvo que haber ahí) los dos vivían en la misma ciudad pero lejos de sus respectivos hogares porque se habían mudado para estudiar; ella iniciaba el segundo año de su carrera y él estaba por graduarse, y ni siquiera iban a la misma universidad. Les gustaba la ciencia ficción y la fantasía. Se conocieron por carta, porque entonces el internet no estaba tan de moda. Se estuvieron escribiendo varios meses antes de comenzar a tratarse en persona, y se vieron por primera vez en una feria del libro. Pronto se hicieron amigos. Después se enamoraron (sí, uno del otro) pero los dos creían que el objeto de sus preocupaciones ya tenía el corazón puesto en alguien más. Una vez aclaradas las cosas (como epílogo a su primera pelea, que no fue sino una discusión en torno a sus géneros literarios favoritos), pues...

Pasó el tiempo. Mucho tiempo. Y resulta que en el primer año del siglo XXI decidieron casarse. Fue en un 13 de octubre, porque querían facilitar las cosas para sus amigos que de fuera asistirían a su boda. Pero fue una buena fecha, después de todo, porque el 13 de octubre es el día de San Eduardo, el último descendiente del rey Alfredo el Grande, salvador de la lengua inglesa y traductor. Y San Eduardo, no menos ilustre que su pariente, puso por encima de todo el que su país permaneciera unido.

Y bueno, aquí estamos.

Se dice fácil, se ha sentido como un parpadeo ahora que me la pienso, y resulta que ya llevamos dieciocho años juntos y prácticamente no recuerdo cómo era la vida sin mi Capitán. Lo que sí es cierto es que no me la imagino sin él. Los dos hemos pasado por grandes dificultades y penas, pero siempre uno al lado del otro. Y las alegrías compartidas... ¿tantas serán que ni siquiera llevo la cuenta?

Sólo para decirte, G., si estás leyendo esto (y más te vale, que si no te cuelgo): me siento afortunada de tenerte conmigo. Y te amo. Forever and beyond.




Melodies of Life English - Emiko Shiratori

lunes, octubre 12, 2009

Grisélidis

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Varios meses atrás, el Capitán y yo nos gastamos (claro que no de un tirón) una espantosa parte de nuestros ingresos en cierta colección de libros que estuvieron apareciendo, hasta eso que a muy buen precio (el equivalente a menos de cinco dólares americanos), en las tiendas Walmart locales. Se trataba (trata, porque todavía están por ahí) de antologías, tal vez ya descatalogadas, de cuentos y novelas clásicas de diferentes autores a nivel mundial, editada por Everest y distribuída por Gaviota, una casa española que hasta la fecha una servidora no conocía. Aunque las ediciones son muy bonitas, están ilustradas y tienen una encuadernación perfecta, es su contenido lo que vale oro, porque además de las obras originales, están llenas de interesantísimos estudios, crítica y ensayos.

No la compramos completa, por supuesto; nos enfocamos a los títulos que trataban sobre cuentos populares y cuentos de hadas; algunos, se aclara en los libros mismos, se presentan por primera vez en su forma original, sin censura disneyana o de cualquier otro tipo, y sin deformaciones posteriores. Casi todos pertenecen a la tradición oral; por ello, podemos encontrar varias versiones de la misma historia contadas ya sea por los Grimm, por Andersen, por Perrault... Ah, sí, Perrault. Más sobre este señor en un momento.

Siempre me han interesado los cuentos de hadas, aunque mi morbo mayor de los últimos tiempos se quedaba en los compilados por Andrew Lang y que recibieron un tratamiento muy interesante al publicarse en la España franquista (ésa fue la versión que nos llegó a México). Pero encontrar estos libros me ha hecho recordar un poquito el por qué de mi interés de siempre: los cuentos populares son la ventana más segura y confiable por la cual asomarse a una cultura, a sus pensamientos y valores.

Bien, estoy pasando saliva. Hablemos ahora de Perrault.

Precisamente ayer el Capitán me leyó en voz alta Grisélidis, un nombre que por ahí me sonaba de Lang, y eso a finales de los setenta (mucho para ejercitar la memoria). Perrault escribió este cuento en verso (novela lo llamó, para indicar, nada más, que el relato no tenía nada de fantástico... aunque ya veremos qué tan cuestionable sea esto) basándose en una historia popular que andaba flotando por ahí en Italia, o Francia, o Inglaterra... Griselda, Grisilda, Grisélida o como quiera que se llamara una mujer de paciencia ejemplar. Y lo hizo con altos índices de descripción y con las mejores intenciones: en su época (siglo XVII) abundaban los relatos moralistas que hablaban horrores de las mujeres, y él quería salir en defensa del bello sexo, como no se cansa de repetir.

¿Lo logró? Bueno, para enterarnos, veamos un resumen de la historia.

Éste era una vez un príncipe (un marqués, dicen otras versiones) al que sus consejeros, familia y etc. no se cansaban de presionar con que ya se casara y blah blah blah. Pero el príncipe tenía una gran desconfianza hacia las mujeres, porque según él, todas ellas eran perras, infieles y abusivas. Su mujer ideal, dice, es "una Beldad, joven y sin orgullo y vanidad, de obediencia acabada, de paciencia probada, y que no tenga propia voluntad”. Y hasta que no dé con ella, no se arriesgará al matrimonio.

¿Todavía no se enojan? Bueno. Pues un día el príncipe encuentra a una pastorcita llamada Grisélidis, que dentro de su sencillez y humildad lo trata de maravilla; y se prenda de ella de tal manera que pronto anuncia sus esponsales y prepara la más suntuosa boda; una boda de la que la última en enterarse es la novia. Y ahí es cuando Grisélidis tiene su primera probadita de lo que le espera; el príncipe simplemente llega a su casa y le dice que la ha elegido por esposa y que haga el favor de ponerse guapa. Ella no se niega, tal vez por no ponerse en evidencia luego del escándalo que ha armado el otro, o porque la idea de que ALGUIEN MÁS pague los gastos de la casa es muy tentadora, o bien porque también le gustó el muchacho. Y después del matrimonio, ambos viven felices. Por un ratito.

Porque resulta que muy pronto nuestro príncipe comienza a caer en sus viejas inseguridades, y a desconfiar de su mujer, que desde que se casaron no ha hecho sino comportarse a la altura. Por ello, de cuando en cuando la trata mal, porque, piensa, de esa manera intensificará su amor, de la misma forma que un poco de agua revive las llamas (y es que “los golpes ingren”, como decía mi abuelita en su español rural de México; o, en otras palabras, un individuo se encariña más con quien lo maltrata... ¿pero quién dijo esto y por qué a veces resulta tan aterradoramente cierto?). Pero ella sigue tan linda y amable con él como siempre, y eso hace que desconfíe todavía más.

Cuando la pareja tiene una bebita, el príncipe decide que la inagotable alegría de su esposa se debe a que ha volcado su amor en la niña; por lo tanto, decide quitársela, poniendo de pretexto que la baja cuna de Grisélidis podría contagiar de malos modales a la princesita (mira quién habla). Ella no protesta. La pobre bebé, de brazos, va a parar a un estricto convento. Y cuando, más adelante, el príncipe, a manera de prueba (¿recibió clases de psicología en Guantánamo?), le llega con la mentirota de que la niña se enfermó y murió, Grisélides se concentra en consolar al marido. Santo Dios...

Pasan los años, la princesita (que ignora quiénes son sus padres) crece y a su vez se enamora de un joven caballero de buena casa, fortuna y todo lo demás. Para entonces su padre el príncipe ya superó sus complejos adolescentes, pero ahora tienen en mente algo más perverso: utilizar su infalible método “aviva-amores” en su propia hija. Así que por decreto real le prohíbe a la muchacha que vuelva a ver a su galán, esperando que ello una más a la parejita.

Por otro lado, aunque reconoce que ya no es necesario probar las virtudes de su esposa (bueno, si tenía que hacerlo, ¿para qué se casó con ella en primer lugar?), tiene en mente un plan maestro: el demostrarle al mundo la clase de mujer que ella es. Digo, si fuera una ramera, o una ladrona, pues tendría sentido; pero esto...

Así que le dice, sin mayor preámbulo, que, gracias por todo, se piensa divorciar de ella porque su baja cuna es intolerable (y dale con lo mismo) y necesita casarse con alguien que se encuentre a su misma altura social: una mujer de sangre real, y por supuesto más joven y menos agotada. ¿Y qué hace Grisélidis? Bien, se pone a llorar y todo, pero se reconoce culpable por no haberle dado satisfacción a su marido (!). Y éste, para rematar, le dice que antes de que se vaya tiene que recoger todas sus porquerías y preparar su cuarto para la nueva esposa, a la que encima de todo, le quiere presentar.

Cuando Grisélidis conoce a la futura novia (que es, nada más y nada menos, su propia hija... y aquí la condición mental del príncipe ya se pone francamente patológica), siente de inmediato un gran cariño por ella (¿la sangre llama?) y le exige a su futuro ex-marido que no la trate como lo ha hecho con ella. El príncipe le cierra la boca: ninguna campesina sin educación le va a estar dando consejos.

Llega el momento de la boda... y el príncipe decide que ya es hora de terminar con el teatrito que ha montado por puro capricho; revela todo a su esposa y a su hija, y ellas... ¿le caen encima a la vez? ¿Lo degüellan? ¿Lo mandan a un manicomio? No, se abrazan llorando a sus rodillas. Y él todavía dice que no se apuren, que de todas formas habrá boda... de la jovencita con su caballero. Nuevamente, ninguno de los dos tiene derecho a decidir. Pero todo eso le hizo por fin al príncipe estar seguro de que su esposa era maravillosa, un dechado de virtud... y Perrault termina así su defensa de las mujeres: no todas son unas arpías vanas y desagradecidas; también las hay como Grisélidis.

De seguro Perrault no tenía amigas, y sabía de mujeres lo que una servidora de física nuclear del siglo XX (no es mucho, les aseguro). ¿Cómo pudo haber escrito semejante farsa de no ser así? Hasta el prudente Chaucer (muy anterior a Perrault) declaró que la tal Gris-como-se-llame está muerta y enterrada, y que si un hombre sabe lo que le conviene, no debe poner a prueba a su esposa. Pero lo más inquietante del asunto es cuánto del pensamiento de Perrault (permeado incluso de bondad) se ha colado hasta nuestras fechas. Alguna vez (estoy hablando de finales del siglo XX), durante un viaje largo en autobús en el que medio dormía en las rodillas de mi entonces novio, el Capitán, escuché sin querer una conversación entre dos muchachos; uno, muy serio, hablaba de conseguir una pareja que fuera mucho menos inteligente que él, para... bueno, para no dejar de controlarla, y no meterse en problemas. Me pregunto si al final se le habrá cumplido el deseo, y en ese caso, si no lo estará lamentando.

Si me preguntaran cuál es el principal punto de conflicto entre las relaciones hombre-mujer de nuestros días, estaría de acuerdo con Tolkien en lo que afirmó hace casi un siglo en una carta a uno de sus hijos: ellos idealizan; ellas no. Para hallar algún ejemplo similar he tenido que meterme con telenovelas a la par que con cuentos, mitos y leyendas: he visto que muchos hombres esperan una Grisélidis, pero no conozco a ninguna mujer que pida un Gutierritos.

miércoles, octubre 07, 2009

La rosa del desierto

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Adolorida y renuente como sigo a hablar sobre animales, no quisiera dejar de avisarles que mañana jueves a las nueve de la noche (hora del centro de México) se estrena por Animal Planet la película El reino del suricato: el comienzo. Si son fans de la serie del mismo nombre, seguro les parecerá interesante.

Esta cinta se había anunciado antes con otro nombre que me gustaba más: Meerkat Manor: Queen of the Kalahari, y se suponía que iba para pantalla grande. Bueno, hubiera sido mucho la verdad. Pero aunque he visto trozos de la versión en inglés, espero con muchas ganas verla en español.

El reino del suricato (que ya comentamos un par de veces) sigue la historia de una familia de estos mamíferos, gobernada por una extraordinaria matriarca, Flor. Durante cinco largos años (una eternidad para vivir en un entorno extremo), Flor dirigió a su grupo con prudencia, inteligencia y a veces crueldad (Margaret Tatcher le quedaba corta) a través de sequías y abundancia, enfrentamientos con serpientes, águilas y bandas rivales, y, en fin, toda clase de bellezas y peligro que conforma el desierto del Kalahari. Finalmente, tuvo una muerte heroica (al enfrentarse sola a una cobra que quería comerse a sus cachorritos), pero su odisea quedó marcada con fuego en el corazón de muchas personas.

Esta película narra la historia de Flor antes de que se convirtiera en la líder de su grupo (y reina del Kalahari, por supuesto). Como la serie se produjo con metraje de un estudio hecho por la universidad de Cambridge en el transcurso de más de diez años, uno podría imaginar que contaban con material más que suficiente para hacer un largometraje. Lo malo es que, si bien en él se cuenta la historia auténtica de Flor como estuvo registrada por los investigadores (y publicada ya), los fans probablemente se sientan decepcionados al saber que la totalidad de escenas se filmaron con “actores” suricatos especialmente para la película, y no hay metraje que no se haya visto en la serie.

Pero bueno, de cualquier forma, espero que sea de su interés. Yo espero que la versión en español mejore un poco la narración de la original, que contó con Whoopi Goldberg, una fan declarada de la serie que la verdad no le puso mucha pasión a este trabajo.

En el corto de la película, sin embargo, se muestran auténticas imágenes de Flor y su familia, y al menos la historia promete ser apasionante.

Si no tienen tiempo de verla mañana a las nueve, la van a repetir al las doce de la noche, y el viernes a las cuatro de la mañana (qué pesadilla) y a las tres de la tarde. Tal vez lo hagan como preludio al estreno de la cuarta temporada (y última... al parecer sí se canceló la serie) que ya lleva un tiempo de retraso en Latinoamérica.

domingo, octubre 04, 2009

Oh! The difference to me!

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Todo en el fin de semana: resulta que el pasado viernes, unos vagos que participaban en la marcha en conmemoración del 2 de octubre de 1968 aprovecharon para romper a pedradas los cristales de varios comercios y saquearlos; total, estaban manifestando la justa ira de un hecho ocurrido mucho antes de que ellos nacieran, y del cual probablemente no saben sino rumores. ¿A quién le importa? El chiste es no olvidar la tragedia, aunque hayan pasado cuarenta años y aunque el no-se-olvida haga sufrir a quienes no deben nada.

Mi consejo sobre la matanza de Tlatelolco: por amor de Dios, supérenlo. Total, no hemos aprendido la lección: que de la ignorancia de algunos sacan provecho otros, y que quienes buscan crear mártires, héroes o pretextos por lo general se encuentran a buen resguardo mientras el infierno se desata.

¿Ya? Muy bien, sigamos.

Esta mañana falleció Mercedes Sosa, a quien apenas recordaba como una voz que me acompañó en momentos difíciles de la adolescencia; un poco más y desaparece de mi memoria que “Sólo le pido a Dios”, de León Gieco, era en su voz ronca mi súplica diaria a los dieciséis años; vaya que funcionó porque hasta ahora me cuesta trabajo pecar de indiferencia (o como se le dice en el Yo, pecador, omisión), aunque me labro mi camino al infierno con pensamiento, palabra y obra.

Como sea; muertes de mucho tiempo atrás y muertes algo lejanas, y resulta que hoy tengo que confirmar lo que ya había pensado desde hace mucho, pero que intento olvidar cada vez: que la pérdida de una mascota es una de las más difíciles. Cuando fallece un pariente, un amigo, o un conocido, pues siempre están ahí quienes nos acompañan, que lo sienten como nosotros, que pasan por el mismo dolor. Pero cuando el que se va es un amigo animal se tiene que sufrir en solitario, en privado incluso si uno no quiere arriesgarse a la incomprensión o el ridículo; es algo para lo que el tiempo no se detiene y para lo que cuesta mucho encontrar respuestas y peor aún, elaborar preguntas; y en el que el pensamiento de una vida larga, plena y feliz no funciona tan bien como en el caso de los humanos. ¡Cuánto le hace a uno falta intercambiar palabras con los seres queridos!

La línea del título es de William Wordsworth.

La canción de hoy es de Silvio Rodríguez; interpreta Mercedes Sosa.
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