miércoles, abril 30, 2008

Neotenia


Neotenia: En biología, proceso mediante el cual, en determinados seres vivos, se conservan caracteres larvarios o juvenitles después de haber alcanzado el estado adulto.

Diccionario Clave de Uso del Español Actual, Ed. SM.


El mes pasado, mi buen amigo S. cumplió años. ¡Felicidades de nuevo! Me alegró saber que recibió el regalo que deseaba: un flamante Nintendo DS azul con negro. Antes de ello, hubo en su casa una pequeña discusión sobre si el DS era de verdad apropiado para él; su hermana opinaba que S. era ya demasiado mayor para andar llevando por ahí semejante “juguetito”.

Ahora... el problema es que S. es más de diez años más joven que yo, y que mi Nintendo DS blanco, bonito como una Ibook G4, ocupa de ordinario un lugar privilegiado en mi bolsa, junto a mis libros, mi celular y mi cuaderno de notas; lo saco en la cola del banco, en algún receso en el trabajo, y por supuesto en los viajes. Hasta ahora, jamás me había preocupado por qué clase de impresión le causaría al mundo, yo con mi aparatito para niños. ¿Conclusión? Gulp.

Días atrás, mi esposo G. estuvo escribiendo un artículo de ciencia ficción, y mientras le estaba ayudando a traducir fragmentos de su bibliografía, nos tropezamos con una palabra que define una extrañísima... ¿enfermedad?, que tal vez sea la causa de nuestros padecimientos: la neotenia.

Fuera de bromas, ya, la neotenia en realidad es un término biológico que se refiere a la aparición de características juveniles en un organismo de edad adulta. Los ajolotes y otros bichos la presentan. Para bien o para mal, los humanos tampoco somos inmunes.

El autor Thomas M. Disch dice, en uno de sus libros de ensayos que no tengo a la mano por ahora, que la neotenia es una condición frecuente en los escritores de ciencia ficción: para incursionar en este género, se necesita tener alma de niño, y sobre todo contemplar el universo con ojos llenos de curiosidad y asombro. La capacidad de maravillarnos es algo que de muy jóvenes tenemos a manos llenas, y por desgracia una de las primeras características de la infancia que perdemos según pasan los años. Muchos cienciaficcioneros, continúa Disch, padecen de una variante del síndrome de Peter Pan que les permite hacer lo que hacen, escribir como escriben, pensar como piensan, y preocuparse más por imaginar que por su técnica (lo que los deja susceptibles a tanta acusación boba de “inmadurez literaria”).

Pero si para ellos la neotenia es una ventaja, ¿qué ocurre con el resto de la humanidad?


La edad dorada de la ciencia ficción... es los doce años.

Peter Graham


Recién salida de la edad de oro, y sin otra lectura del género que el cuento “Arena” de Fredric Brown, y la novela Crónicas Marcianas de Ray Bradbury, yo ya detestaba que me celebraran el día del niño los 30 de abril; a mi modo, estaba tratando de crecer, y los siguientes tres años, llenos de altibajos propios de la pubertad, fueron destinados, concienzuda y abiertamente, a la formación (ensayo y error, crisis antifantástica de por medio) de la persona adulta en la que más tarde me convertiría: eso, por supuesto, tuvo que ver con mis lecturas (comencé el período con las
Crónicas y rematé con El Señor de los Anillos), la música que me gustaba (estaba harta de que las canciones de moda se volvieran viejas a la semana), las películas en video y televisión que había para ver (la época más brillante para el sci fi en cine fueron los ochenta), mis otros pasatiempos (la llegada de un Atari 2600 a la casa) y, lo más tardado, adquirir personalidad (gracias a Dios, no estaba de moda ser emo en esa época; yo tenía tendencia a la tristeza por método y mi sentido del humor hubiera sufrido un golpe irreparable). Tal vez por ello fue que no hice muchas de las tonterías y locuras que se supone están reservadas a la adolescencia. Con todo, no recuerdo haber estado satisfecha con mi vida, que me parecía algo sosa y aburrida. Pasé de lado viendo cómo mis coetáneos se divertían en grande, hacían el ridículo un poco y de cuando en cuando se mataban en accidentes estúpidos.

Total, pasaron primero diez años, y aquí comenzó lo misterioso: mientras mis coetáneos comenzaban a madurar, yo seguía igual. Me gustaban los mismos libros, veía la misma clase de películas y programas de televisión, escuchaba la misma música, me preparaba para la primera gran guerra de consolas; el lado proto-emo de mi carácter se quedó, como en coladera, en la escritura de poemas no muy buenos, y el resto, mayor parte, se puso así nada más a cosechar los resultados de buenos momentos en soledad y descubrir que, por muy desdichado que uno sea o haya sido, las cosas ocurren por alguna razón.

Dejemos transcurrir diez años más. Ahora, la situación se ha puesto un poco más dramática: maldita sea, sigo igual. Me gusta todo lo que antes me gustaba, aunque he añadido dos que tres cosas más a la lista. Paso de lado viendo cómo mis coetáneos se han transformado en personas mucho menos interesantes y no entiendo cómo aguantan que sus vidas sean tan sosas. Con quienes mejor me llevo es con gente que piensa como yo, sin importar la edad que tengan; santo remedio.

En otras palabras, tengo los síntomas. Pero como no puede llegar uno a una clinica así nada más con que “Doctor, ¿qué medicina puedo tomar para mi neotenia? ¿Es muy peligroso? ¿Cuánto tiempo me queda?” o algo así, intento arreglármelas lo mejor que puedo; y lo mismo, creo yo, le ocurre a mis amigos contagiados de lo mismo.


Cuanto más envejecemos, más importante es no actuar de acuerdo a nuestra edad.

(Les debo el autor de esta frase sacada de mi libro de citas, ahora traspapelado; lo corregiré más tarde).


El mundo ya no es lo que era, pero si hay algo que no cambia, es que una persona pasa, a lo largo de toda su vida, por diferentes clases de presión. La más común, y la más ingrata, es aquella que pretende que alguien se meta a la fuerza en un molde en el que no encaja, y que se adapte a una situación con la que no está conforme. Se supone que esto ocurre nada más en la adolescencia, pero no es verdad; ni la infancia ni la edad adulta se salvan. Aunque los patrones sean distintos con las épocas, el hecho es que cada generación tiene su propia y a veces descabellada idea de lo que se tiene que hacer para formar parte de un grupo social; y el punto en común podría ser que se requiera el sacrificio de la propia personalidad. Nunca entenderé por qué los seres humanos, que compartimos con Dios la chispa de la creatividad, seguimos tan aficionados a la producción en masa.

Hay niños a quienes no les gustan las cosas de niños; hay adultos que detestan las cosas de adultos. Si cada quien tuviera libertad de escoger lo que mejor le pareciera en el momento que quisiera, ¿qué ocurriría? Me imagino que el mundo se descompondría un poco, pues, según muestra la historia, para que haya progreso hace falta gente insatisfecha. Pero tal vez las personas en general serían más felices, y en lugar de rechazar lo que alguna vez fueron o desearon ser, lo acogerían en su corazón y mostrarían, con orgullo, los resultados. Por supuesto, envejecerían menos rápido.

Creo que esta especie de vida extra acumulada es uno de los efectos secundarios más reconfortantes de la neotenia, y así lo podemos observar en algunos famosos pacientes de la enfermedad. La escritora Tove Jansson, que hasta los setenta y tantos años jugaba carreritas en la playa, conservó su afición de construír casitas de muñecas desde la infancia; la imaginación del diseñador de videojuegos Shigeru Miyamoto viene del tiempo que pasaba haciendo laberintos de tuberías en su jardín; recuerdo cuánto me impresionó que el historietista Will Eisner, antes un joven lleno de esperanzas en un mundo hostil, era, apenas unos años antes de su muerte a los casi noventa, cualquier cosa menos anciano, y que su rostro reflejaba a la perfección una línea de aquel poema de Lord Byron (tell of days in goodness spent).

No soy la única que piensa así. En un capítulo de su libro El caballo salvaje agazapado bajo la estufa (en serio, así se llama), el escritor alemán Christoph Hein describe algo parecido en una conversación con uno de sus personajes, Jakob Borg, un chico medio nerd que o bien tiene una imaginación muy activa, o bien, y eso es por lo que se inclina el autor, ha pasado por las aventuras más complejas y extraordinarias.

Jakob se queja del comportamiento adulto y el autor le hace una sorprendente revelación: que TODOS los adultos fueron, alguna vez, niños. Aunque Jakob halla esto muy difícil de creer, ambos concluyen que a los adultos les haría bien llevar consigo algo que les recordara su infancia. El párrafo que viene a continuación muestra el fin de la plática.

- A lo mejor bastaría - dijo [Jakob] por fin - si las personas mayores riesen o llorasen con más frecuencia. Por desgracia, muchos han olvidado que fueron, una vez, niños. Eso es muy malo. Por eso no pueden entender a los niños. Se enfadan y hablan con ellos de mal humor. Estos adultos siempre están con: “Haz esto, haz aquello. Deja eso. Calla de una vez”. como si se pudiera tratar con niños igual que con perros.

Jakob calló y se quedó mirándome. ¿Pero qué podía yo decir? Tenía razón. Existen adultos de este tipo. Aunque, por fortuna, también hay otros. Aquellos que no han olvidado que fueron un día niños. Y estos son las personas más simpáticas. Cuando uno hace alguna trastada o algún disparate, se echan a reír y dicen: “No tiene importancia. Eso le pasa a cualquiera. Los trozos rotos traen suerte”. Y a lo mejor cuentan algo de la época en que eran pequeños.

Christoph Hein, El caballo salvaje agazapado bajo la estufa

Los adultos, había dicho Hein un poquito antes de meter entre los neoténicos a Albert Einstein, fueron alguna vez valientes y miedosos, como Jakob y sus amigos. Y tal vez se sintieron muy solos. O presenciaron milagros. Al crecer, todo ello se les fue olvidando. Y así fue como dieron el primer paso hacia la decrepitud.


debes por sobre todas las cosas ser feliz y joven
Pues si eres joven cualquier vida que lleves
te sentará bien,y si eres feliz
le sentarás bien a cualquier vida que te lleve.

De un poema de e. e. cummings


Leí alguna vez que las damas del siglo XIX o algo así gustaban de fingir enfermedades y se pintaban ojeras y palidez, según eso para llamar más la atención. De igual forma, por supuesto que he visto neotenia falsa, y la verdad es que las más de las veces me parece ridícula. Como cuando el actor Harrison Ford, pasados los sesenta, decidió perforarse una oreja nomás porque le había entrado la idea de casarse con una mujer fea y flaca que podría ser hija suya. O cuando, en una obra de teatro, dos adultos que representaban a niños creían que para ser convincentes tenían que usar pantalones cortos, hablar a grititos y en pausas, y caminar arqueando las piernas.

Las características larvarias que forman parte de la neotenia auténtica no consisten en hacerse pasar por alguien más joven y lanzarse de pescuezo a comportamientos inmaduros; lo que ocurre, más bien, es lo mismo que uno puede ver en la novela de Michael Ende La Historia Interminable; la Emperatriz Infantil, soberana de Fantasía, no parece una niña; se nos describe como una persona sin edad. La misma impresión he tenido cuando me encuentro a una abuelita que juega con sus nietos en el parque, a una mamá que sostiene conversaciones de igual a igual con sus hijos, a un papá que le ayuda a su niño pequeñito a sostener un control de Wii. El brillo en los ojos de esas personas (y de todos quienes hacen lo que quieren sin que su edad sea un estorbo) es inequívoco.

La enfermedad, por supuesto, tiene sus efectos secundarios, y hay que resignarse, porque al menos hasta donde llega mi experiencia, al librarse de ella sale peor el remedio. De nada sirve que le quiten a un adulto su síndrome de Peter Pan si al final lo dejan hecho un anciano gruñón y achacoso.

La neotenia está lo suficientemente extendida para garantizarle al mundo un poco de alegría, y qué bueno. Pero yo en lo personal no sé qué hacer con la mía. Por ahorita, como soy come-años y tengo buenos genes (mi fabuloso padre acaba de cumplir ochenta, y no se le notan por ningún lado), la cosa no me preocupa tanto, pero no tengo idea de en qué situaciones absurdas me voy a meter una vez que la apariencia de mayor edad comience a alcanzarme (ya empezó: hace unos días descubrí a uno de mis colegas del trabajo, mucho más joven, que le echaba miraditas extrañas a la nueva revista de entretenimiento pop, videojuegos y animación japonesa PiQ que me llevé a leer al salón de maestros).

Santo remedio. Supongo que acabaré por tomar la misma decisión que mis ídolos neoténicos, Eisner, Miyamoto, tantos más: hay llevar la vida que lo ha hecho a uno feliz. En un mundo lleno de maravilas por descubrir y explorar, hay mejores cosas que hacer que preocuparse por cómo lo miran a uno por estar cargando con un Nintendo DS.

En verdad os digo que si no os hacéis otra vez semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos.

Evangelio de San Mateo

sábado, abril 26, 2008

Estos niños de ahora...


En una de las mesas de libros a 10 pesos de la miniferia del libro en Zacatecas que les comentaba en la entrada sobre la banda, me fui a encontrar uno, medio maltratadón, con aspecto clarísimo de saldo, llamado Ellos También Cuentan, publicado en 2004 por la empresa Grupo Editorial Sur. La verdad es que me he estado dando una divertida bárbara con él: el libro es una recopilación de relatos muy cortos escritos por niños de kinder y primaria de diferentes escuelas, y ya se imaginarán lo espontáneo, gracioso y simpático de las redacciones. A ratos me hacía reír tan fuerte que despertaba al gatito de mi hermana, mi acompañante de lectura y descanso.

Pero no todo es tan lindo: el lado oscuro de la situación es que, en la contraportada de este volumen, se puede leer que “[...] De esta forma, los niños dan su primer gran paso que los acerca al fascinante mundo de la literatura” y que la empresa “se complace al presentar este hermoso trabajo [...] lo cual no hace más que reflejar la belleza que emana de la pluma de nuestros pequeños grandes escritores”. Un prólogo (escrito por alguna profesora o directora) a uno de los capítulos del libro habla de ofrecer “un rico tesoro de mentes creativas”, y otro de la posibilidad de los niños para “crear, soñar y transformar sus propias vivencias en escritos que a través de la fantasía nos asoman al maravilloso mundo infantil donde todo es posible y mágico”.

Todo esto, y la lectura de las obras que lo siguen, en lo único que me hace pensar es en el tremendo desconocimiento que estas maestras tienen del mundo en el que viven sus alumnitos, y la falta de respeto que les muestran, puesto que el dichoso libro no tiene un solo trabajo de edición o corrección, y el atreverse a llamar “bello” su contenido es como alabar el clima cálido de la Antártida. Irónico, ¿verdad? Me atrevo a especular que estas bienintencionadas profesoras han pasado años empapándose de libros de psicología y similares, y construyendo una barrera que las aísle de los fenómenos que se encontrarían del otro lado del aula, pero que no están dispuestas a cruzar. O tal vez que le tienen un poquitillo de miedo a sus propios alumnos.

Mal que nos pese, los niños viven exactamente en el mismo mundo que nosotros los adultos. Están expuestos a los mismos dolores, a los mismos medios de comunicación, a la misma cultura social. La pequeña diferencia que encuentro en estas últimas generaciones de infantes con respecto a los tiempos que a mí me tocaron de niña es que las nuevas están viviendo bajo una capa de sobreprotección tan gruesa y empalagosa como la melaza que se emplea en Zacatecas para ciertos dulces tradicionales.

Alguna vez dije, y me expuse a la muerte por lapidación, que no era cierta esa teoría de que los niños de hoy son más inteligentes, sino que lo que realmente sucede es que el mundo ahora es más idiota. El mundo se ha vuelto más tonto para facilitar (y hasta garantizar) la supervivencia de los menos aptos; y los resultados ya comienzan a saltar por ahí (aunque creo que van a pasar más de diez años para que terminen de hacerse evidentes).

Siempre que se menciona el lugar común de la mayor inteligencia de los niños del siglo XXI, el asunto está relacionado con cuestiones tecnológicas: los niños manejan muchos aparatos modernos mejor de lo que hacen sus propios padres. No todos los adultos somos como el escritor Jack Williamson, que inventó el concepto de “terraformación” entre otros y que falleció a los casi cien años en pleno uso de la tecnología actualizada (porque decía que el hacerlo lo mantenía joven y lúcido), pero es triste que le inclinemos la cabeza a lo que no podamos entender, sólo por ello.

Los avances tecnológicos en teoría están diseñados para facilitarnos la vida (no siempre lo han logrado) y para dominarlos no se necesita más que práctica. La práctica gasta tiempo libre, y tiempo libre es lo que tienen los niños en mayor abundancia que los padres; ahí está. Los niños tienen un panorama mucho más amplio que el que les tocó vivir a sus padres, pero que en modo alguno les está vetado a éstos. Si ellos no se molestan en ponerse al corriente, seguro se quedarán muy, muy atrás.

En el libro Ellos También Cuentan hay ejemplos maravillosos de verdadera imaginación; pero son contados. La mayor parte de los cuentitos están basados en películas, series de televisión y hasta comerciales que todos, no sólo los más pequeños, vemos día con día. Lo que pudo suceder aquí, una de dos, es que o bien las maestras no se dieron por enteradas (y si es así, por Dios que yo las haría despedir; ¿para qué quiero que gente ignorante en la cultura popular le enseñe a los chavitos?), o bien se dieron cuenta, pero no dijeron nada porque se enternecieron con la pésima ortografía y gramática y viven bajo la consigna de que a los niños no se les debe corregir en su libre expresión porque se trauman (y en dicho caso también estarían despedidas por mi parte, aunque tal vez el asunto me acarrearía una demanda).

Les sorprendería ver cuántos de estos niños vieron Chucky el Muñeco Diabólico y cuántos no tienen mayor alcance que la nota roja que contemplaron en tele pasadas las diez de la noche, o lo que les sugiere su serie favorita de animación japonesa. También el hecho de que algunos sean tan aficionados a las telenovelas y que comiencen a hacer pinitos en el fanfic con Harry Potter. Vamos, no todos nacemos para escribir ficción, pero es una mala idea intentar convencernos de lo contrario, o presentarle al mundo nuestras primeras porquerías como algo único y maravilloso.

Todo este rollo, pienso yo, tiene que ver con el asunto de la sobreprotección que les comentaba. Vean un ejemplo de uno de los minicuentos del libro:

eslacacisoqleodutalilliopolapou corasonotieslamenolilla paelepobu casacoisutrosesllapolecetra cososatrusutodallopieceIneso. Fin

(Esto, entre escritos más o menos coherentes de los compañeritos del mismo grado, y supuestamente la recopilación está hecha de trabajos selectos durante los cursos). Me imagino detrás la sonrisa compasiva de la maestra, la mirada triste de los padres que piden comprensión para el “retrasadito”, la solicitud de la directora de que el trabajo de todos y cada uno de los alumnos del grupo sea publicado. Perdón, pero si a un niño no se le exige que su redacción sea por lo menos legible antes de publicarla, el mensaje que se le está dando es éste: No necesitas esforzarte. No necesitas mejorar. Y quieran que no, eso forma malas costumbres.

Yo misma fui una pequeña escritora; no me basaba en la televisión, pero llegué a plagiarme oraciones enteras de los libros y revistas que leía, cosa que escondía mucho, muy bien. Sin embargo, si hay algo que recuerdo de mis inicios en la ficción es una feroz, feroz autocrítica que, por desgracia o gracias a Dios, no me abandonaría jamás. Esta autocrítica, creo yo, me venía de la idea, de acuerdo con lo que el mundo me estaba mostrando, de que sólo un escrito realmente bueno merecería publicarse. El periódico mural de mi primaria, para el que se nos animaba a colaborar con escritos sobre diversos temas, no admitía las cosas a medias, y desechaba todo aquello que no cumpliera con normas mínimas de calidad. Eso, lejos de traumarnos a mis compañeros y a mí, nos hacía esforzarnos un poco más si es que queríamos escribir para todos (que no era el sueño dorado de cada alumno, y bien que así fuera). Oraciones en su lugar, las palabras adecuadas, la estructura sencilla de introducción - cuerpo - conclusión... todo ello en los límites de una visión no demasiado distinta a la de nuestros padres, que veían la misma tele, iban a las mismas películas y leían el mismo material.

Pero hace un buen tiempo que no veo aquello de la autocrítica fomentada en los niños de primaria, y las técnicas avanzadas de enseñanza crean nuevos dolores de cabeza.

Ahí están los niños a los que incluso se les llega a medicar porque “padecen” de falta de atención. Cuando yo estaba en la primaria, lástima decirlo, pero muchísimas veces a lo que menos le hacíamos caso era al profesor o profesora que teníamos al frente, salvo cuando la clase se pusiera realmente interesante, que no era el escenario más común. Lo que sucede es que éramos, ahora sí, demasiado listos para permitir que el docente se diera cuenta, porque sabíamos que de otra forma estaríamos en problemas. Mientras nuestros maestros daban su clase ante un grupo perfectamente callado y con los ojos fijos en el pizarrón, bajo los pupitres funcionaba todo un mundo. A veces era el de los perritos de papel que vivían entre los libros, a veces las aventuras de nuestros lápices a los que les dibujábamos caritas tristes o felices; en cuarto grado, yo administraba una veterinaria, y más adelante comencé un servicio de paquetería y mensajería de y para personajes imaginarios. Dos de mis compañeritas que se sentaban al frente tenían su propia agencia de investigación de fenómenos paranormales, con computadoras de tarjetas perforadas hechas con cajetillas de cigarros. Todo ello, en horas de clase.

Era por sentado que si nos sorprendían con nuestras distracciones, habría castigo. Nadie tenía que decirnos que obrábamos mal, y por lo mismo procurábamos estudiar, para que en la temporada de exámenes nuestras calificaciones no delataran las divertidísimas locuras en las que gastábamos nuestro tiempo en las aulas. A los niños de ahora no se les castiga; en el peor de los casos, se les atasca de pastillas, y en el no tan peor, se les envía al psicólogo (que la más de las veces tiene instrucciones de tratarlos como si fueran una florecita delicada); y por lo mismo se les niegan algunas lecciones básicas de supervivencia (escóndete-observa-calla), lo que aumentará su vulnerabilidad a los nuevos peligros que tienen temblando a tantos papás, por ejemplo los que vienen con el uso de internet.

A éstos, que no a sus hijos, les recomendaría la lectura de un libro infantil que trata el tema de la inteligencia y la supervivencia de los chicos en un mundo hostil de una forma tan encantadora como cruel y realista (aunque coquetea con lo fantástico), Matilda de Roald Dahl. Geniales las frases de entrada, donde el profesor Dahl le da las malas noticias a los papás que juran que sus hijos recién salidos de la primaria son de veras brillantes, y estupenda la manera en la que describe cómo una pequeña lectora va descubriendo que tiene el don de comprender a los autores adultos aunque no tiene la más mínima idea de cómo cocinar (por favor, a ese respecto no le hagan caso a la por otro lado muy buena película de Danny DeVito basada en este libro).

A las maestras que compilaron el material de Ellos También Cuentan y a sus editores, los pondría a aventarse siete horas diarias de Cartoon Network durante una semana, a ir al cine siempre que hubiera grandes superproducciones, a probar los videojuegos de moda e inscribirse en un foro de chavitos con sala de chat. Si eso no los hace comprender mejor a los niños, entonces podrían pensar en conseguirse otro empleo. La venta telefónica de tarjetas de crédito está de moda ahorita.

¿Son los niños de la actualidad inteligentes? Claro que sí. Pero no más ni menos que los de antaño, y en todo caso hay niños estúpidos más o menos en la misma proporción que adultos tarados. Lo único que ha cambiado, y eso es lo peligroso, es que los niños de ahora, por la educación y la comunicación que reciben, corren más riesgo de transformarse en adultos idiotas, y tener y educar, a su vez, a hijos idiotas. Por muy bondadosos que seamos y mucha compasión que nos despierten, hay que estar conscientes de que a veces los niños necesitan un par de golpes de la vida y aprender en carne propia de sus errores. El mundo no va a ser más lindo sólo porque se lo pintemos de color de rosa. El meterse con la ley de selección natural es quitarles dolores que tal vez sean bien merecidos, humillaciones que en algún momento podrían hacerlos más fuertes, sobre todo la capacidad de responder por los actos que uno realiza en la vida (ajá, cada sencilla acción que hacemos día con día tiene una consecuencia). Los niños criados con estas ideas modernas no habrán aprendido a sentirse culpables por nada ni a hacer esfuerzos extra, sino a meter demandas, organizar huelgas y plantones, a creer que todo se lo merecen, a exigir derechos y fingir que no existen las responsabilidades. Y si, para acabarla de amolar, tienen maestros por la misma corriente que quienes compilaron Ellos También Cuentan, tampoco habrán aprendido a comunicarse por escrito.

Para terminar... hace ya algún tiempo que no pongo recetas en el blog... vamos a rematar con un poco de cocina para niños que incluya queso.

Esta primera receta está extraída de la revista Barbie que yo leía.

Tesoro de queso

Ingredientes:

3/4 de barra de mantequilla

1 frasco pequeño de queso amarillo fundido

3/4 de taza de harina de trigo

Procedimiento:

En una cacerola mezcla con tus manos, bien lavadas, la harina y el queso fundido hasta que formes una masita. Lávate las manos, sécatelas, y forma bolitas de masa de distintos tamaños y colócalas en una charola untada con mantequilla. Aplana un poco las bolitas.

Mete las galletas al horno caliente a 185o C. durante 12 minutos. Sácalas y déjalas enfriar. Puedes adornarlas poniéndoles encima más queso fundido.


Y ésta es de la revista Barbie que ahora lee mi sobrinita:


Bolitas de queso

Ingredientes

1 queso crema chico

Nueces picadas

Palitos de pan

Procedimiento:

Bate el queso crema hasta que quede suave. Forma bolitas con él.
Pasa las bolitas por la nuez picada hasta que queden bien cubiertas.

Acompaña con palitos de pan.

Disfruten. Y saquen sus propias conclusiones.

jueves, abril 24, 2008

Veinte años, antes y después. Parte 1

Ayer, 23 de abril de 2008, cumplí 22 años de haber leído por primera vez el que hasta ahora es mi libro favorito, El Señor de los Anillos. A lo largo de todo este tiempo, he cambiado la forma de celebrarlo (desde una copa de rompope en el primer aniversario hasta largos escritos en mi diario del tercero en adelante, y en las últimas veces lo que hago es simplemente tomar el libro y comenzar otra vez).

Para este año, además, voy a comenzar a publicar, todos los jueves, mi historia con Tolkien, que escribí entre el 2005 y el 2006 y comencé a subir (pero no terminé) a la lista de correos de la Sociedad Tolkiendili de México. Son once partes, así que nos va a llevar poco menos de tres meses. Espero que les guste.






1. Selecciones del Tolkien Reader

Mi historia con El Señor de los Anillos no comenzó, de hecho, hace veinte años, sino un poquito más atrás... para ser exactos, en abril de 1979. Yo tenía entonces siete años y pico, y me encantaba leer las revistas de Selecciones del Reader's Digest que aparecían recién salidas en mi casa de Zacatecas.

El nuevo número de entonces tenía un artículo que hablaba sobre la reciente aparición de la película animada de Ralph Bakshi, El Señor de los Anillos, y contenía dos que tres referencias interesantes y unas fotografías de ensueño. La que más me impresionó fue la imagen de un Jinete Negro entrando a Bree (se mencionaba el nombre de los Jinetes Negros, pero no el de Bree. Igualmente, de los personajes sólo se hablaba de Frodo).

He guardado cuidadosamente esta revista, y aquí en la portadilla pueden ver algunas imágenes. Hay varias cosas que recuerdo de mi lectura por aquellos tiempos: que J.R.R. Tolkien, el autor de ESDLA, se me confundía fácilmente con el productor Saul Zaentz y con el director Ralph Bakshi; que en un momento dado, al leer la seriedad con la que Tolkien describe a sus Hobbits, llegué a pensar que eran reales; que me hacía muchas bolas con el nombre de la película y con el del libro The Fellowship of the Ring, que aquí aparecía traducido como La Cofradía del Anillo y que, como el artículo decía que se trataba de un libro muy gordo, me dije: ¡Qué flojera! Mejor me espero a la película.

El Selecciones de abril se me borró de la memoria tan pronto como llegó el de mayo, pero, para mi suerte, permaneció escondido por ahí. Ya se aparecería más tarde en otro momento oportuno.

. . .

Como muchos de mis coetáneos, a mí me tocó el fenómeno de Star Wars, que en México conocimos como La Guerra de las Galaxias. Estaría mintiendo si dijera que esta película no me marcó de algún modo; mucho de las primeras obras de George Lucas (cuando era más honesto y menos mediocre, y se copiaba mejor a Akira Kurosawa) está claramente derivado del espíritu tolkieniano. Yo diría que pavimentó el camino. No puedo hablar por toda mi generación, pero al menos en mi caso, esta película me despertó cierto anhelo... yo era Luke Skywalker con los pies más en la tierra. La cosa es que yo deseaba creer.

Por esta razón, no me explico qué me sucedió a principios de los ochenta. El retorno del Jedi, la tercera de las trilogía viejita de Star Wars, me dejó absolutamente desconsolada (se sentía como obra inconclusa, con personajes de mentirijillas, y la ausencia de la escritora Leigh Brackett, guionista de la magnífica El Imperio contraataca era más que obvia), y no sé si fue eso lo que me provocó una especie de odio irracional hacia todo lo que fuera fantástico... en especial el cine.

¡Imagínense! Pasé una buena parte de la época más gloriosa del cine fantástico y de ciencia ficción en el peor lugar del mundo: encerrada en mi casa. Y así, me perdí maravillas como Krull, Verdugo de Dragones y Ladyhawke por mantenerme en mis trece (aunque estaba por cumplir los doce).

Mi teoría personal es que fue también en esta época cuando decidí que quería ser escritora. Para ser escritor, creía, uno debía ser “serio”. Y, por supuesto, leer libros “serios”. En mi camino hacia la seriedad, procuré desechar cualquier porquería fantástica y todo lo que tuviera un mínimo olor “infantil”. Me lancé sobre los clásicos (para mi limitadísimo horizonte, “clásicos” eran los libros que aparecían resumidos en el libro de texto de español) y logré terminarme El Quijote en más o menos un mes. Pronto adquirí suficiente pedantería, fama de aislada, y vocabulario para decir pend... digo, mantener elevadas conversaciones intelectuales.

Ah, la providencia, qué haríamos sin ella. Creo que ya había cumplido o estaba por cumplir trece años cuando hice un viaje a Guadalajara. Mis dos hermanas mayores estaban estudiando allá. Mi mamá y yo fuimos a verlas, y, como siempre, me puse a escoger algunas lecturas “ligeras” para el viaje. Me trepé al camión acompañada de un buen número de Selecciones, entre ellos... sí, un ya medio maltratado ejemplar de abril de 1979.

Volví a releer el artículo sobre la movie de Bakshi. Me cayó como un cubo de agua fría el recuerdo de la primera lectura, y lo que me dejó después fue una permanente y extrañísima sensación de dolor. Leí el artículo, lo releí dos o tres veces más, y, no sé por qué, me entró una desesperación bárbara... yo quería saber qué onda con ESDLA, quería conocer esa historia, me estaba volviendo loca por hacerlo, casi tenía ganas de chillar de rabia.

En aquella época no existía la autopista de Guadalajara a Aguascalientes, así que los viajes de Zacatecas a Guadalajara eran largos y tediosos. Había buenas oportunidades de echar un sueñito, y eso hice. Y vaya sueñito. Recuerdo, clarísimo, que comencé a soñar la historia de ESDLA. Lo que soñé, por supuesto, no tiene nada que ver con la verdadera trama del libro, pero algo raro que ocurrió fue que imaginé a dos personajes que el artículo de Selecciones NO mencionaba (uno que era Gandalf, otro que podría haberse tratado de Aragorn) con una claridad espantosa. En mi sueño, Frodo, nomás para que se den una idea, era un tipo alto, delgado, moreno y con una curiosa nariz en forma de gancho. Pero esta imagen también resultó providencial, como verán más adelante.

Tras ese sueño, ESDLA no volvió jamás a abandonar mi cabeza, si bien se quedó relegado a algún rinconcito de mi memoria de donde salía de cuando en cuando. Pero durante este viaje a Guadalajara, ocurrieron más cositas. Primero que nada, comencé una paciente rehabilitación fantástica al aceptar ver Krull y Ladyhawke en video. Después, ocurrió un pequeño incidente con mi mamá.

Mi mamá solía tener unos cambios de humor curiosos. De un momento a otro, le pegaba la loquera y se lanzaba a deshacerse de objetos que, según ella, ya no eran necesarios. Me acuerdo mucho con qué sadismo mandó a volar un libro de bordados y manualidades, La Aguja y el Dedal, que era de mi abuelita (y vaya que extraño ese libro). Bendito sea Dios, ya no lo hace (mi bellísimo y cuidado sistema Atari 2600 fue, según recuerdo, su última víctima), pero aquella vez...

Verán, a mi mamá le molestaba mucho que mis hermanas no mantuvieran su casa lo suficientemente limpia (claro que lo hacían, pero la infalible mirada de rayos X de mi mamá descubre hasta una media mota de polvo bajo un sofá grande). Así que, enojadísima, tomó una escoba y un recogedor y se puso a barrer toda la casa. Como, la verdad, no había mucho que limpiar, mi mamá juntó en la sala un montoncito mínimo de polvo y luego echó ahí TODAS las Selecciones que me había llevado y comenzó a darles con la escoba. ¡Casi lloro! Le pedí que no lo hiciera, pero mi mamá dijo que todo eso era basura y que para qué lo quería. Finalmente me dio permiso de conservar un solo ejemplar, que escogí al azar de entre la pila. Sí, ustedes adivinaron, fue el de abril de 1979.

(Aviso de ocasión: hay uno de aquellos Selecciones que una servidora todavía lamenta mucho el haber perdido, y que nomás no encuentra en las librerías de usado. No recuerdo la fecha, pero la sección de libros se llamaba En las arenas del Sahara y contenía un artículo sobre el bombazo que hizo el Ku Klux Klan en una iglesia negra, en los cincuenta o sesenta, no recuerdo. ¿Alguna vez podremos perdonar al Ku Klux Klan su falta de puntería? ¿Qué es eso de matar a cuatro niñas inocentes y dejar viva y rencorosa a Condolezza Rice? Tsk, tsk.)

El Selecciones hizo el viaje de regreso conmigo a Zacatecas y quedó arrumbado por ahí. Pero ya faltaba poco para que ESDLA hiciera su entrada triunfal en mi no muy interesante vida...

Continuará...

sábado, abril 19, 2008

Hablemos de Tolkien en Tonalá


El próximo lunes 21 de abril se inaugura la Feria Municipal del Libro y la Cultura en Tonalá, Jalisco. Ya ven que en en este estado no nos conformamos con una Feria Internacional, que por cierto es la más grande y bonita del país; a lo largo del año tenemos eventos como éste, a menor escala pero todavía muy interesantes.

Habrá por supuesto venta de libros (de primera y segunda mano), cuentacuentos, música, y presentaciones. Ah, y ese primer día, a las 5:00 p.m., una servidora dará una conferencia sobre J.R.R. Tolkien en la plaza principal, frente al Ayuntamiento (Presidencia Municipal). Si de casualidad andan por el rumbo, me encantaría que asistieran. Platicaremos de El Señor de los Anillos, de lengua, mitología y religión, y si queda tiempo, un poquito de la era moderna.

miércoles, abril 16, 2008

Reseña de película: 10,000 A.C.

10,000 A.C.

Director: Roland Emmerich

Intérpretes: Steven Strait, Cliff Curtis, Camilla Belle, Joel Virgel, Affif Ben Badra, Mona Hammond.


Lo bueno: Está hecha para pasar un rato divertido.

Lo malo: No deja de ser dominguera (miercolera, diría yo). Su encanto se termina junto con los créditos.

Calificación: ***

¿Recuerdan Stargate, aquella deliciosa película de aventuras a la antigüita que realizara Roland Emmerich en los noventa? Ajá, ésa que parecía revivir las viejas glorias del cine de aventuras, y que dio origen a la serie de televisión del mismo nombre. Si la respuesta es no, es comprensible, y una lástima, porque las entregas más conocidas de este director alemán-hollywodense son aquella patrioterada de Día de la Independencia, la intrascendente Día después de mañana y, para rematar, esa porquería intragable de Godzilla (si quieren ver la venganza del auténtico Rey de los Monstruos a este insulto, dénle un vistazo a este fragmento de la producción de Toho Godzilla: Final Wars).

Con esos antecedentes, la verdad yo me esperaba cualquier cosa de 10,000 A.C., menos una revisitada de los aspectos más positivos de Stargate. Y eso fue lo que obtuve.

10,000 A.C. no es ningún remake de aquella película viejita en la que los fabulosos dinosaurios de Ray Harryhausen perseguían cavernícolas en taparrabos y a Raquel Welch en bikini. Tampoco quiere competir con ninguna producción de Discovery Channel, aunque las referencias son más que obvias. Lo mejor de todo, no aspira a ser nada más que espectacular y muy divertida (y en ambos aspectos lo logra de una manera que se ve ya muy poco en el cine actual: limitarse a lo bien hecho).

La historia, totalmente lineal (y que podría ser predecible si no fuera por dos o tres giros que sí alcanzan a desconcertar) presenta al cazador de mamuts D’Leh (Strait), un héroe que no es particularmente listo, valiente, decidido o ejemplar, en su misión por rescatar a su prometida Evolet (Belle), prisionera, junto con buena parte de su tribu, de una misteriosa raza hostil que, se nos insinúa, podría ser el último vestigio de un continente perdido (¿la Atlántida?). Eso es todo. Durante hora y media seguimos a D’Leh y su grupo de aliados por geografías imposibles hasta para el Paleolítico, los veremos enfrentar a feroces bestias directamente sacadas de Los monstruos que alguna vez conocimos, entablar batallas contra el grupo hostil y bordear, peligrosamente pero con gracia, los límites del cliché.

Varios detalles apoyan la producción: uno, el hecho de que (salvo la cadenciosa voz de Omar Shariff en la narración) no haya nombres ultrafamosos en el reparto (el trabajo de maquillaje y peluquería cubrió a la perfección los rasgos maoríes de Cliff Curtis, Porourangi de La leyenda de las ballenas, fenomenal como el guerrero Tic'Tic. Debo haberlo escrito antes en algún lado, pero a mí las personas maoríes de Nueva Zelanda me parecen extraordinariamente bellas); otro, que los efectos especiales, como debe ser, no interfieren con la trama; y, por último, la música anticuada, del mismo corte que Stargate.

Lo mejor es que ésta es una película sin pretensiones, sin siquiera un intento de profundidad, pero mucho menos comercial que las obviedades anteriores de Emmerich. La verdad no supe qué clasificación le habrán puesto, pero yo no tendría ningún problema en llevar a niños a verla; para el tema que trata, no es nada sangrienta, y es curioso notar que incluso a los animales virtuales se les trata con suficiente gentileza.

Ya casi no llegan al cine cintas que uno puede ver por puro afán de entretenimiento y sin riesgo de que el cerebro se convierta en pulpa; 10,000 A.C. es de éstas, y una digna sucesora de las películas malditas de Disney de los sesenta. Menos original, de seguro menos inocente, pero todavía muy agradable.


Recomendaciones: Para nostálgicos del cine retro, y para quienes tuvieron la prudencia de considerar Apocalypto como placer culpable.

Abstenerse: Si esta película de Mel Gibson los hizo rabiar hasta quitarles el sueño, y si últimamente se han tomado demasiado en serio el cine europeo.

lunes, abril 14, 2008

El segundo Meme

¡Que siga creciendo la cadena! Esta vez, el Meme es cortesía de Fëaluin, y no se trata de preguntas y respuestas, sino de apuntarse para la rifa de un premio: Un Nintendo DS por parte de Helelktron.com. Para participar, se deben cumplir tres requisitos:

- Uno, mencionar el concurso en nuestro blog, y poner su enlace completo; cosa que hago a continuación:

http://helektron.com/2008/03/12/helektroncom-regala-una-nintendo-ds-lite/


- Dos, hay que seleccionar a cinco personas más para que lo respondan: ¿a quién de mis colegas bloggers le caería bien un DS? Veamos… voy a elegir al Capitán Quasar (si quieres que juguemos al Mario Kart por WiFi, te conviene que alguno de los dos se lo gane), a Suldyn (porque no estoy segura si ya lo tienes y porque en julio que entra sale el Final Fantasy IV para esta consolita), a Alos (no sé qué tan fan seas de Nintendo, pero, ¿verdad que el DS parece una Ibook chiquita?), a MacPaco (por razones mezcladas de Alos y Suldyn) y a Ricardo (porque sé que quieres uno… y para que pongas algo nuevo en tu blogsito).

Tres (y último), hay que dejar un comentario con el link a esta entrada y la confirmación de que uno quiere participar, aquí.

De nuevo, listo. El límite para participar es el 27 de abril, así que, ¡a darse prisa!

El primer Meme

Muy bien... añares después, pero aquí está la respuesta a la invitación que me hiciera Pepe Saucedo en su Espacio de la Omnipresente Chela: un meme (chismógrafo bloggero, creo) que tiene como objetivo, supongo, soltar una cadena de visitas. Me agrada la idea, porque apenas hace como semana y media que entré en contacto con los meme, y los que he visto ya me han hecho visitar blogs interesantes con los que nunca hubiera dado. ¡El universo en línea es demasiado vasto!

He aquí mi cuestionario, resuelto.

1. ¿Cuánto tiempo llevas como blogger?
Me registré con el proveedor Blogger en 2005, pero la verdad es que no le moví nada de nada sino hasta finales del 2007. No tenía la menor idea de cómo hacer un blog.

2. ¿Cómo te diste cuenta de la existencia de los blogs?
Fue por G., mi esposo, alias Capitán Quasar. No sé de dónde sacaría él la idea, pero se embarcó a montar su blog con tanto entusiasmo que me despertó la curiosidad. Para entonces, yo había visitado ya algunas páginas que, no me daba cuenta, eran blogs.

3. ¿Qué es lo que más te gusta de tu blog?
Que en él puedo hacer lo que más me agrada, que es escribir, con completa libertad. No es lo mismo que publicar en un periódico o revista, pues aquí puedo escoger el tema del que quiera hablar, ponerme tan personal, exagerada o friki como quiera; no limitarme con la extensión de los textos y darle rienda suelta a mi perfeccionismo, al editar una y otra y otra vez. También me gusta mucho que lean lo que escribo.

4. Recomienda cinco blogs que visites regularmente.
Cinco son muy poquitos, pero échenle un ojo a mi lista, aquí a la derecha. Hay de todo y para todos (bueno, más o menos… mis gustos son peculiares).

5. ¿Eres lector anónimo de algún blog?
No por costumbre; prefiero dejar opiniones y hacer preguntas. Pero para curarme la bronquitis y reírme un poco de las desdichas propias y ajenas, me meto al Club de la Paja… ahí sí que no escribo porque nunca sabe uno cómo le van a responder.

6. ¿Algún Blog que te despierte especial simpatía?
El Pejeblog. Es irreverente, políticamente incorrecto hasta el cansancio y sobre todo no se toma muy en serio.

7. ¿Con qué cinco Bloggers te irías de fiesta?
No suelo ir a fiestas, pero a una reunión tranquilita me gustaría invitar a todo el universo blogger de Toluca que me he encontrado en internet, y, lástima que con mucha menos frecuencia, en la vida real. Nada mejor que pasar una tarde completa hablando de Tolkien y de los videojuegos.

8. Recomienda una herramienta de internet:
Si tienen Mac y han tenido broncas para ver videos, el VCL Media Player puede reproducir cualquier cosa. Mejor que el Quicktime.

9. Recomienda un vídeo de especial interés:
Vean la canción del gatito malo. Es un clásico instantáneo.

10. Elige entre cinco Bloggers para que contesten estas preguntas en sus blogs.
A ver… a alguien que sé que le va a pasar estas preguntas a más personas, o que se va a divertir, aunque sea tantito, respondiéndolas: Kitsune, Genma, Pei, Pere y Axel.

¡Y todo listo!

domingo, abril 13, 2008

Picnic familiar


Esta preciosa fotografía del profesor J.R.R. Tolkien, su esposa Edith y sus hijitos John, Christopher y Michael en el jardín de su casa, era lo que pensaba subir para el pasado 25 de marzo (que se ha denominado el día mundial de lectura de Tolkien). Pero ya ven las cosas... sin mi computadora “Shu II”, actualizar el blog se ha vuelto complicado (“Shu” hace lo que puede, pero por lo pronto ello se limita a ayudarme a escribir), y me he estado tardando, más de lo que quisiera.

Estoy haciendo propósito de enmienda; mi “Shu II” (y muchas gracias a todos por sus buenos deseos y consejos) ya está en franco camino de recuperación, me dijeron; todavía le falta una pieza que le han tenido que encargar (sí, los viejos hábitos de Mac México no van a cambiar en un buen, buen rato) pero si Dios quiere me la regresan la semana que entra. Estoy segura de que se va a tardar en recuperar todo su potencial (mis programas ya los estoy dando por perdidos), pero la pondremos a trabajar, y esta fotografía (que incluye dos elementos clave: niños y Tolkien) queda bien como introducción para algunos escritos que planeado aquí. Supongo que ahora que se los estoy comentando, no hay forma de echarse para atrás.

Primero, como extra, estarán las respuestas a dos meme (algo así como un chismógrafo en cadena de blogs) que me enviaron Pepe Saucedo de El espacio de la Omnipresente Chela y Fëaluin de Profundamente Azul, y, entre algunos textillos independientes, un par de especiales de esta temporada del año.

Abril es el mes del niño... bueno, es lo que nos bombardean desde los medios de comunicación. En mis tiempos había un solo día del niño, y era el último del mes. De todas formas, estoy preparando dos textos al respecto: uno sobre los niños de nuestra época, y otro sobre los niños... que son adultos.

Para una servidora, abril también es el mes de Tolkien; fue el mes donde me enteré por primera vez de la existencia de El Señor de los Anillos y en el que, siete años después, comencé a leer el libro. Para conmemorarlo, voy a subir aquí la versión corregida y levemente aumentada de un escrito en once partes llamado “Veinte años antes y después”, que estuve publicando en la lista de correos de la Sociedad Tolkiendili de México. Ahí, no llegué a terminar (culpemos a la falta de entusiasmo; mía, no de mis lectores que nunca dejaron de apoyarme), pero tengo todas las intenciones de hacerlo en el blog, los jueves a partir del 24 de abril, a pesar de que ya van a ser VEINTIDÓS años desde que empezara mi libro favorito. Será mejor, creo, y también podré añadir algunas ilustraciones bonitas o fotografías.

Muy cerca de la fecha, me están programando una conferencia sobre Tolkien para un evento cultural aquí en Jalisco; les pasaré la información completa según se acerca la fecha por si se encuentran cerca y gustan asistir.

Pronto estaremos a tono; les agradezco su paciencia y sus visitas.

miércoles, abril 02, 2008

Perra vida maquera


Escribo estas líneas desde “Shu”, mi vieja y casi, casi destartalada Ibook G3 azul, que en las últimas semanas ha desempeñado de forma brillante su papel de compañera y sustituto de su hermana menor “Shu II”, de raza Ibook G4, dejada el día de hoy en las garras de un nuevo técnico no muy amable. Escribo, decía, para honrar a la fiel “Shu”, que seguramente percibe, muy adentro de sus inanimados circuitos, que siempre me avergonzó mostrarla en público por su forma de conchita, y que pese a ello y a tener descompuesto el cd-rom (lo cual impide que se le haga funcionar cualquier programa de diagnóstico y reparación a su ya endeble sistema operativo), se aventó la tarea de estar conmigo durante toda la traducción de 253 de Geoff Ryman, las más de 500 páginas de guión de la novela gráfica que estuve sacándome de la cabeza (porque estorbaba) en el mismo período, infinidad de exámenes, cartas y escritos de desecho, y muchísimas cosas más que no tuvo problema en guardar en sus apenas tres gigas de memoria.

Y también para desahogarme un poco de la angustia que me produce no saber qué suerte correrá la hermosa “Shu II”, y para platicarle a quien se deje que su ausencia, la ciruela en un bizcocho de amarguras, me tiene muy, muy desdichada.

¿Quién me manda seguir metida con las Mac, si cuando fallan (una vez cada cinco o seis años, la verdad sea dicha) me dejan en medio de las peores lágrimas, las que se vierten a solas? ¿No sería más fácil conseguirme una PC que no comprendiera nada, pero que al menos fuera más susceptible a la piratería y a la asistencia técnica no autorizada, y tuviera suficientes antivirus para cuidarse de todas las otras susceptibilidades?

Bueno... Si me tienen un poco de paciencia, intento dar con la respuesta. Lo que sigue es una historia de amor. Y desesperación, también.

Mi primer contacto con un salón de computadoras fue en la preparatoria (algo tarde según los cánones actuales, supongo). Ahí me tocó conocer a la abuela de las Mac, la computadora Apple Lisa (fea como el demonio, por cierto), e hice mis primeros pinitos de procesador de texto en una voluminosa Apple II. Poco después, cuando mi grupo llevó clases de computación y nos obligaron a trepar a las PC para aprender programar Basic, que nunca nos sirvió para maldita la cosa, llevaron unas seis Macintosh al lugar. Nuestras clases no las tenían contempladas, así que una hora de las mañanas se gastaba en mirarlas a lo lejos, con su pantalla diminuta, su curioso sistema gráfico y esa cosa tan rara llamada mouse. En la tarde, sin embargo, las encantadoras maquinitas tenían cola para hacer las tareas. Recuerden, por favor, que estamos hablando de los tiempos donde no era común que un estudiante tuviera una compu en casa.

Tras haber probado ambas, lo tenía bien claro: odiaba a las PC, adoraba a las Mac. Aunque fuera para experimentar, me encantaba pasar el rato escribiendo en ellas, cambiando los tipos de letras de los textos, entreteniéndome con los primitivos videojuegos (aquel Dark Castle era fenomenal) y hasta dibujando. Una vez hice, a fuerza de puro mouse y en MacPaint, un dibujo de un hombre desnudo del torso para arriba, que se aferraba al mástil de un barco destrozado por la tormenta y alcanzaba a avistar, por encima de las nubes, una especie de castillo mágico. “El Vigía”, lo titulé, por una canción de Silvio Rodríguez que me daba por identificar con Tolkien ("Agua me pide el retoño que tuvo empezar amargo. Va a hacer falta un buen otoño tras un verano tan largo. El verde se está secando y el viento sur se demora; pero yo sigo esperando que lleguen, cantando, la lluvia y mi hora [...] Yo sólo soy un vigía, amigo del jardinero").

Cuando se discutió en mi casa la posibilidad de adquirir una computadora, yo sugerí una Macintosh. Mi familia en conjunto se opuso, no sé si porque presentían las dificultades, o porque un conocido era vendedor de PC y los estaba convenciendo de la única ventaja que entonces se les veía a este tipo de máquinas: que podían modificarse, según eso. La discusión duró lo suficiente para que no se adquiriera compu alguna los siguientes tres o cuatro años. Entonces fue cuando dejé mi hogar para ir a la universidad en Guadalajara, y no sentí que necesitara más que mi máquina de escribir portátil Olivetti.

Hacia mediados de la carrera, mis papás me regalaron una preciosa Macintosh Classic (fue durante muchos años la única compu propiedad de mi familia, y me tocó usarla porque yo era la universitaria y, supuestamente, quien más la iba a necesitar). Esta linda máquina, que llamé “Scotty” en memoria de una inolvidable escena de la película Star Trek IV, acogió mis primeros trabajos en equipo, tareas, y la captura de mis manuscritos.

“Scotty” no falló jamás. Tenía apenas 10 megas de memoria en disco duro, y eso era mucho, si uno toma en cuenta que las primeras Macintosh no contaban con esas facilidades, y el sistema operativo, los programas y archivos cabían totalmente en un floppy. Cuando mis papás vieron que la relación iba en serio y que el trabajo de la escuela (y otros) ameritaban la portatibilidad, me compraron una PowerBook 150, de disco floppy externo y 30 interminables megas de memoria. Ésta se llamó “Geordi”, y entre otras maravillas, traía precargado en sus tipos de letra el alfabeto fonético internacional; resultó estupenda para varios trabajos y también para mi tesina.

“Geordi” viajó en mis rodillas en mi primer cruce del Atlántico, en el 93, y se quedó allá para auxiliar a mi hermana con sus estudios de maestría. Fue el inicio de sus desgracias; regresó a mí con la batería quemada y varias fallas en la tarjeta madre; mi hermana no sabía cómo apagarla. Pero siguió trabajando conmigo en mi primer empleo permanente de traducción. Lo único lamentable es que el fallecimiento de su disco duro se llevó por lo menos dos relatos que jamás pude recuperar.

La despedida de “Scotty”, vendida y cambiada por otra compu, fue triste, pero en su lugar llegó “Scotty II”, una Performa 5200 con un detalle que jamás había visto en una computadora: pantalla a color. “Scotty II” era tan llamativa que tenía fascinada hasta a mi gatita S., que le ronroneaba y gustaba de echarse junto a ella. “Scotty II” albergó mis estudios de maestría y mis primeros archivos de clases; ayudó en algo para la edición de mi fanzine y me descubrió juegos y animaciones hechos por otros usuarios maqueros.

Entre la época de “Scotty” y “Scotty II”, mis roces con el mundo de las No-Mac se estaban comenzando a volver incómodos. Nada pedía yo más que se me dejara en paz con mis preferencias computacionales, pero rara vez ocurría. Ahí estaba el caso de un estudiante de computación que no cesaba de insultar diciendo que las Mac son para personas que no saben manejar una computadora (así es; ¿y?); después, muy pagado de sí mismo encendía una PC en modo OS 2... y se quedaba sin saber qué hacer. Como él, muchos más le reprochaban a las Mac su facilidad de uso, su comodidad y sus nulas complicaciones. Unos años más tarde, estas mismas personas que les menciono no podían vivir sin el primer Windows.

Mucho antes que aparecieran los PDF, las Mac como ya tenían su propio programa de creación de archivos parecido, FileMaker, creo que se llama. Con este programita hice mi primer libro electrónico, un recetario de sushi con diagramas y dibujitos.

Como sea, algo de lo que “Geordi” y “Scotty II” tuvieron que sufrir desde un principio fue lo que ha terminado por convertirse en la maldición de las Mac en México: servicio técnico escaso y caro, y la imposibilidad de encontrar refacciones a precios decentes. Pero de eso más adelante.

“Scotty II”, conectada a un módem externo, fue también mi primera experiencia con el internet, vía telefónica, tal vez lento pero muy agradable. No hablemos de ver videos y descargar música, porque eso todavía no estaba ampliamente difundido; pero por cuenta de “Scotty II” corrieron amistades vía carta, lectura de cuentos de otros escritores aficionados, mi primera página web y las primeras compras en línea de libros y discos.

Todo iba bien con ella, hasta que le pusieron un disco duro de mayor volumen, pero menor calidad. El estúpido disco se dañó lo suficiente para causarme una depresión leve y descenso en mi desempeño laboral. Sí, se perdieron varias cosas valiosas en el proceso. Lo que más hubo que lamentar, creo yo, fueron dibujos y escritos que me enviaron mis corresponsales de internet, y el borrador de una novela de vampiros (no, no la misma gata de toda la vida; uno de los personajes vampiro era un aferrado videojugador) que en conjunto escribíamos un amigo y yo.

Antes de que a “Scotty II” le fuera confiada la tarea, que aún no le dan oportunidad de cumplir, de enseñarle a mi mamá a no tenerle miedo a las compu, una nueva amiga llegó a reemplazar a “Geordi”; “Shu”, la Ibook G3 desde donde ahora escribo. No me quedé sin máquina de escritorio; mi hermana decidió abandonar a las Mac por la paz y me tocó heredar su vieja Performa 6200, gabinete y pantalla aparte. Esta máquina, “Scotty III”, aún sigue en mi antigua mesa de trabajo, y la verdad que se la pasa de vacaciones; trabaja sólo en los veranos y para la universidad de Arizona. También guarda íntegro el contenido de “Scotty II”. Uno de estos días estrenará una tarjeta Sonnet y nuevo sistema operativo; y lo lamento, pero habrán terminado las vacaciones.

Y así llegamos a mi tercera y última laptop, la blanquita “Shu II”, que conseguí usada y a un precio de regalo por eBay, tras una larga lucha de subastas con otra persona que también la quería. Todavía sin el nuevo procesador que les han metido a las últimos modelos de Mac (irónicamente, el Intel de una PC), es más rápida que una Hewlett más joven, y me ha sacado de más de dos o tres dificultades. Completamente compatible, puede leer sin dificultades archivos de PC, aunque las PC todavía no se molesten en leerla a ella. Ningún problema, hasta que en diciembre pasado se averió su adaptador eléctrico (y eso sólo porque alguien más hizo oídos sordos a mi “Espérate, cuida--” y se llevó el cordón, ahora sí, de corbata). Su batería usada dio guerra un rato, y después sin mayor inquietud le compré una genérica que salió muy buena y costó una cuarta parte de la que querían venderme en Mac México.

Mac México... por qué será que el nombrecito me sigue dando mal sabor de boca... tienda por internet, distribuidores exclusivos, blah blah blah. En México ha habido Macs desde hace un rato, pero hasta hace relativamente poco la compañía volvió los ojos, oficialmente, a este lado del tercer mundo. Como les insinuaba, no crean que esas son realmente buenas noticias.

Las Mac arrastran el mismo problema que la iglesia católica: ambas tienen la reputación echada a perder por culpa de algunos contados idiotas. De esos contados idiotas, y en ambos casos, a ninguno detesto más que a los que se sienten tocados por Dios, y miran al resto del universo como seres inferiores que tendrán que trabajar duro para entrar en su muy exclusivo “club”. En el caso particular de mi país (y ahora sí enfoquémonos a la cuestión de las Mac), existe la idea, muy bien justificada por actitudes idiotas (pues por cada contado idiota podemos desplegar un abanico de actitudes) de que estas computadoras son artículos de lujo y que solamente un mínimo sector de la población puede acceder a ellas.

Es idiota que los centros de servicio y de distribución de Mac sean tan pocos. Es idiota que los precios de accesorios sean tan elevados. Es idiota que el costo de una Mac en las tiendas oficiales sea el doble y a veces el triple que el de una PC. Es idiota que se piense que las Mac son sólo para diseñadores; hay algunos que jamás las usan, y otras personas, como yo, que trabajamos muy lejos de ese campo y las preferimos. Es MUY idiota que las mismas compañías que la distribuyen le hagan creer a sus clientes que cada dos o tres años deben cambiar su computadora y gastar como si el dinero no se les fuera a acabar nunca. Es MUCHO MUY idiota que se vendan las Mac como máquinas completas, que no tienen posibilidades, en algún momento dado, de modificarse o armarse al gusto. Es SOBERANAMENTE idiota que en México no haya refacciones y partes de Mac a la venta, y que si uno necesita algo, tenga que conseguirlo sobre pedido, a un precio que aumenta de intermediario a intermediario, de comisión en comisión.

Santo remedio. Bajo esos lineamientos tengo que vivir, como maquerita convencida que soy. Nunca me ha gustado nadar contra corriente; lo que sucede es que tengo una suerte con los ríos de la vida... Supongo que si me hubiera tocado vivir en la revolución cristera, a lo mejor ahorita me encontraría entre la nueva colección de mártires mexicanos, yo que no tengo vocación ni mucho menos. Antes que nada las preferencias.

Las dificultades graves con “Shu II” empezaron un par de meses después de haber resuelto el lío de su adaptador. La pantalla se congelaba cada determinado tiempo y determinadas aplicaciones. Caminé por la calle de la amargura durante tanto tiempo que mis pies deben estar en carne viva y ya no siento nada. Por instinto decidí que había que conseguir herramientas de autodiagnóstico (mi Mac usada no venía con discos de sistema) y reparación; esto solucionó las cosas, pero a medias. Para evitar males mayores, la llevé a revisión a un servicio de laptops que me recomendaron. Más o menos después de un mes (¡ufff!) de pruebas y más pruebas, me la regresaron con la noticia de que no podían arreglarla, y, para acabarla de amolar, con un ruidito en el disco duro que antes no tenía. Tuve que doblar las manos y llevarla a un centro “autorizado” por Apple. En este lugar, el departamento de servicio me recibió con las nuevas de que tal vez habría que reemplazar mi disco duro, porque, afirmó el ingeniero poco amable que me la recibió, los discos duros de Mac tienen una vida útil de sólo dos a tres años (¡vaya mentira! “Shu”, aquí presente, tiene cerca de siete años; su hermana de escritorio más de diez, y a ninguna le ha fallado el disco), y que si alguna vez planeábamos reparar el cd-rom de “Shu”, a ver cómo nos iba, porque ya no era posible conseguir refacciones para este modelo de Mac (¡otra mentira!). No de muy buena gana, pero ahí, con la promesa de un diagnóstico en dos días, dejé a la pobre, enfermita “Shu II”. En las manos de un ingeniero que inmediatamente le echó una mirada de desprecio por ser una máquina “viejita”. Vivo en México. Para las Mac, así son las cosas aquí.

Y, entonces, así está la situación. Soy usuaria de Mac y tengo dificultades. No constantes ni mucho menos, pero cuando suceden, me siento extraordinariamente sola. No tengo la mentalidad (ni el dinero) para convertirme en maquera mexicana típica con la idea de “si se descompone pues la tiro y me compro la última generación”. Me gustaría que en mi país los usuarios de Mac y de PC tuviéramos, como en otros lugares, las mismas oportunidades de reparar, aumentar, modificar, intercambiar accesorios y seguir adorando a nuestra propia máquina, sin que hubiera tan marcado racismo. Que utilizar un sistema operativo y una máquina en particular fuera cuestión de preferencias y no de alcances monetarios. Que me dejaran en paz con ello; yo nunca he fastidiado a mis amigos PCeros con que se cambien a Mac. Que los técnicos de Mac aquí fueran un poco más capaces, y más amables. De preferencia, ambas cosas a la vez.

Sobre todo, quisiera que las palabras de apoyo y consuelo que uno siempre busca en las dificultades no contuvieran, en este caso mío, ninguna variante ya sea furiosa, irritada, burlona, compasiva, sangrona, envidiosa, sarcástica, siniestra, inclusive bienintencionada, de la frase “¿por qué no te compras una PC?”. Pero, les digo, esa clase de bondad no es algo que pueda esperar aquí en la tierra. En esta tierra, pues, donde la gente arma borlote hasta por el color de los ojos y la piel de uno, o su estatura, peso o cómo se viste. Donde ser por casualidad un poquito diferente es casi una condena.

A lo mejor debería, de veras, cambiarme a las PC. Pero creo que ya estoy lejos de esa posibilidad. Tomé la fatídica decisión, supongo, hace ya mucho (unos tres años después de que Ridley Scott hiciera su famoso comercial para Macintosh basado en 1984, la novela de Orwell), cuando descubrí que, en el entreverado y muy, muy misterioso mundo de las computadoras, había una a la que podía comprender. Y que me entendía a mí.

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