miércoles, septiembre 22, 2010

Cobrar lo justo

En marzo de este año, la traductora Marcela Jenney publicó en su blog un interesantísimo artículo (rematado por una serie de consejos punto menos que indispensables para quienes trabajan en su campo) que se compartió en la lista de correos de la Organización Mexicana de Traductores. Lo que trata es una situación espantosamente seria por la que de seguro ha pasado cualquiera que se dedique a la traducción. Algo que siempre le dije a mis alumnos de esta materia es que en nuestro oficio es el único en el que tenemos que educar a los clientes. Muchos de ellos piensan que para traducir sólo hay que sentarse con un papel, libro, etc. en una lengua en una mano y ponerse casi a transcribir con la otra; no saben nada del proceso de investigación, de selección de palabras, de comprensión y reelaboración que implica traducir. Los peores son quienes creen que nuestro trabajo vale lo mismo que una página pasada por el Babel Fish o el Google Translator, que son gratuitos.

Le pedí a la autora permiso para traducir y reproducir su artículo aquí, y ella, muy amablemente, accedió. Para leer el original en inglés, hagan click aquí. Lo acompaño con una imagen de San Jerónimo, el santo patrono de los traductores, que se celebra el próximo 30 de septiembre.


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Invocación a San Jerónimo que me enseñó mi tía L. cuando era chiquita: "San Jerónimo bendito, con tu cordón bendito, ¡amarra a tus animalitos! (a lo que añadí, de adulta, "o por lo menos ciérrales el hocico, o dales voluntad, en la medida de lo posible, de ser menos animales").


¿Eres traductor profesional? Si es así, ¡NO bajes tus tarifas de traducción!

Por Marcela Jenney

Traducido por: Yours Truly


¿Cuándo fue la última vez que le pediste a tu doctor o tu abogado que te hiciera un descuento de sus honorarios? A menos que el doctor o el abogado sean tus parientes o muy buenos amigos tuyos, no es muy probable que te atrevieras a pedirle eso al proveedor de un servicio profesional, ¿o sí? Entonces, si te consideras un traductor profesional, ¿cómo es posible que sigas permitiéndole a otros que te pidan que bajes tus precios? Pero este hecho no es lo peor de la situación. Muchos traductores profesionales están reduciendo sus precios en un intento desesperado por conseguir trabajo.

Los clientes piden descuentos, y los traductores ceden a sus peticiones, cada vez más, todos los días. Cuando haces un descuento al precio de tus servicios, le estás dando permiso a otros de que piensen que éstos no valen mucho. Y, desafortunadamente, esta tendencia está afectando negativamente a la industria entera de traducción y localización.

Ponle un precio justo a tus servicios. El costo que establezcas para tus servicios se determina por cómo perciben tus clientes la calidad que obtienen por su dinero. ¿Se están cumpliendo las expectativas de los clientes? ¿Qué es lo que se llevan? ¿Por qué deberían contratarte a ti y no a tu competencia?

Aprende a decir “no”. Si bajas tus tarifas, estás enviando señales de pánico, no sólo de tu parte, sino de la industra entera. Si reduces tus tarifas aunque sea una vez, va a ser muy difícil negarse a ello la siguiente vez ocasión que el mismo cliente se presente. Uno de mis más queridos redactores me dijo una vez, cuando le pedí que bajara un poco su precio, que se sentiría muy incómodo consigo mismo de hacerlo. Me encantó su enfoque profesional a la hora de respaldar su trabajo.

Céntrate en tu promesa de calidad. Cuando sabes y tienes pruebas de que lo que estás ofreciendo tiene gran calidad para tus clientes, asegúrate de mostrar con constancia esto en la entrega de tu trabajo. En lugar de bajar tus precios para igualarlos a los de la competencia, enfócate en añadir valores agregados. Piensa en formas de armar paquetes de servicios complementarios, o crea diferentes ofertas a distintos precios que puedas adaptar al presupuesto de tu cliente.

Mejora tu oferta de servicios. En la economía de la actualidad hay tantos productos y servicios que el mercado está simplemente sobresaturado. Muchos piensan en la traducción como un producto común y corriente por la sencilla razón de que todo el mundo se basa en los mismas “cualidades”. Pero la traducción jamás debe guiarse por los modelos de mercadotecnia de otro producto. En el negocio de los servicios, lo que importa es el “toque especial” que uno puede añadirle a su oferta. Tus clientes, sencillamente, buscan alguien en quien puedan confiar. Quieren asegurarse de que eres responsable, que todo el tiempo estás entregándoles calidad, y que siempre estás ahí para apoyarlos. Las características de los beneficios y el servicio son siempre buenos puntos a favor para la venta, pero el mejor de ellos es llevar una excelente relación con el cliente.

Enfócate en tu mercado meta. Si todo el tiempo te están pidiendo que bajes tus tarifas, es muy posible que los clientes que se te acercan no sean los adecuados. Pregúntate si no estarás perdiendo el tiempo al tratar de conseguir clientes que no están dispuestos a pagarte lo que vales. Cuando decidas enfocarte en un sector del mercado, es importante que entiendas cuáles son las costumbres y las preferencias de tus clientes. Además, asegúrate de que tienes las capacidades y cualidades para realizar un excelente trabajo y una oferta de traducción con valor superior.

Crea una marca fuerte. De la misma forma que las grandes corporaciones crean sus marcas, los traductores pueden construír una, fortalecida y distintiva. Si te concentras en crear una marca fuerte, no sólo te reconocerán con más facilidad sino que también podrás crear una conexión emocional con tus clientes. Tu competencia puede intentar copiar tus procedimientos, tu modelo de negocio, tecnología, etc., pero será muy difícil que reproduzcan las creencias y actitudes que has logrado establecer en la mente de tus clientes.

Recuerda que cuando estamos vendiendo un producto o servicio, no somos nosotros lo que más importa. Son nuestros clientes. Enfócate en las necesidades y deseos de tus clientes, y busca maneras de mejorar la relación. Cuando no hay calidad, el precio se convierte en el único factor de decisión. No bajes tus tarifas; en lugar de ello, incrementa tu competitividad y las características de valores agregados a tus servicios.

lunes, septiembre 20, 2010

Invencible



"En lo más profundo del invierno, aprendí finalmente
que dentro de mí se encuentra un invencible verano".
Albert Camus


Los veranos de Guadalajara tienen un ambiente peculiar: los cielos nublados, la lluvia muy frecuente, el desánimo y la tristeza sutiles en los rostros de todo el mundo y la alegría falsa pero resistente que trata de imponerse desde anuncios espectaculares.

Nunca me ha gustado trabajar en verano. El clima más cálido me predispone a la pereza; la lluvia me complica las salidas de la casa; me pone de malas el añorar las vacaciones que antes podía darme el lujo de tomarme. Es por ello que hace algunos años adquirí una no muy saludable costumbre: al salir del trabajo por las tardes, en lugar de, como buena y dedicada ama de casa, regresar a centenares de tareas domésticas inconclusas, me iba a algún centro comercial a fingir que era una muchacha joven con tiempo libre para tirar, y lista para disfrutar del verano no obstante la lluvia y el bochorno. Me quedaba comtemplando los centros de entretenimiento que se montaban para los niños (carruseles, ruedas de la fortuna, talleres, cocinitas, hasta un herpetario que llegué a ver), entraba a las tiendas a probarme de todo (si encontraba ofertas hasta me compraba alguna estupidez) y me sentaba con un chai frappé, a estirar las piernas, sola (porque mi capitán nunca ha podido aguantar la inactividad, a menos que esté durmiendo) e inmersa en el fingimiento. Una hora después, me regresaba a la casa, a los problemas cotidianos y los pendientes del próximo día.

Esa hora privada y fingida me hacía sentir un poquito mejor. Era un verano artificial, sustituto del otro, el de muchos años atrás, cuando el horario lo marcaba el día y el trabajo (si es que había) tenía una rutina, pero no era igual jamás. En el campo se ordeñaba a las vacas, se separaban los becerros, se cortaba sorgo, se hacía queso. La lluvia no se iba resbalando, como llanto, por las calles, sino que penetraba en el suelo, se convertía en rocío con el sol y le daba al ambiente un aroma incomparable. Y estaban, por supuesto, las flores.


La marca del verano eran las ipomoea, a las que llaman en el pueblo de mi mamá “flor de la mañana”, porque cuando les pega el sol se abren, todas rosadas o púrpuras, esplendorosas entre el verde mojado. No tienen ningún perfume pero no les hace falta. Al atardecer, el único pétalo se enrosca sobre sí mismo. De cuando en cuando la flor cerrada sirve de refugio antitormenta a escarabajos u otros insectos.

Este verano del 2010 no sería ni como los recientes, ni como los de antaño.

En el pasado mes de julio, me entraron, entonces no sabía por qué, unas ganas tremendas de repetir el Crisis Core: Final Fantasy VII, un juego para PSP que terminé por primera vez hará unos dos años y que de hecho les reseñé por aquí. Es una producción muy buena, con mínimos defectos, pero que en lo personal me entristeció lo suficiente como para proponerme no darle una segunda pasada, sino hasta entonces, que fue cuando tomé un archivo viejo y empecé a avanzar sobre la historia tan rápido como me fuera medianamente posible, con todo y que no se me olvidaba que la narración no iba a durar y que no tendría un final feliz.

No voy a contar una vez más de qué trata el juego; si son fans de los RPG y sobre todo de la serie de Final Fantasy supongo que ya lo jugaron; si no lo han hecho, algún día lo harán y se llevarán una sorpresa gratísima. Pero si quieren un resumen en dos patadas del argumento central, va más o menos así: resulta que el adorable protagonista de Crisis Core, Zack Fair, es un muy buen empleado de cierta compañía, pero cuando descubre POR ACCIDENTE que esa compañía anda en malos manejos y está corrupta hasta las células se gana una sentencia de muerte. No me pregunten cómo, pero se las arregla, a pesar de todo, para permanecer optimista; se repite la frase de un mentor suyo (“aférrate a tus sueños”) y allá va. La última parte de su aventura la pasa huyendo de perseguidores que van tras él a centenares, como si fuera no un criminal, sino todo un ejército subversivo; ahí está que hasta uno de sus colegas le envía en un mensaje de texto: “Pero por Dios, amigo, ¿pues qué hiciste?”

Afuera, en la realidad, las cosas no iban tan diferentes.

El verano se acercaba a su fin, como la historia de Zack (otra vez), como mi propia historia en cierto modo. Y yo no quería terminar en un lodazal, sin fuerzas siquiera para levantar la vista. Lo lamento, pero igual así percibía mi situación.

Según iba avanzando en el juego, me iba llenando un presentimiento raro: que no me quedaba mucho tiempo (es decir, en mi empleo; en mi empleo de quince años). Sin embargo, yo no quería irme así: no como criminal, no huyendo. Pero no pintaba de otra forma el asunto: faltaban tres semanas para iniciar los cursos de otoño y no se me había dicho ni una sola palabra sobre mis clases del siguiente cuatrimestre. Ni “te quedas”, ni “te vas”; nada. A las dos semanas, lo mismo. Pero a los silencios de palabra no les faltaba una avasalladora elocuencia: miradas hostiles como metralla, personas que de pronto le retiraban el saludo a una, la confianza despedazada como piedra de talco, dispersa, en el piso, o haciendo remolinos por el aire y metiéndose a la nariz, y de ahí a los pulmones, a hacer estragos con la vida misma. “Pero por Dios... ¿pues qué hiciste?”

Hasta eso, yo tenía una ventaja con respecto al pobre Zack; sabía perfectamente lo que había hecho. ¿Qué fue? Hablar. Hablar con mis jefes, a quienes siempre les había tenido tanta confianza como para discutir intimidades, sobre lo que estaba mal en el rumbo que iba tomando su negocio. Hablar con toda la sinceridad del mundo. Y preguntar qué se iba a hacer al respecto. La respuesta la recibí indirectamente, primero, por medio de una especie de sanción económica (“porque te atreviste a cuestionarlos”, palabras de la contadora de la empresa), y después, con la elocuencia silenciosa ésa que les comentaba. No sé, ahora que me la pienso, qué esperaba ganar con ello. Yo no estaba salvando la vida de un amigo, ni siquiera peleando por mi propio pellejo. Mi acción no tenía nada de heroico. Lo hubiera sido, tal vez, si las cosas hubieran mejorado un poco.

No quise ahorrarle a mis jefes la molestia de confrontarme, y, además, tenía miedo (¿miedo?¿De qué?). Mi capitán nomás preguntaba que por qué no daba yo el primer paso. En plena huída de la vida real, terminé por segunda vez el Crisis Core. Esta vez no lloré. Me quedé tiesa, reflexionando en mi situación. Creo que aguanté algo así como cinco horas y luego quise irme a caminar. Caí en la cuenta de todo lo que estaba dejando atrás (era un poco como morir), y solté un dique que hubiera desbordado el Atlántico.

Así, sin despedirme, dejé atrás mi relación de quince años. Fui a la calle a probar una ruta nueva, un caminito nuevo, otra parada de camión, después de una llovizna ligera. Mi camino pasaba por un terreno baldío, lleno de broza, donde el suelo aún absorbía el agua sin formar charcos de lodo. El olor a tierra se soltó, incomparable, pero aún así familiar. De pronto se me ocurrió mirar a la derecha y me encontré, revueltas entre montones de plantas vivas y podridas, colgando de una pared de alambre, cuatro o cinco ipomoea moradas, recién abiertas aunque pasaba de las cinco de la tarde, con gotitas de agua en el único pétalo que brillaban por un rayo de sol mínimo que se abría paso entre las nubes.

“Aférrate a tus sueños”, me dije con una voz que no era mía. Y comprendí que, después de todo, el verano (invencible) seguía siendo mi estación favorita del año.

viernes, septiembre 17, 2010

Volver


Fragmento de una ilustración de Kahama


No es la primera vez que me ausento de mi blog, pero siento que han transcurrido años desde la última vez que vine. En el abandono en el que he dejado la casa no hay precedentes, o al menos así parece. He estado poniendo algunas entradas aisladas, pero casi ninguna tiene relación con la otra y más bien parecieran un intento de dar señales de vida. Si me pongo a mirar a mi alrededor (a mi casa real, a mí misma en el espejo) me sorprendo al darme cuenta, como por primera vez, que el blog no es lo único que he estado descuidando.

Jamás me lo comentaron, pero creo que así se debe de sentir cuando la vida de uno da un giro. La de una servidora ha estado en un remolino loco durante por lo menos el último mes. Un tornado, que fue en lo que acabó convirtiéndose un vientecillo imperceptible (que empezara tal vez cinco años atrás), y cuyos efectos no pude apreciar sino hasta que lo contemplé vía satélite. Es como si alguna especie de tinta mágica revelara aquí y allá montones de ruinas y escombros invisibles con los que antes me tropezara y estrellara sin saber qué rayos estaba ocurriendo.

Y bien, piensa una servidora, ¿qué hacer ahora? No hay mucho entre las ruinas que se pueda recoger y salvar, aunque siempre queda la posibilidad de hallar alguna pared en pie. De un día para otro, la profesión de albañil resulta abrumadora. ¿Entonces? Bien, uno puede aislarse por varios días a rumiar las penas, pero después, qué remedio, hay que levantarse.

El tornado ya es viejo. Las ruinas siguen ahí, pero una servidora ha comenzado a darles guerra, escoba en mano. No es fácil recoger todo este desbarajuste, pero hay por lo menos algo que no me cansa repetirme: ya se me había olvidado a qué sabe la tranquilidad. Y su sabor es tan increíblemente agradable y adictivo que no entiendo cómo pude estar tanto tiempo sin él.

Perdón por hablar tanto en acertijos; ya, más adelante, podrán enterarse de a qué me refiero. Esta entrada es sólo para, como ya lo he hecho otras veces, anunciar que seguimos aquí, y que tenemos todo el propósito de volver a ser lo que éramos. Las entradas puntuales, tres por semana; reseñas, ocurrencias, alguna que otra traducción, por supuesto recetas (de cocina y de otras cosas). En los planes vienen un platillo original (bueno, casi), algunos útiles consejos para traductores y una sentida historia sobre por qué mi acción más valiente del verano fue repetir un videojuego al que no me había atrevido a enfrentar una segunda vez. No voy a dejar pasar este año sin una nueva semana del sushi. Y aunque la fecha para celebrar al Batallón de San Patricio (12 de septiembre) se me haya pasado de largo, espero poder dedicarle algunas palabras a otro hecho reciente (y muy, muy lamentable, por cierto): el fallecimiento del director Satoshi Kon. Estoy escribiendo (lo que no me ocurría en años) un relato de ficción; si lo llego a terminar, será todo un triunfo. Intento poner orden en mis doscientos pares de zapatos y desechar todo lo que de verdad no sirve. Seguirán los libros y revistas. Voy a arreglar un poco esta casa de ustedes también: revisaré los links para quitar los que ya no lleven a ningún lado y añadiré nuevos sitios interesantes. Les agradecería también que me avisaran si algunas de las ilustraciones de las entradas no están apareciendo.

Gracias por toda la paciencia, y por seguirme siguiendo (la repetición fue a propósito). Nos vemos de nuevo en unos pocos días.
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