7. La guerra desde el closet
Ahora, retrocedamos un poco en la historia.
Probablemente lo que les voy a contar suene a la época de las cavernas, tan cambiado que está el mundo ahorita y tan rápido que los humanos nos acostumbramos a los cambios, pero imagínense en el tiempo donde no existía el acceso a la información rápida y la que se podía hallar en las enciclopedias tenía varios años de antigüedad. El (entonces) único libro póstumo de Tolkien, El Silmarillion, se me fue a aparecer en aquella época.
Aunque ustedes no lo crean, la primera vez que vi un ejemplar fue por televisión. Antes en México teníamos acceso a muy pocos canales, repartidos entre dos compañías: Televisa y la por aquellos tiempos transmisora de gobierno, que cuando yo era muy niña se llamaba TRM (las siglas cambiaron su significado de Televisión Rural de México a Televisión de la República Mexicana, creo que para no excluír a su público en las ciudades), en la época que les estoy contando Imevisión, y en la actualidad TV Azteca.
Imevisión tenía un programa semanal de concurso (antes, esta clase de entretenimiento valía la pena) que se llamaba “Forjadores de Nuestra Historia”, en el que chicos de secundaria y preparatoria ponían a prueba sus conocimientos sobre próceres mexicanos. La entrada del programa tenía música de uno de los discos de Fresh Aire, y la conductora era una muchacha muy guapa y muy seria, pero por desgracia no recuerdo su nombre, ni he podido hallar más información; tendrán que confiar en mí para lo que sigue.
Los ganadores del concurso se iban a su casa cargados de premios en libros... entre esos libros, probablemente todavía en la edición pirata de editorial Hermes, El Señor de los Anillos, El Hobbit y un tomo negro y grueso del que sólo era visible el lomo y que tenía ahí escríto un título un tanto difícil de leer en los dos segundos que lo enfocaban: ¿El Si... qué? ¿Sila qué...?
No me perdía el programa nomás por dos cosas: echarle vistazos al libro ése y observar la reacción de la conductora al entregar los premios al final. La chica decía algo así como “les vamos a entregar una colección de libros de autores tan importantes como Tolkien, Fulano de Tal, Mengano...”. Siempre ponía a Tolkien por delante, lo mencionaba con tanta naturalidad como si el nombre fuera igual de reconocible que Shakespeare, y parecía paladear la palabra cada vez que la pronunciaba. Bueno, a decir verdad, a mí también me vibraban los oídos de gusto al escuchar el apellido de mi autor favorito en tele.
Algo parecido a lo que ocurría en “Forjadores” me llevó también a hacerme lectora asidua de una publicación ahora extinta llamada Claudia, una de las poquísimas revistas para señoras que he visto que no se entretenía en frivolidades. La revista Claudia, impresa un cuarto en couché y el resto en papel revolución (como entonces se acostumbraba, para que las revistas fueran más gorditas e incluyeran más material de lectura), tenía sus secciones de moda y belleza, una de cocina, otra de tejido y costura, y una muy extensa de cultura, que abarcaba columnas de música, cine, libros, teatro y televisión. Lo demás se rellenaba con artículos especiales de temas muy diversos: alguna vez fue la historia del comic en México; otra, el barrio de Tepito; en cierta ocasión se dedicaron a despedazar la Epístola de Melchor Ocampo, un texto espantoso que antes se acostumbraba leer en las ceremonias de matrimonio en mi país; en una más, entrevistaron a Jean Chalopin, el creador del Inspector Gadget. Yo no comencé a comprarla sino hasta que una amiga de la prepa me mostró uno de esos artículos que trataba, nada más y nada menos, que del género literario de la Fantasía Heroica.
El autor de este artículo (espero no equivocarme; creo que era Germán Rodríguez Sosa) hacía una historia muy breve pero acertada del nacimiento de este género en el siglo XX, y, junto a Tolkien, mencionaba al norteamericano Robert E. Howard como padre del mismo. Por ahí flotaban los nombres de los precursores: Cabell, Eddisson, Dunsany; y los de quienes sigueron: Leiber, LeGuin, Alexander, Beagle, Moorcock; todos quedaron debidamente registrados en mi wishlist de lecturas. Y el siguiente mes, me lancé a comprar la revista, esperando que el fenómeno se repitiera.
No fue así; jamás hubo otro artículo sobre la Fantasía, pero no puedo decir que quedé decepcionada; la Claudia era muy interesante, y no creo que haya muchas de estas revistas de señoras que puedan presumir haber albergado alguna vez líneas de escritores de la talla de Octavio Paz y Vicente Leñero, entre otros. Pero lo mejor de todo fueron las múltiples ocasiones en las que pude confirmar mi morbosa sospecha de que una muy buena parte de los colaboradores de planta en Claudia eran devotos admiradores de Tolkien.
¿Cómo reconocería uno a un pre-tolkiendili a finales de los ochenta? Facilísimo: siempre intentaban esconder el pasatiempo. Estaban (ejem... ¿estábamos...?) convencidos de la importancia de su autor favorito, pero no muy dispuestos que digamos a reconocerlo delante de todo el mundo. Los diccionarios y las enciclopedias no mencionaban a Tolkien, pero ellos lo harían, como si fuera por casualidad y el asunto más natural del mundo. En la revista Claudia había ejemplos divertidísimos. Como citas (aproximadas, tengan en cuenta), recuerdo dos: uno en un artículo de modas (?): “...diademas brillantes, como la dama Galadriel del Señor de los Anillos”; y otro en un especial del día del niño: “...¿y no fueron los hobbits, con una inocencia comparable tan sólo a la de los niños, quienes derrotaron al Señor Oscuro...?” .
Je, je, je... así estábamos. Todos esperando que alguien preguntara: ¿quién es Tolkien? ¿Qué es El Señor de los Anillos?, para poder darle rienda suelta a la afición. Queríamos a Tolkien hasta en la sopa y queríamos tomar sopa todos los días.
Algo de la fantasía y Tolkien, aunque fuera en relación de tercero o cuarto grado, se podía encontrar si uno buscaba con cuidado. Ya que estamos hablando de Imevisión, por ejemplo, durante los ochenta comencé a ver de principio a fin las repeticiones de un programa para niños, “Érase que se era”, producido y dirigido por Enrique Alonso “Cachirulo”, un genio del teatro en México. En este programa, que combinaba una producción de muy, muy bajo presupuesto con actores de primerísima calidad (muchos de ellos nacidos y crecidos en el teatro), se representaban historias basadas en los cuentos de hadas, muchas veces con un toque contemporáneo que hermanaba al asunto con la fantasía moderna y me hacía pensar que los guionistas también tenían sus oscuros secretitos. Como no había dinero para música original, se reciclaban temas de películas y otras fuentes (la entrada del programa era la del musical de Brodway Camelot). En varias ocasiones se utilizó el muy reconocible soundtrack de la película de Bakshi El Señor de los Anillos, obra de Leonard Rosenman.
Los libros de ESDLA se abrieron paso inclusive hasta la diminuta biblioteca de mi escuela horrible, y no precisamente por mérito mío. La responsable fue mi hermana (ajá, la que leyó los libros antes que yo) en una conversación que tuvo con el director de mi prepa.
El director era un tipo joven, oriundo del norte del país, y, la verdad, un poco raro. Una vez que me citó en su oficina me lo encontré contemplando una fotografía con ojos llenos de amor; me acerqué para espiar y vi que la foto era de una especie de fábrica con varias chimeneas llenas de humo y tubos que arrojaban agua contaminada a un río. “¿No te parece que todo debería ser así?”, me susurró el director con voz de borreguito tierno. Y hablaba muy en serio.
Bien, pues en una vez que platicaba con mi hermana, otra fan de Tolkien que saltaba al tema a la menor provocación, este joven intentó demostrarle que no era ajeno al campo de la fantasía. Para ello, habló de su entonces película favorita, Leyenda, de Ridley Scott.
- Esa es una película - dijo - que todos los niños deberían ver.
- ¿Por qué? - le preguntó mi hermana.
- Pues porque tiene final feliz y nadie se muere.
(Es cierto; en la ultraconvencional, ultra- floritureada Leyenda, las acciones no tienen consecuencias, los personajes que se mueren reviven y los que caen en alguna situación peligrosa se salvan de milagro; incluso la mejor solución para terminar con el mal y de paso ahorrar metraje es repetir las primeras tomas con el guardabosques élfico representado por Tom Cruise y concluír que “aquí no ha pasado nada, señores”. Como no fuera para aprovechar los unicornios que en ese entonces no pudo sacar en Blade Runner, no sé en qué rayos estaría pensando Ridley Scott).
- No - le contestó entonces mi hermana -. El Señor de los Anillos sí es un libro que todos los niños deberían leer.
- ¿Por qué?
- Porque no tiene final feliz y se muere mucha gente.
Mi hermana procedió entonces a ahogar el recién nacido discurso del director sobre que si los pobres niños se traumarían con argumentos tan convincentes, que apenas un par de meses después el director ordenó la compra de dos ejemplares completos de ESDLA para la biblioteca. Los colocaron en la sección de Filosofía (lo que sucede es que en esa biblioteca no había sección de literatura, y los pocos libros que no eran otra cosa estaban colocados aquí y allá en los sitios más inverosímiles), y, si nadie se los ha robado, ahí deben seguir. Durante un año y medio apenas los sacaron dos veces; ya entrados los noventa, cuando me asomé por allá a expurgar algunos últimos fantasmas y verificar el rumor que me habían soplado por ahí sobre que al Gran Ojo le estaban saliendo cataratas (y que, tristemente, habían talado mi árbol favorito), los encontré ya un poco maltratados y con la tarjeta llena de múltiples lecturas. Muy buena señal.
La conductora de “Forjadores”, los colaboradores de Claudia, los trabajadores de “Cachirulo”, tal vez él mismo; mi hermana, yo, mucha gente de la que nunca llegué a saber, teníamos un par de puntos en común: amábamos profundamente El Señor de los Anillos, y a nuestra manera peleábamos por él, porque se diera a conocer, porque se volviera el pan de cada día para más, y más personas. Pero en los ochenta, preferíamos hacerlo desde la oscuridad. Cada quien, encerrado en su propio closet donde nadie más podía entrar, observaba el universo y hacía señales de humo con cerillos. Asomábamos la nariz, y aprovechábamos cualquier oportunidad de salir, pero regresábamos y echábamos el cerrojo a la menor señal de peligro. Y así, todos los días, todos los años. Bueno...
Continuará...