domingo, noviembre 14, 2010

Otra (menos desquiciada) aventura en la biblioteca



Tener reflexión histórica, no solamente datos históricos [...]
Pero si estos datos no nos invitan a la reflexión, a la
identidad histórica y a la identidad como nación,
no nos sirven de nada.

Sandra Molina, historiadora.


Desde el pasado mes de octubre (más o menos) comenzó a nacerme un interés... ok, dejemos por la paz los eufemismos... obsesión, por una figura histórica mexicana, la del general insurgente (y primer presidente de México) Guadalupe Victoria. Las razones ya las discutiremos después; lo mismo, si gustan, los detalles y los objetivos. Por lo pronto aún ignoro si me pegó el fervor del Bicentenario (la celebración nacional de los doscientos años del inicio de la lucha armada que llevaría a México a su independencia) o si el asunto tuvo que ver con mi cambio de trabajo y el repentino descubrimiento de que la felicidad puede hacer daño cuando el organismo de uno se ha acostumbrado a la desdicha.


Como sea, el asunto es que comencé por leer una novela sobre este personaje, Victoria, de Eugenio Aguirre. Después conseguí una biografía más seria pero mucho más parca escrita por la historiadora Carmen Saucedo. Entre uno título y otro fue a meterse a la casa de ustedes toda una sarta de libritos gordos, delgados, caros o económicos, todos sobre la guerra de Independencia y sus protagonistas. Me propuse no reseñar ninguno de ellos pero algunas circunstancias han empezado a cambiar mi opinión. Pero no es esto de lo que quiero contarles ahora, sino de la breve y menos trágica aventura a la que me empujó esa “necesidad” de información (como muy atinadamente lo puso la señorita C., de coordinación académica en mi nueva escuela) de vuelta en la biblioteca Iberoamericana.

Por esto que pongo, y por lo que les relaté en mi experiencia pasada, ya se imaginarán que no soy muy amante que digamos de visitar las bibliotecas públicas. Por desgracia, no tengo en casa todos los libros que quisiera y hay más libros que aún no descubro que quiero. Pero ya que esta segunda experiencia fue muchísmo más placentera que la otra, no dudo que mis visitas se harán frecuentes.

Mucho preámbulo para lo que viene, pero por favor aguanten un poco, y viajen conmigo al miércoles pasado. Si de casualidad descubren algo en mi periplo que yo no haya visto, les agradecería que me lo hicieran saber.


Miércoles, 10 de noviembre de 2010

Voy en transporte público hacia el centro de Guadalajara. Mi reproductor de MP3 ha estado llenándome los oídos, desde hace la más o menos media hora cuando abordé el camión, con Carmina Burana de Carl Orff; traigo algunas melodías pegadas desde ayer y no dudo que haya espantado a mis compañeros de viaje al tararear dos que tres. Cuando me bajo del autobús estoy por exclamar “Ave formosisima”. Casi se me olvida que este transporte ha cambiado de ruta, y que si me descuido me dejará mucho muy lejos de mi objetivo.

Estoy tan nerviosa que el corazón me da de golpes en el pecho. ¿Pero qué rayos sucede?, me pregunto. ¿Nerviosa por qué motivo? Ni yo misma entiendo. La última vez que intenté razonarlo, me acordé de que cuando viajé a conocer Irlanda hace ya más de quince años, mi mamá se mostró preocupada de que el encuentro me fuera a decepcionar. “Puede que Irlanda no sea como tú te la imaginas”, me dijo. “La has idealizado mucho”. Intenté hallar la conexión y no me pareció tan descabellada. “Lo que pasa es que tengo miedo de encontrar algo sobre el general Victoria que no me agrade”, me dije. ¿Será eso la razón de que las manos me estén sudando a pesar del frío, que sienta ese ligerísimo temblor en las yemas de los dedos?

No creo, sin embargo, que la palabra “idealizar” sea lo más apropiado para esta situación. Cuando se trata de los próceres nacionales, “idealizar” es todo lo que se hace en la educación básica mexicana. Se nos muestra a nuestros héroes nacionales a la manera de solemnes estatuas a las que hay que tenerles un respeto forzado que con el tiempo, por desgracia, se va transformando en indiferencia. La misma, mismita indiferencia con la que mis ojos contemplaron hace varios inviernos la estatua de Guadalupe Victoria que se encuentra en una de las salidas de la hermosa ciudad de Durango, cuando me preocupaba más por el tremendo clima que iba a tener que soportar ahí que por la historia de mi patria.

Una ventaja han de tener las estatuas: no sienten. No respiran. Por consiguiente, no decepcionan. Pero ahora, que he estado rompiendo la corteza de bronce de los próceres nacionales y que la admiración que empecé a sentir por uno de ellos (el que fue primer presidente de México, ni más ni menos) comenzó a transformarse en un franco y profundo cariño, puede que las cosas cambien.

Comienzo a caminar hacia la biblioteca Iberoamericana; justo al principio de la calle, me encuentro con una magnífica librería de usado. No resisto la tentación; doy un vistazo, lo más rápido que puedo, y hallo dos que tres cosas interesantes. No es la única distracción en mi camino, que pasa más que nada por tiendas de artistas: en una de ellas hay pinceles tan bonitos y suaves que rivalizan con las carísimas brochas de maquillaje que con cierto anhelo toco en las tiendas departamentales. Me propongo un día ir de expedición en busca de una docena, y prosigo. Más librerías de usado. Más calles recién arregladas con motivo de los Juegos Panamericanos del año que entra. Otra tienda, esta vez de ropa, donde me pruebo un suéter tipo cardigan como el que he estado buscando, verde y esponjado, que no es tan costoso pero que no puedo pagar por el momento. ¡Cómo me encanta el centro de Guadalajara! No hay tanta gente como en el de la Ciudad de México, pero no tan poca como para sentirse solo. Y las caras que uno mira están relajadas, tranquilas; quién sabe cuántos anden de paseo y cuántos, como yo, tengan un objetivo en mente. Tengo una visión fugaz de un día en el que todo eso termine; la aparto de mi mente y sigo caminando.

Mi primera parada “seria” es la legendaria Tienda del Maestro, un localito cerrado que durante varias décadas se ha hecho famoso por su surtido de material didáctico de todas clases, principalmente para la educación primaria. Ahí, pago un peso con cincuenta centavos por una lámina tamaño carta con una imagen de Guadalupe Victoria; la joven empleada me ha mirado con extrañeza cuando se la pedí. La pintura es reciente, de 1995, y la firma un tal Tomás. No es la mejor imagen que he visto del héroe (me da la impresión de que la profundidad del cuadro falla un poquito), pero no sé por qué se me ocurrió que un retrato de don Guadalupe me inspiraría en mi búsqueda por la Iberoamericana. ¿Usted cree que le hace justicia, general?, le pregunto al aire, y de inmediato recuerdo que para lo que tengo que hacer hay que clavar los pies en la tierra. Últimamente, cuando divago sobre el tema o cuando me siento un poco enferma, me da por imaginar que Victoria es un fantasma que me hace compañía, y que aunque su actitud es tan decidida como la de la estatua de Durango, sus ojos son dulces y comprensivos.

La biblioteca Iberoamericana sigue siendo una de las más bonitas que he visto, aunque esté pequeña, y a sus empleados les falten algunos tornillos (bien, ya sé que en mi situación no estaría bien juzgar las construcciones cerebrales de otros). Aplastan con mirada de brea hirviendo cualquier intento de los usuarios de romper el sagrado silencio del recinto, aunque entre ellos se comuniquen a gritos de un lado a otro. No dejan de mirar al extraño que se aproxima a la sección de las salas que casi no se usa. Y casi nunca entienden lo que uno anda buscando, así que es mejor atenerse a la base de datos.

La biblioteca no ha cambiado nada en el casi un año que llevo sin visitarla; en cierto modo, me da gusto. En la base de datos está la chica del eterno juego de solitario; la señora que me ayudó la vez anterior ronda por los escritorios. El señor del mal aliento sigue, imperturbable, en su puesto en lo alto del tapanco derecho. Pareciera ser que no ha cambiado nada. Pero ese encuentro viejos conocidos es momentáneo, porque hoy me toca visitar la sala dos, donde se encuentra la hemeroteca, el área infantil y también los libros de historia y geografía.

En la mitad de la sala dos hay una veintena de escritorios con computadoras donde uno tiene acceso gratuito a internet; la otra mitad la ocupan mesitas bajas hexagonales rodeadas de las únicas sillas acolchadas del recinto; es la zona de los niños que también alberga los tesoros más apetitosos de la Iberoamericana en cuanto a fantasía y ciencia ficción. Casi todos los otros lugares están ocupados por señores con expresión malhumorada que leen la sección de deportes de los periódicos del día, así que decido apropiarme de una de las mesitas infantiles. Por suerte, mi trasero todavía cabe bien en las diminutas sillas.

Como ya conozco las mañas... es decir, las costumbres y modos en esta biblioteca, estoy preparada para actuar con discreción. Ya sé que no se permiten sino dos libros por usuario en el momento, y en mi cuaderno traigo la ficha de cuatro. Mis piernas, más que preparadas para el momento, echan a andar con mucha gracia por las escaleras, y luego por el tapanco (aquí nadie está leyendo sino periódicos) para tomar los primeros dos.

Me brinca de gusto el corazón: el primero de esos libros es Guadalupe Victoria, primer presidente de México, de Lilian Briseño Senosiain, que se publicara en 1986 con motivo del cumpleaños número doscientos del héroe, y que está citado como bibliografía por los autores Saucedo y Aguirre. El segundo es una recopilación de documentos (el volumen 1; el dos, realizado por Saucedo, aún está inédito) sobre el presidente. Comienzo por hojear éste; hay ahí una colección de cartas, arengas, discursos, informes y hasta un sonetillo tierno de un admirador. Algunas frases hacen que se me humedezcan los ojos. Qué fenomenal es usted, general, vuelvo a susurrarle al aire, y de inmediato cae mi recordatorio: los pies sobre la tierra.

El tercer libro, ¡oh, desilusión!, es el folletito monográfico que uno puede descargar gratis en la página del Bicentenario. Igual, me alegra tenerlo en las narices, en papel. El cuarto es el epistolario que la marquesa Calderón de la Barca, esposa del primer embajador español en México, escribió sobre sus impresiones de nuestro país; aunque nomás me interesan dos párrafos en los que habla de Victoria (en uno de ellos, por cierto, no lo baja de tontito) no paso por alto el juicio tan severo que hace de la comida mexicana (y eso para alguien acostumbrado a comer salchichas de vísceras de borrego con gachas, puaj; la señora era escocesa), y de la fealdad de nuestro tono de piel, que según ella es amarillento (espero que en el cielo esta mujer tenga acceso a los recientes libros de Bobbi Brown donde se explica este fenómeno de los colores de la tez).

Mis cuatro libros son apenas el principio; como ya me imaginaba, en los alrededores hay mucho más. Me clavo más que nada en el Cuadro Histórico de la Revolución Mexicana de Carlos Ma. Bustamante, un amigo personal de Victoria. Varios capítulos de esta obra se hallan también en la página del bicentenario pero en este momento no lo tengo presente. Pienso que me gustaría tener en casa el libro de Briseño (ya no se permite el préstamo externo de libros en las bibliotecas públicas de Guadalajara) pero el de Bustamante es el que ha capturado mi atención.

De pronto, dan el aviso; por medidas sanitarias (dicen) la biblioteca cerrará de tres a cuatro de la tarde. Hora de un breve descanso. No pienso irme, eso sí, sin fotocopias de algunos de los Documentos.

El señor encargado de paquetería y copias (que por cierto no son baratas) es el mismo de toda la vida; siempre me ha parecido un poquito bipolar; algunas veces se ve muy amistoso, y otras parece que quisiera retorcerle el pescuezo a uno. En esta visita lo pesco de buen humor. Le pregunto que si puede sacar en una sola hoja dos páginas de los libros. Lo que era simplemente una solicitud, él parece tomárselo como cuestionamiento a sus habilidades de fotocopista.

- ¿Pues qué creías, chamaca? - bromea, y empieza a copiar las páginas que le dicto. Sólo se detiene cuando llega a una página casi en blanco en la que sólo aparece la rúbrica de Victoria.

- ¿Estás segura de que quieres esta página? - me dice frunciendo el ceño.

- Es que es su firma - digo como si el señor estuviera al corriente de lo que estoy haciendo.

- Guadalupe Victoria - lee el señor, despacio, bajito; mueve la cabeza y deja de sonreír. No volverá a hacerlo en los próximos veinte minutos.

El “break” me permite irme a comer; esta vez lo hago con buen humor y con buen apetito. Después, como todavía falta tiempo para las cuatro, doy una vueltita por las librerías de alrededor (las que son de usado quedaron atrás) y entro a una dulcería a comprar un poco de chocolate Turín, mi favorito. En el camino me tropiezo con un señor que vende en la calle juegos de armar, como tangramas, sólo que tridimensionales.

-¡Llévelo, llévelo! - pregona -. ¡La mejor terapia para esa mente inquieta que no nos deja ser felices!

La coincidencia me sobresalta. Pero no voy a comprar más que el chocolate; ya es hora de regresar a la biblioteca. Quedé de verme con una amiga a las seis; no me queda mucho tiempo.

El libro de Bustamante consigna varios hechos que me hacen admirar la investigación detrás del de Aguirre; algunos detalles me dejan con dudas. Pero al final de una lectura rápida y seguramente mal hecha, lo que me queda claro es lo siguiente: Bustamante terminó decepcionado de Victoria; yo no.

Voy por una segunda tanda de fotocopias; el señor ya se ve de mejor humor. Y yo estoy cansada, pero no fatigada, no hecha trizas como en mi primera visita. En mi cansancio hay un mucho de felicidad. Mi sed, eso sí, dista mucho de estar saciada; ahora quiero saber más, y entiendo que me falta mucho por averiguar. Nuevamente quisiera dedicarme más a esto de la investigación.

Tras una rápida visita a los puestos de libros usados que se encuentran el ayuntamiento, me dispongo a tomar el autobús de regreso, para coronar con un buen té matcha y una buena conversación un día tan feliz que quisiera repetir al menos una vez al mes.
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La casa de Aisling by Laura Michel is licensed under a Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Derivadas 2.5 México License.