viernes, marzo 25, 2011

Vocación y fe


Ésta es mi foto favorita de J.R.R. Tolkien, así que no dudaría que ya la haya subido antes; de ser así espero que por favor me disculpen. Hoy es el día mundial de leer a Tolkien, y como me propuse cada año aportar alguna mínima sugerencia (el terrible año pasado lo olvidé, confieso) se me ocurrió este textito. Hace casi 25 años que leí El Señor de los Anillos; fue un libro que en algún momento me salvó, y, aunque de seguro nunca tuvo esas intenciones, las palabras de mi escritor favorito me han proporcionado muchas veces consuelo.

Después de una terrible racha que, si han venido con frecuencia, les habrá tocado soportarme, una servidora de ustedes comienza a reconciliarse lentamente con la vida y ha empezado por redescubrir el gusto por su profesión. Cuando me encontraba realmente deprimida, el leer esto en particular me levantaba el ánimo. Espero que les guste. Les dedico este humilde trabajito a todos ustedes que me estuvieron acompañando en los momentos difíciles, a los que son maestros e intentan llevar bien su vocación por encima de los males del mundo y a los que son personas de fe y la han visto tambalearse un poquitín por lo mismo. Muchas gracias por aguantar mis arranques de pesimismo en meses anteriores.


Fragmento de una carta escrita por Tolkien a su hijo Michael, de profesión maestro.

Traducido por: Yours Truly. 

"Lamento muchísimo que te sientas deprimido. Espero que ello se deba en parte a tu enfermedad. Pero me temo que se trata principalmente de una aflicción laboral, y una dolencia que es casi universal (en cualquier clase de trabajo) que tiene que ver con la edad... Me acuerdo perfectamente de cuando tenía tu edad (en 1935). Diez años antes había regresado a Oxford (con los ojos aún húmedos de ilusión juvenil), y ahora me desagradaban los universitarios y todas sus costumbres, y ya estaba de verdad conociendo a los profesores. 

Años antes, había rechazado como palabras de repugnante cinismo salidas de una boca inculta las advertencias que me había dado el querido Joseph Wright. “¿Pues tú qué crees que es Oxford, muchacho?”. “Una universidad, un lugar de aprendizaje”. “Para nada, muchacho, ¡es una fábrica! ¿Y quieres saber qué se fabrica ahí? Yo te lo diré. Salarios. Métete eso en la cabeza, y empezarás a entender qué está pasando”.

¡Ay! Para 1935 sabía que esto era totalmente cierto. En todo caso, en cuando a la conducta de los profesores se refería. Muy cierto, pero no del todo la verdad. (La mayor parte de la verdad está siempre escondida en sitios fuera del alcance del cinismo). Me ponían trabas y me limitaban en mis esfuerzos (como profesor clase B con paga reducida pero con deberes de clase A) por el bien de mi materia y la reforma de su método, con los intereses puestos en los salarios y los gremios. Pero al menos no sufrí lo mismo que tú: jamás me obligaron a enseñar más que lo que amaba (y sigo amando) con inextinguible entusiasmo (excepto sólo por un breve período después de mi cambio de cátedra... estuvo horrible).

La dedicación a la “enseñanza” por sí misma y sin referencias a la reputación de uno, es una vocación elevada y hasta en cierto sentido espiritual; y puesto que es “elevada” sin duda la rebajan falsos hermanos, hermanos cansados, el deseo de dinero y la soberbia: la gente que dice “mi materia” y no quiere decir la materia de la que humildemente me encargo, sino la materia que engalano, la materia que “he hecho mía”. Ciertamente que esta dedicación se degrada y mancilla por lo general en las universidades. Pero ahí está. Y si por desprecio se cerraran las universidades, desaparecería del mundo... hasta que éstas volvieran a establecerse, para caer de nuevo en la corrupción a su debido tiempo. La mucho más elevada dedicación a la religión no puede escaparse del mismo proceso. Se la degrada, por supuesto y hasta cierto punto, en manos de todos los “profesionales” (y todos los cristianos que la profesan), y otras personas en diferentes tiempos y lugares la ultrajan; y como su objetivo es más alto, sus deficiencias parecen (y son) peores. Pero no se puede conservar una tradición de enseñanza o de verdadera ciencia sin escuelas y universidades, y eso significa maestros y profesores. Y no se puede mantener una religión sin iglesia y ministros; y eso quiere decir profesionales: sacerdotes y obispos... y también monjes. El vino precioso debe (en este mundo) contenerse en una botella o en un recipiente menos digno. Por mi parte, he descubierto que me he vuelto menos cínico que la mayoría, cuando recuerdo mis propios pecados y disparates; y me doy cuenta de que los corazones de los hombres con frecuencia no son tan malos como sus actos, y casi nunca tan malos como sus palabras. (En especial en nuestra era, que es una era de desprecio y cinismo. Estamos más libres de hipocresía, ya que no “queda bien” el declararse adicto a la santidad o pronunciar sentimientos elevados; pero se trata de una hipocresía invertida como el ampliamente difundido esnobismo invertido: los hombres se dicen peores de lo que realmente son)...

Me hablabas, sin embargo, de que la fe se te está "desmoronando". Eso es otro tema completamente distinto. Como último recurso la fe es un acto de voluntad que inspira el amor. Nuestro amor puede enfriarse y nuestra voluntad corroerse ante el espectáculo de las deficiencias, las locuras y hasta los pecados de la Iglesia y sus ministros, pero no creo que alguien que haya tenido fe retroceda hasta el otro límite por estas razones (mucho menos quienes tengan algún conocimiento histórico). El “escándalo” es, a lo mucho, una oportunidad de tentación, como la obscenidad lo es a la lujuria, puesto que no la produce sino que la despierta. Resulta muy conveniente, ya que desvía nuestra mirada de nosotros mismos y nuestras faltas para buscarse un chivo expiatorio. Pero el acto de voluntad en la fe no es un momento único o una decisión final: es un acto/estado que indefinidamente se repite, que debe seguir... y así es que rezamos pidiendo “perseverancia definitiva”.

La tentación de la “incredulidad” (que realmente significa la negación de Nuestro Señor y Sus afirmaciones) siempre está ahí dentro de nosotros. Una parte nuestra anhela dar con una excusa externa para ello. Entre más fuerte sea esa tentación interna, con más rapidez y mayor gravedad nos “escandalizarán” los demás. Creo que soy tan sensible como tú (o como cualquier otro cristiano) a los escándalos, tanto del clero como de los laicos. En mi vida he sufrido profundamente a causa de sacerdotes tontos, cansados, embrutecidos y hasta malvados; pero ahora ya me conozco lo suficientemente bien como para estar seguro que no voy a dejar la Iglesia (lo que para mí sería dejar la alianza con Nuestro Señor) por tales razones: la dejaría porque he dejado de creer, y porque no voy a creer más, incluso si no he encontrado en ninguna orden más que personas al mismo tiempo sabias y santas. Y negaría el Santísimo Sacramento; es decir, llamaría a Dios “fraude” en su propia cara". 

jueves, marzo 17, 2011

Serpientes


La primera historia sobre San Patricio que los chiquitos de Irlanda (y otros países) aprenden es falsa; encantadora, muy significativa, simpatiquísima, pero falsa, a fin de cuentas. Un día, se cuenta, el santo le ordenó a las serpientes que se fueran de la isla, y los animalitos, muy obedientes, se arrojaron al mar, y se fueron tan tranquilos a infestar el continente europeo, las tierras abajo del Mediterráneo y, en fin, el resto del mundo conocido, a causar terrores infundados, sustos y mordiscos.

Irlanda es una tierra singular, cubierta de verde; las islas Aran, por ejemplo, son rocas con apenas unos centímetros de suelo donde por alguna razón crecen tréboles de los que se puede alimentar el ganado. El resto del campo gaélico está lleno de hierba espesa de ésa que en este lado del mundo nos aconsejan apartarnos por miedo a las víboras.
Uno puede dejarse caer en una camita de esas hierbas frescas y mullidas sin temer más ataque que el de alguna mariposa bonita o un caracol. Mentira o verdad lo de San Patricio, el hecho es que en Irlanda no hay serpientes.

¿Por qué será? No falta una explicación aceptable: durante la edad de hielo, la isla fue prácticamente inaccesible, así que San Patricio no pudo haber arrojado a las serpientes porque éstas nunca llegaron ahí.
La primera vez que vi una serpiente en Irlanda fue a mediados de la década de los noventa. Se trataba de un ejemplar de víbora del Gabón, cornudilla y de aspecto feroz. Estaba metida en un frasco de formol en un museo campestre y tenía arpoximadanemtente cien años de edad. La había llevado, nos dijeron, un misionero que andaba por África y que quería mostrarles a sus feligreses esa cosa que jamás habían visto. La víbora muerta estaba toda enroscada; el espacio resultaba muy chico para ella y tenía, lo juro, una expresión de perplejidad en la carita; parecía preguntarse qué hacía ahí, y que cuándo podría largarse. Se veía tan fuera de lugar entre los cuadros de niños, los mueblecitos de cuero y las herramientas tradicionales.

Se supone, y el asunto tiene más sentido así, que en ese cuento de San Patricio las serpientes son alegoría de la maldad, el pecado y un sin fin de etcéteras que la religión cristiana había desterrado de Irlanda. Al parecer funcionó: sin que tenga nada que ver con los pobres bichos, Irlanda es el país más anti-ofidio que puedan imaginarse; una víbora no tendrá ahí donde esconderse, ni gran cosa qué cazar. Me pregunté durante mucho tiempo si la maldad y el pecado andarían en las mismas, pues resultaba difícil imaginárselos anidando en corazones tan felices, por un lado, o tan resignados a su suerte, por otro. No me atrevo a asegurarlo ahora. La última vez que visité Irlanda me tropecé en Dublín con una vista insólita: una culebra viva. Enroscada en un espacio muy pequeño, con una expresión perpleja en la carita chata: “¿Qué hago yo aquí? ¿Quién me trajo? ¿Cuándo me podré ir?”. Se trataba de un pitón albino, chiquito, muy bello, en una tienda de mascotas. Y su visión no provocaba el asombro que hubiera supuesto una servidora ante un espectáculo raro.

Era como si la pobre viborita supiera de la prohibición que para los de su especie había en Irlanda; pero los animales son seres puros y ninguna culpa tienen. Sin embargo, me asaltó una visión súbita que todavía me enchina la piel: San Patricio ordenándole a la maldad que partiera de Irlanda y jamás se atreviera a regresar por ahí, y la maldad sacándole la lengua bífida y soltándole un silbido de amenaza. Y me sorprendió darme cuenta de cuántas miradas más enrojecidas por la mortificación, la desesperación y la vida difícil me había encontrado en Dublín desde mi última visita. Quiera San Patricio escuchar la voz de los que todavía le piden ayuda. Irlanda por siempre.

viernes, marzo 04, 2011

Doscientos cincuenta y tres

Nota: ésta es la entrada número 253 de mi blog, y quisiera celebrarla con un número significativo, de la misma manera que lo hice con la entrada ciento ocho. 



La novela 253, de Geoff Ryman, es posiblemente uno de los libros más extraños que se hayan escrito. Consta de los 253 capítulos de su nombre, divididos en siete partes, más un miniprólogo, un maxiepílogo, un índice y larguísimas notas a pie de página y notas y diagramas sueltos. Tiene 253 personajes y una estructura que parece cualquier cosa menos novela. Toda la acción ocurre en aproximadamente 7 minutos. Se supone que es de ciencia ficción. Su autor es de ciencia ficción al menos, y la obra ganó un premio Philip K. Dick.

Todo el desbarajuste de 253 tiene su razón de ser. Un tren del metro de Londres tiene siete vagones, y en éstos hay 252 asientos en total. Un viaje ideal sin que nadie fuera de pie tendría, junto con el conductor, 253 pasajeros. Y Ryman plantea qué ocurre con esas 253 almas en los siete minutos en los que el tren se mueve de una estación a otra, donde finalmente se estrella contra una barrera de contención.

Cada capitulito presenta a un personaje: cómo se llama, cuál es su aspecto físico, su historia personal y lo que hace y piensa. Todo ello en 253 palabras bien contadas.

La novela se publicó por primera vez en internet (una versión no corregida sigue por aquí, libre, sueltita, sujeta a modificaciones), lo que le dio posibilidad a usar links. Así, uno podía brincar de personaje en personaje y descubrir sorprendentes relaciones entre ellos. Estaba el chico periodista que se había hecho pasar por indigente para hacer un reportaje y al que su novia lo había dejado, ahora en serio, en la calle, muy asustado porque un fulano le había hecho propuestas indecorosas mientras intentaba pasar la noche bajo periódicos. Ese mismo fulano, que no pretendía nada sexual con el chico sino que sólo buscaba amistad, viajaba en otro vagón en el que intentaba impresionar a una confundida pasajera al decirle que era un antiguo colega, pero llama la atención de un pobre diablo que trabaja colocando tarjetas de prostitutas en las cabinas telefónicas y que piensa que algo de ayuda le vendría bien. 

Está una pareja de mexicanos que vienen de Guadalajara, mi ciudad; la mujer es guapa y llama la atención de un adolescente obsesionado, lo mismo que una muchacha que  hace trabajo voluntario en una línea telefónica de prevención de suicidios y que está pasmada pues la noche anterior recibió una llamada de su propio jefe; éste, a su vez, va en otro vagón. En un breve cruce de superficie, el tren arranca de su letargo eterno al fantasma de William Blake, que contempla con ojos asombrados el mundo en los albores del siglo XXI. Y así, así, así. Para suplir la falta de links, la edición en papel contó con un exhaustivo índice de relaciones. Los diagramas eran de los asientos del metro y su disposición, y las páginas sueltas anuncios que se supone estaban fijos en las paredes.

253 capítulos, 253 palabras. Imagínense cómo sería la traducción de semejante libro. Tan tremenda, que la persona elegida para traducirlo puso pies en polvorosa, y el editor en la segunda lengua tuvo que recurrir a otro, poco conocido y con una sola recomendación detrás, a quien no le faltaba valor, posiblemente por desconocer la magnitud de la tarea.

Tal vez el hecho de que había que lograr que las 253 palabras del original en inglés se convirtieran en 253 palabras en español suena a lo más complicado del trabajo, pero no es así. En realidad Ryman lo puso más difícil: la novela se llevaba a cabo en un ambiente real, pero la mitad de lo que describía era imaginario. Ryman lo llamó “mentira”. Así que una labor extra del traductor sería separar lo cierto de lo falso, y buscar datos que no aparecían en ningún libro, y que en internet tenían tanta confiabilidad como las palabras del escritor.

Algo mucho más sencillo hubiera sido contactar al autor, perdirle su ayuda tras una primera correspondencia vía correo electrónico. Pero no siempre suceden así las cosas. Y si en algún momento el traductor, desesperado, envía una carta de 253 palabras para llamar su atención con ella y ni así hay respuesta, hay que basarse en los propios recursos.

Ah, y en el bendito yahoo answers, que tiene en inglés gente de mejor voluntad e intenciones más serias que en español y que, de alguna manera, contribuye a rellenar el ininteligible glosario que el traductor se monta en una libretita vieja.

Ahora, supongamos que la mente del traductor no está muy concentrada que digamos. 253 es un reto y un sueño, pero tal vez lo que haya sido una lectura placentera no va a ser tan lindo cuando uno entra a traducir. Menos cuando el traductor acaba de perder su trabajo de más de diez años, que era su gusto y orgullo. O cuando trae entre los dos hemisferios una historia de ficción que fue a concebir cuando las cosas empezaban a ponerse mal, y que por días enteros echó a patadas a los 253 pasajeros y ocupó por completo el tren en una especie de catarsis violenta.

¡Ay, el traductor literario! Tiene que hacerse a la idea de que  a su humilde trabajo jamás se le trate con la gratitud que merece. Si las cosas salen bien, nadie se acordará de él, pero si salen mal, todo el mundo le echará la culpa. Aun así, tiene que esforzarse cuanto pueda, leer, releer, corregir, pulir, darle voz en otro idioma a historias que no son las suyas. Nada tiene de fácil, y quién sabe si la tarea se complique más si el traductor la realiza en una compu viejita, una que no puede conectarse a internet y de la que siempre se ha sentido avergonzado por su aspecto de almeja azul.

Si el traductor llega a un ritmo decente de trabajo, por ejemplo cinco capitulitos al día, debe preveer que éste se verá afectado por imprevistos o por salidas a buscar un trabajo, y porque tal vez haya una casa de la que ocuparse. La historia catártica no se va a ninguna parte, tampoco, y hay que lidiar con ambas; la propia y las ajenas, sin que los ruidos se mezclen.

¿Ruidos? ¿Qué hay si el traductor se descubre una perversión terrible, de que un ruido molesto y fastidioso de hecho lo ayuda a concentrarse en su trabajo? Casi por accidente, un día cambiando de canales a mitad de un terrible bloqueo mental, con la compu en las rodillas y dos archivos abiertos (el de la traducción y el de la historia catártica) en pantalla, una mano en el teclado y la otra en el control remoto de la televisión, se tropieza entre canal y canal con ruido, mucho ruido. El programa de Laura en América, al que nunca le ha prestado suficiente atención. El traductor tiene problemillas con el acento peruano; no el relativamente bien educado y de locutora de Laura Bozzo, sino el de sus improvisados actores que hacen de invitados en casos “reales” y truculentos presentados a una también ruidosa audiencia. En fin, que no entiende prácticamente nada de lo que se dice, pero se da cuenta de que el palabrerío borbotado por varias bocas a la vez le provoca un curioso estado de concentración. Se pone a trabajar. La historia catártica desaparece de su mente y de su pantalla. Sólo queda 253

Dos horas de “señorita Laura, señorita Laura”, y más adelante, en otro canal, la repetición del programa que es a su vez una repetición. Cuatro horas de gritos, cinco capítulos. De ahí, un ritmo de trabajo bien establecido: por la tarde la traducción de cinco capítulos con Bozzo de compañía, irse a dormir, por la mañana revisión del trabajo del día anterior y, hasta entonces, contar las palabras. Lo de menos es redondear cada texto a las 253 del título. 

En cuatro o cinco ocasiones, la traducción recién hecha tiene las 253 palabras justas. Los fines de semana, como no hay Laura en América, el traductor descansa, pero entonces vuelve al ataque la historia catártica. Quinientas páginas después, está terminado el primer borrador. Ha hecho suficientes estragos de distracción como para finalizar antes que la traducción de cuatrocientas y pico páginas que es 253.

Ésta se revisa, se lee en voz alta, se repasa una y otra y otra vez. El traductor es perfeccionista; es decir, se paraliza ante la posibilidad de errores y cada uno le cuesta sudor y lágrimas. Pero el resultado no es perfecto: la compu del traductor tiene teclado en inglés y la única manera de escribir rápido es no poner acentos sino una marca que los representa, y luego usar la herramienta de “hallar-cambiar” en el procesador de textos. Quiere un triste giro del destino que uno de sus gatos queridos trepe al teclado a media tarea del “hallar-cambiar” y coloque con su afelpada patita un error que habrá de contagiarse a la versión impresa del texto. Ni qué hacer.

El traductor debe ser invisible; debe ser la obra la que brille. Pero, dadas las características de 253, es inevitable que alguien se refiera a la traducción, algunas veces bien, otras mal. Y es entonces cuando hay que esconderse, pues viene otro tiempo de espera.

La mexicana pequeñita que tradujo este libro publicado en España sigue por ahí, cinco años después; no ha querido volverse a enfrentar a 253 (al que es en parte suyo, no al que es todo de Ryman) porque la pone nerviosa descubrir un error más (no le pasa cuando escribe en línea, pues en línea todo es susceptible de corrección, pero lo impreso, impreso está). Tampoco se ha enfrentado a su historia catártica e inédita, porque sabe que la próxima vez que lo haga será para convertir el borrador en otro interminable rosario combinado de penas, llanto e inútil búsqueda de perfección, y hasta el final. Y aunque el traducir 253 estuvo rodeado de hechos dolorosos externos, y en sí mismo no fue un lecho de rosas, piensa que lo volvería a hacer. Que lo volvería a hacer.


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