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miércoles, julio 16, 2008

Veinte años: Apéndice II


El viejo molino

Ronald Tolkien y su hermano Hillary vivían en una casa en Sarehole, un barrio de las afueras de Birmingham. La que era su casa ahora pertenece a una familia de allá, pero el molino de Sarehole se ha convertido en un museo dedicado a Tolkien. Para entrar, hay una cuota mínima; se ofrece ahí mismo un tour tolkieniano que inlcuye entre otros sitios de interés el oratorio de Birmingham, donde vivía el tutor de los muchachos, el padre Francis Morgan. Como el lugar se encontraba a apenas una cuadra del hotel donde me hospedé y acababa de ir a misa ahí, me entretuve un buen rato en el molino.

Dentro del edificio hay una colección de fotografías, ilustraciones, notas explicativas, alguna que otra anécdota sobre la familia Tolkien; como fondo una impresionante maquinaria que movían las aguas del estanque. Cuánto no debió haber ocurrido en los alrededores.

En la fotografía (hagan click en la imagen para agrandarla) podemos ver cómo luce en la actualidad (o al menos como se veía en el verano del 2005). Al otro lado de esta entrada (aproximadamente a la altura de la puerta blanca, aunque ustedes no lo crean) hay un estanque medio fantasmal de agua lamosa rodeado de arbustos y plantas. Las paredes del sitio lo contienen; me pregunto qué sucede los días de mucha lluvia.

El campo alrededor está verde, totalmente verde, y cuando lo visité tenía un delicioso aroma a hierba mojada. Aquí y allá, dispersos, hay árboles bajitos, de follaje muy espeso y con flores. Un arroyito separa el campo de la calle.

Cuando lo recorrí, se me mezclaron dos sensaciones que todavía recuerdo con claridad: una fue la de estar en medio de un sueño (por alguna razón no me podía concentrar en el sitio, el tiempo y la hora); la otra, un intenso déja vu que no comprendí sino hasta horas después: había estado caminando en la Comarca, la auténtica Comarca, y no sólo en la imaginación. El descubrimiento (la caída del veinte, diríamos en México) fue lo suficientemente tremendo como para dejarme inmóvil por unos cinco segundos, a medio bocado de una tardía cena de té con galletitas en la soledad de mi cuarto de hotel.

lunes, julio 14, 2008

Veinte años: Apéndice I


El prólogo de Peter Beagle para la edición de Ballantine de ESDLA

Mi primer ejemplar de El Señor de los Anillos en inglés tenía, a manera de prólogo, este mini ensayo por Peter Beagle, autor de El último unicornio (entre otras obras de fantasía). Lo traduje por pura diversión entre 1989 y 1990, cuando todavía era un verdadero fiasco en el oficio. Iba a subirlo tal y como lo hice, por aquello de los recuerdos; pero a mi yo actual, que es apenas un poquito menos inútil que el de entonces, le dio tanta vergüenza que intento algunas correcciones (sin el original a la mano). A ver qué sale...



Hace quince años de esto que escribo, me tropecé con El Señor de los Anillos en las estanterías de la Biblioteca Carnegie en Pittsburg. Había estado buscando el libro por cuatro años, tras leer la reseña de W. H. Auden en el New York Times. Hoy, recuerdo aquellos tiempos (cuando la trilogía seguía siendo difícil de hallar y aún más difícil de explicar a muchos amigos) con una innegable nostalgia. Era una época infructuosa para la fantasía, entre otras cosas, pero un buen tiempo para abrigar esperanzas sobre pequeños tesoros y consignas misteriosas. Mucho antes de que la frase ¡Frodo vive! empezara a aparecer en los subterráneos de Nueva York, Tolkien era el mago de mi sabiduría secreta.

Nunca he creído que fuese accidental que tuvieran que pasar casi diez años para que las obras de Tolkien estallaran en popularidad, casi de la noche a la mañana. Los sesenta no eran una época mucho más sucia que los cincuenta (simplemente habían recogido la suciedad sembrada en la década anterior) pero fueron los años en los que millones de personas se dieron cuenta de que la sociedad industrial había llegado a ser paradójicamente inhabitable, terriblemente inmoral y letal en esencia. En términos de consigna, los sesenta fueron los tiempos en los que la palabra “progreso” perdió su antiguo carácter sagrado y “escape” dejó de ser cómicamente obscena. En la actualidad, a tal inclinación se la llama reaccionaria, pero los amantes de la Tierra Media todavía quieren irse allá. Yo mismo quisiera, como de rayo.

Pues finalmente es la Tierra Media y sus habitantes lo que amamos, no tanto los considerables regalos que Tolkien nos ha hecho al mostrárnoslos. Dije alguna vez que el mundo que él delineó estuvo ahí mucho antes que él, y todavía lo creo así. El ha sido más que un gran hechicero al alcanzar nuestras pesadillas nocturnas, nuestros sueños diurnos y fantasías del crepúsculo, pero nunca las inventó realmente; les encontró un lugar para vivir, una fresca alternativa para las locuras de cada día en un mundo contaminado. Nos hemos puesto a honrar a tanto equívoco explorador y descubridor... ladrones que plantan banderas, asesinos que portan cruces. Alabemos por fin a los colonizadores de sueños.

Peter S. Beagle
Watsonville, California,
14 de julio de 1973

jueves, julio 10, 2008

Veinte años, antes y después. Parte 12



12. El recuento de los años

Perdí mi trabajo en la Universidad en el 2005... la escuela de Lingüística, que tenía mi edad, no sobrevivió a las malas administraciones y a la terrible crisis por la que todavía atraviesa mi alma mater. Un año más tarde pensaría que no hubiera estado tan mal desaparecerme junto con ella, y no porque le tuviera tanto amor (aunque el “nadie sabe lo que tiene” iba a rebotarme con fuerza en la cara durante los meses siguientes) sino porque había olvidado el sabor de la inseguridad, la falta de certeza sobre si el mes siguiente seguiría teniendo trabajo; el desempleo y el subempleo, que es todavía más amargo; todo ello como un veneno que te deja en las últimas, pero con vida, que hubiera preferido no volver a probar jamás.

Finalmente no doné, como hubiera querido hacerlo, un ejemplar de ESDLA a la biblioteca (curioso que no lo tenían en mi Universidad), ni me enteré si los alumnos de filosofía POR FIN se iban a decidir a leerlo... o a reconocer que no lo habían hecho o que no tenían la menor intención de hacerlo. Se me va a hacer muy difícil enterarme si los catedráticos y tolkienistas argentinos con los que tanto me gustaba disertar regresarán alguna vez... y ya no podré enseñar a Tolkien en mis clases. Pero el golpe de tristeza real no llegó (por suerte o por desgracia) sino hasta varios meses después de un verano muy emocionante: el evento de Tolkien 2005, con sede en la universidad Aston de Birmingham, y mi segunda visita a la bienamada Irlanda.

Aisling ya no es mi nick desde el verano de ese año, o al menos ya no lo considero así. Ahora es mi segundo nombre, mi nombre irlandés.

Ocurrió en un pub en Galway, con un grupo de señoras y señores de todas las edades con quien entablé conversación, un poco de baile y un poco de canto. Al segundo “¡Pero creí que eras irlandesa!” de la noche (el cuarto o quinto de la semana), supuse que ya estaba bien de negativas y respondí por primera vez en mi nuevo acento suavecito, que se me había pegado a los tres días de estancia en la isla: “Sí, sí lo soy... pero sólo de corazón”. Una de las señoras me preguntó: “Entonces, ¿cuál va a ser tu nombre irlandés? Si eres irlandesa de corazón tienes que tener un nombre irlandés”. Lo bueno es que éste ya lo tenía listo; mi segundo bautismo no fue precisamente de confirmación, sino de más música, algo de historia antigua y un brinco de odio espontáneo ante la mención de Oliver Cromwell. Adoro a mi país natal, pero en ningún lugar me he sentido tan en casa como Irlanda.


No voy a extenderme demasiado con las experiencias del evento Tolkien 2005, la última de las tolkienidades “al por mayor” por las que pasé, porque es una historia bastante larga (y da para un texto casi del mismo tamaño que toda esta crónica). Sólo diré que estuve muy feliz... que me tocó conocer a la maestra Priscilla Tolkien, la hija de nuestro autor, y además a un montón de expertos con los que deseaba platicar: el profesor Tom Shippey, la profesora Verlyn Flieger, los escritores Charles Coulombe, Patrick Curry, John Garth y Colin Duriez entre tantos, tantos más; el pastor Greg Wright, de HollywoodJesus.com, y la doctora Rhona Beare, una de las primeras fans de Tolkien y quien pudo intercambar correspondencia con él. Con el artista Alan Lee me di cuenta de que es posible enamorarse de un hombre de dientes feos, y ya que hablamos de sonrisas, está difícil olvidarse del gesto tierno y discreto del ilustrador Tim Kirk. Fue regalo de Dios el que me encontrara con los editores Thomas Honegger y Franz Weinrich, de Walking Tree Press, una editorial universitaria que me encanta, y quienes me dieron la oportunidad de publicar mi primer ensayo sobre Tolkien en un medio “serio” (uhhh... bueno, digamos comparado con revistas, periódicos e internet).

Conocí también a muchos representantes de diversas sociedades de Tolkien a nivel mundial, y sí me alcanzó a conmover el darme cuenta de todo lo que el amar profundamente a una sola y maravillosa obra puede conseguir. Recuerdo con particular cariño a la gente de Bélgica, a la de Grecia, España y Alemania, al único visitante chino, tan amable y discreto, y a los compañeros de Canadá, el grupo católico de los Estados Unidos y por supuesto los anfitriones ingleses; mis compatriotas mexicanos fueron de lo más atentos y me apoyaron mucho, pues aunque con la Sociedad Tolkiendili de México tengo desde hace algunos años una extraña relación amor/odio (muy semejante al sentimiento que me provoca el Distrito Federal, como ya les describí) puedo decir que la mayoría de las personas que he conocido por ese medio son gente que admiro, quiero y respeto. En este evento disfruté de la compañía de la estupenda familia A.; de nuevo mi gratitud y cariño.

La semana que duró el evento de Tolkien 2005 fue absolutamente perfecta; me hubiera gustado empaquetarla en un frasco para poder olerla siempre que me sientiera desanimada.

Pero bueno, es hora dejar ese tema, porque para cerrar este relato quisiera más bien compartirles algunas reflexiones personales.

Después de celebrar mis veinte años de conocer a Tolkien, estrené zapatos (soy amante de los zapatos, y tengo una colección gigantesca): unas alpargatas de color cobre dorado, porque resulta que los metálicos se volvieron a poner de moda. A mediados de los ochenta, mis caminatas entre lectura y lectura de ESDLA eran sobre unas ballerinas preciosas, color cobre viejo, con aplicaciones metálicas... no eran precisamente el último grito, pero a mí me encantaban y las usé hasta que se rompió la suela. Mi pelo de la secundaria que no le gustaba a nadie fue lo que cedió a la presión de los rizos al amoniaco; ahora las chicas lo quieren lacio, entre menos volátil mejor. El primer estuche de sombras de ojos que me compré, allá en los ochenta, me ganó una regañada de mi hermana mayor, más refinada que yo: tonos neutros, de los que ahora le quedan a todo el mundo. En el evento de Tolkien 2005 me compré un broche conmemorativo redondo, tal vez en recuerdo nostálgico del que me hice con corcho y sopa de letras. Es como si las cosas dieran vuelta en círculo.

Y, sí, Tolkien sigue estando de de moda. Lo mismo que los zapatos metálicos, el pelo lacio, las sombras de ojos mate (y ahora el mundo oftalmológico descubre los males del delineado en el borde interior del ojo, al que siempre me resistí en aquella época frívola y glamourosa), y en general, lo fantástico en arte, cine y literatura. Hace más de veinte añitos, yo era una especie de fenómeno; lo sigo siendo: la diferencia es que ahora los fenómenos también están de moda. Como (recuerdo) dijera el escritor Pepe Rojo en un artículo: los freaks de los ochenta no estaban desfasados, sino simplemente adelantados a su tiempo: lo que entonces les gustaba es lo que ahorita rifa (mola).

Sin duda, no todo es miel sobre hojuelas, y a veces el mirar atrás ciertos acontecimientos me sigue doliendo mucho; son poquitísimas las personas (vivas y no) de quienes no he pensado por lo menos una vez “ojalá no te hubiera conocido nunca”, y nuestro profesor Tolkien, por desgracia, no es una de ellas. El Señor de los Anillos tiene el pequeñín defecto de que nos abre mucho los ojos, y una conciencia, entre más despierta, se hace más sensible.

Pero (y esta es una pregunta que me gustaría plantear a todos los amantes de este libro), ¿cómo sería la vida sin ESDLA? ¿Qué habría sucedido, y qué no? ¿Qué sería distinto? Con respecto a mí, por lo pronto, se me ocurren tres, cuatro panoramas: tal vez la vocación de escribir, que ya traía, se hubiera inclinado (en el peor de los casos) al más políticamente correcto estilacho de la literatura latinoamericana contemporánea, o (en el mejor) a la onda bestsellera. De seguro no hubiera conocido a mi amadísimo, mi querido esposo G. Tal vez hubiera estudiado letras o QFB en Zacatecas. A la mera hora ni siquiera estaría viva a estas alturas. Pues, como dijo C.S. Lewis, uno no regresa de la Tierra Media siendo el mismo de antes. ESDLA nos transforma (en qué, ahora sí que depende de la providencia y las distintas circunstancias) y definitivamente su lectura es un empujón de varios pasos hacia nuestro destino.

Yo, por lo pronto, ya he dejado de especular sobre el mío, aunque no me he vuelto todavía camarón en la corriente de la vida. He sobrevivido a docenas de tristezas, a un abandono en masa de amigos, a varios fallecimientos de seres amados, a pérdidas de sueños y trancazos con la realidad. He estado entre las nubes para volver a azotar con la lluvia y elevarme de nuevo con el rocío. He metido la pata en todas las formas imaginables, he lastimado a mucha gente (a propósito y no tan a propósito), he desdeñado la prudencia y los buenos consejos cuando menos tenía que hacerlo (pero, eso sí: jamás traicionaría ni a mi prójimo ni a mis principios).

Lo único que tengo seguro sobre cada año entrante, es que más o menos a la altura del 23 de abril me toca mi dosis de ESDLA para recordar (o, depende del caso, no olvidar) ciertas cosas esenciales, por ejemplo, que “el camino sigue y sigue”, que “ni los más sabios conocen todos los finales” y, sobre todo, que tantas cosas malvadas y estúpidas que plagan los nervios, las mentes y los corazones de las personas “no triunfarán para siempre”. Y con eso me basta, para ser sinceros.


Al querido profesor, mi enorme afecto y reconocimiento.

A mis papás, que me han dado prácticamente todo, y en el todo se incluye una vida con ESDLA; y a G. el Capitán Quasar, que se encargó de hacerla más interesante, va mi amor y cariño.

Y a todos ustedes, un abrazo y mil, mil gracias, por haberme aguantado hasta aquí.


FIN

jueves, julio 03, 2008

Veinte años, antes y después. Parte 11



11. El Señor de los Anillos al cine... y yo, al banquillo

El rumor de que alguien por ahí se iba a atrever a filmar (por fin) una versión con actores de El Señor de los Anillos estuvo corriendo como pólvora y encendió algunos ánimos sobre todo entre los fans más devotos bastante tiempo antes del 2000. En lo personal, yo estaba muy entusiasmada, muy contenta de que se hiciera, y conforme con que el trabajo le correspondiera a Peter Jackson y no a un director hollywoodense. Estaba muy atenta a los rumores sobre el casting (echándole porras a Christopher Lee como Gandalf y suplicando que no le fueran a dar a Sam Neil el papel de Aragorn) y asustadísima ante cualquier insinuación de cambio a la historia original.

Ahora bien, lo más interesante del asunto estaba ocurriendo por fuera. De pronto, había muchas personas interesadas en ESDLA, cada vez se veían más leyéndolo en los camiones que solía tomar o en los pasillos de la escuela... una pena que yo me hubiera vuelto para entonces más retraída (en otro tiempo le hubiera sacado conversación a cualquier persona por mucho menos que eso).

Asunto aparte, también estaba por ahí la cosa que G. y yo habíamos decidido que ya estaba bien de cobardías y que ya era hora de vivir bajo el mismo techo. Habíamos tenido un noviazgo tan maravilloso que a ninguno se le antojaba terminarlo; con todo, si bien el matrimonio no representaba sino el reconocimiento legal y público de algo de lo que ambos teníamos certeza (que nuestro “error” ya era irreversible), G. opinaba que el compromiso todavía necesitaba la prueba de volverse, ahora sí en serio, indisoluble. Y a ver qué sucedía...

Un tiempo me distraje de Tolkien mientras lo del matrimonio se arreglaba. Todavía no habían pasado dos meses, y empezaron a caerme solicitudes que ni me hubiera imaginado. Primero un articulito en un periódico de Zacatecas, después el director de Enlace Editorial, la distribuidora de Minotauro en México hasta el 2003 y de quien mi hermana y yo fuimos clientes durante más de diez años, me contactó (no me lo confirmó, pero estoy segura que por recomendación de A. B. de la STM) para promocionar El Señor de los Anillos en la Feria del Libro de Guadalajara 2001 (no es por presumir, pero ese año ESDLA fue el libro más vendido del evento). Y alguito antes de eso, un amgo con quien ya había trabajado en cuestiones editoriales, P.S., me consiguió el trabajo del suplemento especial que la revista Cinemanía, le iba a dedicar a la película, y asientos para la premiére de medios. Guau. No me podía creer tanta dicha.


Recuerdo que varios días anteriores a la función, estaba tan nerviosa como si el filme fuera obra mía. Y más porque aparte de la película tenía pendiente una conferencia en el Ático café (que ahora ha cambiado de nombre), precioso, por cierto, en Ciudad Satélite. Cielos, cielos, cielos.

Tras la primera cinta (que sí me gustó, y me emocionó), todo se fue moviendo muy rápido, incluso la industria editorial. Hubo todo un aluvión de nuevos títulos sobre Tolkien que se fueron publicando en y tras el 2001. Mi biblioteca tolkieniana se duplicó tan sólo en un año. Por fin se le daba la atención merecida a mi libro favorito, y yo estaba feliz.

¿O tal vez no mucho? Hubo algo más que ocurrió como consecuencia de las películas: ¡Pafff! El ataque de los expertos instantáneos. Así, de la nada (y de hecho como pulgas en pastor inglés mojado) comenzaron a surgir montones de personas que, según eso, eran conocedores de Tolkien y capaces de explicar hasta el más mínimo detalle de su obra. A algunos de éstos los conocía de antes, y otros nomás no conseguían ocultar la cruz de su parroquia: “Sí, Tolkien ha sido el escritor de fantasía que más ha tenido influencia en mis creaciones (yo nunca dije Italo Calvino)”, “Sí, ésta es la primera biografía de Tolkien escrita en castellano (no me molesté por investigar sobre las otras)”, “Sí, mis años de experiencia en el tema me permiten explicar la influencia de tal obra clásica en Tolkien (me enteré de su existencia en el 2000)”; “Ajá, estamos preparando un gran homenaje al maestro Tolkien (jamás afirmamos que su obra era facilona e ingenua)”, “Tolkien es un gran escritor (eso supongo, porque nomás vi las películas)” etc. etc. etc. Periodistas, críticos, literatos, profesores; todos querían su tajada de Tierra Media.

Por donde quiera comenzaron a salir artículos, libros, entrevistas, conferencias y quién sabe qué tanto más; una muy buena parte parecía estar en una competencia para ver quién decía la mayor estupidez (atesoro uno en cierta revistilla que dice que el Anillo Único es un símbolo de paz y libertad, y recuerdo aquella vez que un sacerdote que salía mucho en TV Azteca dijo que el objeto ése representaba el poder interior que todos tenemos y que podemos utilizar para bien o para mal. Oh, pues). Más que la abundancia de bocones, lo que me fastidiaba era que la gente que verdaderamente conocía y apreciaba la obra estaba calladita, calladita.

¿Yo? Como el chinito; aunque por fuera me había movido con cierta discreción, todavía tenía miedo de la cacería de brujas en mi Universidad; y, dada la ola de anti-harrypotterismo que se había desatado ahí después de que estas novelas llegaran al cine, no sabía si las películas de ESDLA iban a mejorar o empeorar la situación.


Calladita, calladita, estaba una servidora, cuando un día llamaron a mi escuela de la facultad de comunicación y preguntaron por mí: que si era cierto que yo podía preparar una conferencia sobre El Señor de los Anillos para estudiantes de esa carrera. Al tomar el teléfono, el corazón me brincó de gusto.

- Claro - dije -. ¿Con qué enfoque quieren que lo hagamos?

No sé qué tan terrible era esa pregunta, pero pareció que se hubiera abierto el infierno. La secretaria que había llamado se puso extremadamente nerviosa, la voz le comenzó a temblar y me respondió que ella no podía contestar a esa pregunta, que no sabía nada, y que le preguntara al director de la escuela. Como si le hubiera preguntado el color de los calzones de su jefe o algo así.

Total, que como mi universidad es bastante burocrática, un tiempo y muchos intermediarios después conseguí comunicarme con el director de comunicación. Cuando le repetí la pregunta, también se puso nervioso, y me dio un nombre y una extensión para que me respondieran ahí. El nombre correspondía a una de las ALTAS AUTORIDADES.

Bien, en la dirección de mi propia facultad me empezaron a ver con cara de “¿pero en qué te has metido?”, y me costó casi TRES MESES que me dieran una cita con la alta autoridad en cuestión. ¿Pero tanto lío por una preguntita...? Mi directora me aconsejó que fingiera demencia y que me limitara a hablar de las cuestiones técnicas de la película (?). Lo iba a hacer, claro que sí, hasta que fui a la cita.

La alta autoridad resultó ser una persona sencilla, algo tímida, con un tic nervioso hecho más obvio por su constante tartamudeo. Me preguntó que cuál era mi enfoque para la conferencia, y yo le contesté, en verdad, que no sabía porque nadie me lo había dicho.

Entonces me soltó la bomba; que si pensaba tocar el punto de la religión. ¿Hasta dónde podría ser sincera?

- Pues... más o menos -, y en ese punto extraje uno de mis libros de Joseph Pearce, un estudioso católico de Tolkien. El señor lo medio hojeó, lo medio retorció y se puso más nervioso.

- ¿Conoce... conoce usted un libro que se llama Leyendo a Tolkien...?

- ...de Jorge Ferro - completé -. Sí. Precioso, está precioso.

El doctor Jorge Norberto Ferro, de la Universidad de Buenos Aires, ha tratado en un libro y varios artículos el catolicismo en Tolkien.

- Entonces... entonces... - cara de asombro -, ¿usted... usted está de acuerdo con lo que dice ese libro?

- Totalmente - mentirosa; estoy de acuerdo con todo, salvo cuando el doctor Ferro dice que Tolkien no conocía a las mujeres.

- ¿Entonces... entonces... sí... sí va a tratar el asunto de... de la religión? - y a partir de aquí cesaron los tartamudeos.

- Bueno - ahora sí me tocaba decir la pura verdad -, sucede que me recomendaron que no me metiera con la religión.

- Tiene que - me dice el señor -, porque lo que pasa es que los muchachos han visto o van a ver la película y se van a quedar con una idea muy equivocada del libro.

- ...

- Por ejemplo, ¿no le pareció que a Galadriel la pusieron demasiado sensual?

- A mí se me hizo muy sangrona -. Lo de la cacería de brujas dejó en ese momento de darme miedo. El resto de la conversación me concentré nada más en ser sincera; dije lo que pensaba, sólo lo que pensaba y no intenté quedar bien con nadie.

- Hábleles de religión - me dijo el señor ya para terminar -. Dígales lo que quiera, yo confío en usted. No sabe lo tranquilo que me deja.

- Gracias - y pensé: aquí vamos. Por fin voy a dar una conferencia sobre Tolkien TAL Y COMO YO QUIERO, y va a ser en mi universidad.

Para no hacer largo el cuento, me fue bastante bien. Tuve buenas críticas, y algunas propuestas (por parte de alumnos, lo que no es muy bueno porque no pesa para decisiones) sobre si quería irme a dar algunas clases a la facutlad de Comunicación. El director del área de Humanidades (que se había enterado del tema de la conferencia unos días atrás por parte de mi directora y había dicho: ¡Cómo! ¿La dejaron?) hasta me felicitó (ejem...). Y por fin no tuve que esconderme para enseñar a Tolkien en mi aula.

Poco después, supe que en mi universidad Tolkien comenzaba a hacer bastante ruido. Muchos catedráticos argentinos (entre ellos el doctor Ferro, autor del libro que ya mencionamos, y el licenciado Eduardo Allegri) llegaron a dar pláticas. Por lo general, estas personas estaban reservadas (?) a los cursos de filosofía que únicamente tomaban los maestros de esta dependencia (grrrrr). Uno de los asistentes me comentó que estaba a punto de animarse a leer ESDLA porque había uno de esos catedráticos que siempre lo citaba y que todos los alumnos nomás ponían cara de palo y asentían muy serios (el gesto inequívoco de quien no tiene idea de lo que uno está hablando, pero quiere disimular). Entonces, ¡ESDLA era un libro importante! ¡La gente comenzaba a fingir que ya lo había leído!

Con poder enseñar a Tolkien en plena libertad, con poner su fotografía, junto con la de los otros escritores que estudiábamos, en un sitio privilegiado de mi salón de clases; con pasar de paria a niña mimada casi de la noche a la mañana (cuando en Humanidades se hablaba de los expertos argentinos que habían llegado o llegarían a platicar sobre Tolkien, hasta mi directora sonreía un poquito y comentaba: “Bueno, aquí tenemos una”), con el ofrecimiento de cursos en más facultades, aunque no en Comunicación, pensé que a mi vida no le hacía falta mucho más.

En algún momento, le dije a G. que comenzaba a desagradarme la idea de que mi única preocupación era ponerme a elaborar listas de los libros que iba a encargar el siguiente mes y los videojuegos que quería comparme en la fecha de lanzamiento. Mejor me hubiera callado.


Estaba flotando en las nubes, y confiando que lo único que estaba por venir era lo bueno, no noté (más bien, ahora que me la pienso, no quise ver) las señales de que algo bastante grave estaba sucediendo con mi Escuela de Lingüística. Mi empleo de más de diez años, que había aguantado tantos altibajos, estaba ya en las últimas, y yo no me había dado cuenta.

Continuará...

jueves, junio 26, 2008

Veinte años, antes y después. Parte 10


10. ¿STM? Mucho gusto. Me llamo Aisling

Fue en uno de los eventos organizados por la Asociación Mexicana de Ciencia Ficción y Fantasía (los cienciaficcioneros mexicanos) donde conocí a la recién creada Sociedad Tolkiendili de México.

Los eventos de la Asociación, que antes se llevaban a cabo en Tlaxcala, ahora estaban divididos entre Puebla y la ciudad de México. Mala pata, la verdad, porque siempre me gustó Tlaxcala y ya me había acostumbrado a las visitas anuales. La verdad no recuerdo exactamente la fecha, pero fue el último año donde participamos los de Guadalajara; el grupo de México City ya nos detestaba sin remedio para entonces y, nos comunicaron con toda la pena del mundo, que los promotores o patrocinadores de los eventos habían sentado ciertos requisitos que, casualmente, no nos permitirían presentar ponencias o talleres en las convenciones; aunque como oyentes seguiríamos siendo bienvenidos. A eventos posteriores se llegó a invitar a personalidades que tampoco llenaban los supuestos requisitos ni a trancazos, pero ya vieron que las reglas se hicieron para romperlas a conveniencia. Esta clase de circunstancias en México son difíciles de entender. Mucho.

Bueno, uno o dos días atrás yo había dado mi última conferencia sobre el (entonces desconocido) director Hayao Miyazaki, y me interesó muchísimo hallar en el programa de la convención algo sobre una Sociedad mexicana de Tolkien. Por supuesto que no me la iba a perder. Mi novio G. ya había regresado de su propia conferencia en Puebla (¿cómo se les ocurrió separarnos? Ninguno fue a la presentación del otro) y me acompañó.

Unos cinco muchachos, todos muy tímidos y con los nervios a flor de piel, se colocaron en el podio, y ahí se presentaron como la Sociedad Tolkien de México. Mis recuerdos ahora son muy borrosos, pero a quien tengo más grabado fue a una chica alta, pelirroja, llamada A., y a un muchacho apodado M. Junto a ellos saludé, después, a un viejo conocido de las convenciones de comics por las que me aparecía de cuando en cuando, A.H. (en paz descanse).

Fui a la presentación con una interrogante (bueno, ¿pero qué se necesita para llamarse “sociedad”, y luego “de Tolkien”?) y con un ánimo no muy pacífico que digamos, puramente instintivo (bien, chicos, ¿alguien gusta medirse conmigo?). La presentación estuvo bastante decente, aunque en un momento dado no pude contener mi espíritu maligno y lo volqué todo en una pregunta capciosísima que se me ocurrió hacerle al buen M. Oh, claro que ahora me arrepiento, porque mis intenciones no eran buenas.

Al terminar, entre que no me decidía a hacerle conversación a los muchachos o más bien verlos en plan de rivales, de pronto A. se me acercó y fue ella quien habló conmigo; y lo hizo de una forma tan abierta y amistosa, que de inmediato desarmó todo lo que quedaba de mi infinita maldad y desconfianza. Pocas veces una persona le responde así a uno cuando acaba de portarse horrible, y el hecho sembró en mi corazón una semillita primigenia de admiración y agradecimiento. Alguna vez, muchos años después, seguí el ejemplo. Funcionó.

La Sociedad (que más adelante se llamaría Tolkiendili de México, o STM, por sus siglas) y yo no establecimos contacto de inmediato, pero tengo la certeza de que A. no me olvidó.


Todavía no me tocaba unirme a la STM; todavía no. Aún me quedaba mucho qué hacer por mi lado... digamos, el lado de mi grupo (no todas nuestras actividades tenían que ver con Tolkien en exclusiva, pero nuestras actividades para promover la ciencia ficción y la fantasía eran muy buenas). En A. reconocí mucho de lo que yo misma estaba tratando de lograr; y aunque no quisiera decir que fue la disolución de mi propio proyecto lo que terminó empujándome a la STM, tal vez algún día no me quede más que reconocerlo.

Ah, la STM... ahí pasé por tantas experiencias buenas y malas, agridulces más que nada. La ayuda que me prestaron para mi inscripción y asistencia al evento Tolkien 2005 que se llevó a cabo ese año en Inglaterra sigo considerándola invaluable, y lo que me hace más feliz es toda la gente absolutamente genial que he podido conocer gracias a ella (muchos de ustedes, que me hacen el favor de aguantar mis divagaciones en este blog; otros más que sigo echando en falta); con todo, al pensar en la sociedad y no en sus individuos mis sentimientos son muy encontrados. Lo mismo me ocurre con la gigantesca, maravillosa, terrible Ciudad de México, que es de paso la sede de la STM, la capital de mi país y tan diferente de éste que uno bien podría creer que se halla en otro planeta.

La ciudad de México, el imán y monstruo, como la llamara Octavio Paz, es un lugar donde la vida se confunde con la supervivencia, y tanto un pasado riquísimo como un futuro tal vez emocionante se encuentran enterrados bajo toneladas y toneladas de escombros. Quien se atreva a excavar hallará tesoros inimaginables, pero le costará mucho esfuerzo, y sus beneficios se harán perceptibles únicamente si uno acepta encadenarse al sitio de exploración, y renuncia a la libertad, al aire puro y a los cielos nocturnos llenos de estrellas. Puesto que todo se encuentra ahí y todo se encuentra centralizado, la ciudad pasa por alto lo que hay fuera; se queda aislada y lo mide todo con sus propias reglas. Los de fuera tardamos en comprender como funciona; aun así, nos fascina, nos atrae como el imán que es; a muchos nos acaba devorando porque tampoco puede negar su naturaleza monstruosa. Cuando te muestra amor, México City te estrecha contra su pecho, te levanta en alto y te obsequia con lo mejor de sí; cuando te golpea, no te deja un hueso intacto. Uhhhh... digamos que me más de una vez me he sentido así con respecto a la STM. En fin.

Entre mi encuentro con la STM, las correrías con mi grupo de amigos y mi primer empleo fijo y a largo plazo (la cátedra de literatura inglesa y norteamericana de la escuela de Lingüística en mi Universidad, que obtuve poco antes de cumplir los 24), un nuevo medio de comunicación comenzó a hacerse común: el internet. Me enterré de cabeza en él, por las novedades y lo demás, y me inscribí a varias listas de discusión y un bbs para poder platicar sobre mi autor favorito. Como todo el mundo solía adoptar un pseudónimo para internet, no me hice del rogar.

Mi pseudónimo fue la combinación de las dos de cosas que más quiero: Tolkien e Irlanda (mi amor por Irlanda, por cierto, data también de mediados de los ochenta, y comenzó, entre otras cosas, por mi primer contacto con la música de ese país, el grupo Clannad, que hiciera la música de una serie genial, Robin de Sherwood, de la BBC de Londres).

Gandalf era mi personaje favorito de ESDLA, y en por ahí en ese libro (y en el principio de El Silmarillion) nos enteramos que su primer nombre fue Olórin (que significa un sueño o visión). Daba la casualidad que existe en irlandés una palabra con el mismo significado, aisling (se pronuncia aproximadamente “ash-lin”), y que para mi mayor suerte era un nombre de mujer que comenzaba a ponerse de moda por entonces. Pues Aisling me puse, y el asunto se convirtió también un pretexto fabuloso para llevar mi tema favorito a los chats de internet.


Otrapersona: Hola, que tal?
Aisling: Hola.
Otrapersona: Oye que significa tu nick?
Aisling: Pues... has oido hablar de un libro que se llama El señor de los anillos?
Otrapersona: Pues la verdad no.
Aisling: Ah, mira, pues se trata de blah blah blah...

Y así por el estilo. Conocí una vez a una muchacha que tenía una sobrina llamada Ashleen (una variante ortográfica de Aisling) que odiaba su nombre hasta que le platiqué de qué se trataba.

Bien, fuera del trabajo, estuve haciendo algunas cosas breves sobre Tolkien (algunos artículos en revistas, más conferencias, dos que tres lecturas en grupo) y en aquellos tiempos estaba todo muy tranquilo; salvo por cierta inquietud que comenzó a rondar por mi universidad.

Todo comenzó con un incidente en España en el que unos jugadores de rol cometieron un asesinato, en 1994. La cosa hizo bastante ruido, pero cuando el juicio a los criminales revivió el asunto, se desató en mi escuela, famosa por su alta religiosidad, una especie de “cacería de brujas” para todo lo que tuviera que ver con fantasía y dragones y todo eso. Suena a leyenda urbana, pero lamento, y me avergüenza profundamente reconocer que esa estúpida cacería de brujas sí existió, y que se llevó de corbata a gente valiosa. La cosa es que según eso a todos los que estábamos metidos en géneros fantásticos, rol y asuntos semejantes nos tenían fichados. Varios despidos lo confirmaron.


Mis primeros cursos de literatura en inglés incluían a Tolkien; tal y como lo mostraban orgullosamente mis programas. A partir de la cacería (era 1997) comencé a enseñar a Tolkien subversivamente, con la complicidad, eso sí, de mis colegas y alumnos. Siempre fuimos muy independientes. Mi directora seguía creyendo que tarde o temprano me atraparían, y según funcionaban las cosas en la universidad, ella no podría hacer nada por mí.

Y así sucedió, de hecho. Pero la salvación me llegó, por pura suerte, creo, de un lugar lejano y desconocido del que había oído hablar por primera vez en una novelita de Julio Verne, y que se había convertido, no me pregunten cómo, en un dicho que utilizaba mucho en mi adolescencia ochentera cuando mencionaba la imposibilidad de algo: “Hacer tal cosa es como hallar dragones en Nueva Zelanda”, “pasar esta materia está más difícil que encontrar dragones en Nueva Zelanda". Ajá, todo fue gracias a un nativo de esta isla lejana a quien jamás había visto en mi vida, pero conocía como director de películas de clase B y de una favorita de mayor presupuesto, The Frighteners; así es, un señor don Peter Jackson.

Continuará...

miércoles, junio 18, 2008

Veinte años, antes y después. Parte 9


9. Me hago de un gremio... y de un Frodo de carne y hueso

Veamos... un recuento rápido de lo que hice al llegar a Guadalajara como estudiante universitaria:

Deshacerme de la última característica que me delataba como adolescente ochentera: los siete u ocho bucles artificiales que me quedaban desaparecieron de sendos tijeretazos, y volví a mi pelo natural, más corto que nunca, pero lacio, muy lacio. Sobrevivir sin tele y con un walkman nomás. Aprender a usar una olla de vapor (un instrumento que, no me pregunten por qué, me recordó siempre al ED-209 de Robocop), y alimentarme de verduras hervidas salvo los miércoles (pollo Kentucky, que estaba cerca del cine) y los viernes (McDonalds, en alguna de las zonas en las que me iba de solitaria parranda). Hacer amigos en la escuela. Conseguirme un segundo novio (el primero se había quedado no en Zacatecas, sino en el limbo de la escritura ideológica y socialmente comprometida. Ah, en los brazos de otra muchacha, también) con duración de apenas un año. Batallar con la falta de costumbre en el estudio. Descubrir que mi universidad era maravillosa porque, a diferencia de la mortal prepa, tenía sentido de la educación y se respetaba el libre albedrío (bueno, eso era antes). Ah, y presentar mi primera exposición escolar sobre... sí, adivinaron, Tolkien.

Las ferias del libro se hicieron también habituales, y poco a poco mi colección tolkieniana fue creciendo. Los Cuentos inconclusos, los Cuentos perdidos, y la más o menos satisfactoria biografía de Humphrey Carpenter fueron los primeros en llegar.

Ah, por cierto, también conocí a G. B., un aspirante a escritor de ciencia ficción. Cuando decidí que me encontraba algo solitaria, se me ocurrió un método insólito para conseguir amigos: hice unas tarjetitas a máquina con mi nombre, mi dirección y una nota de “si te gusta esto por favor escríbeme” y las metí entre los libros que me gustaban de fantasía y ciencia ficción en bibliotecas, librerías, Sanborns, ferias del libro y lo que fuera. Un mes después recibí una carta de G.

Así como ven, estuvimos escribiéndonos durante algunos meses antes de intercambiar teléfonos, y llamándonos meses también antes de decidir conocernos en persona. Nos caímos bien en un segundo, y de hecho el muchacho me fascinó de tal manera, que no pude sino pensar: “Oh, Dios, es perfecto... por favor, por favor, por favor, ¡qué no le guste la literatura latinoamericana contemporánea!”

Mis dos novios anteriores y un par de pretendientes (bueno, yo era la que los pretendía en realidad) habían crecido adorando a García Márquez y a cualquiera que llegara con literatura medianamente “comprometida” (léase: con razones políticas, revolucionarias, pseudorevolucionarias). Para quedar bien con ellos, llegué a poner en mi cuarto un poster del Che. Pero la verdad es que eso no les bastaba; nunca faltaban las indirectas acusaciones de escapismo a mi literatura favorita o la compasiva mirada, a veces acompañada de palabras como “ya cambiarás” que me lanzaban estos chicos. El primero de mis ex, que ya les mencioné, amenazó una vez con dejarse crecer la barba para protestar por el embargo norteamericano hacia Cuba. Si hubiera estado protestando por una subida de precio de las navajas de afeitar, lo hubiera entendido, pero esto...

G. era distinto. No le importaba quedar bien con nadie, estaba enamorado de sus libros de ciencia ficción y compartía, aunque a menor grado, mi gusto por la fantasía heroica. Tenía planes para escribir montones de cuentos y novelas, y el borrador de muchas historias que él mismo ilustraba; se fabricaba sus propias camisetas con los nombres de sus autores favoritos, pensaba en el futuro con una emoción casi de niño y el Che Guevara no era para él un superhéroe revolucionario, sino un hombre que había abandonado a su esposa y a sus hijos en aras de una causa mucho menos valiosa.

Un día que platicábamos sobre cómo habíamos caído los dos en nuestro género favorito, le conté la historia del Selecciones del 79 que ustedes ya conocen, y del sueño que tuve donde Frodo era un tipo alto y moreno con una nariz peculiar en forma de gancho. Cuando estaba en eso, me quedé viendo a la cara de G. y de pronto le dije: "¡Pero si eras tú!" Iba muy en serio. La nariz peculiar era inconfundible.

No voy a contar lo que sucedió en los muchos meses posteriores, pero G. y yo nos casamos en el 2001, después de pasar diez años resistiéndonos al matrimonio con todo y que nunca tuvimos dudas de que éramos el uno para el otro. Así que como ven la verdad salí ganando; hasta mi Frodo de la vida real llegué a tener.

Me escribió mucha gente más, y entre todos armamos un buen grupo de amigos, escritores, ilustradores, simplemente aficionados y lo que cayera de los géneros fantásticos; con ellos jugué rol una vez a la semana, armamos un fanzine (alguna muestra de nuestro trabajo anda todavía por ahí, en la red... junto con nombres reales; a poner nombres reales en internet le tengo bastantes reservas así que por favor traten de olvidarlos) y varios talleres que se presentaron en diversos eventos culturales, y nos ayudamos mutuamente en la persecución de nuestros sueños.

Por una década o algo así nos mantuvimos juntos; las cosas comenzaron a enfriarse, creo yo, cuando llegó la desilusión a desbaratarnos el teatro. No tuvimos siquiera la dignidad de los 108 bandidos del monte Liang, que según me cuentan quienes han leído todo el Shui Hu Zhuan, permanecieron fieles a sus principios hasta el fin.

La historia de este grupito mío no está exenta de momentos de mucha, mucha felicidad; tal vez algún día me anime a contarla (siempre y cuando haya forma de escarbar mis recuerdos bajo la tapa de concreto donde los he intentado mantener). Sería interesante, supongo, porque de ser así, muchos de mis viejos amigos y ex-amigos se enterarían de viente mil cosas que habrán dado por sentado durante años. Pero en fin, ya será en otra ocasión.

El fin de todos los proyectos (algo más parecido al abandono en masa de un barco al que sólo le hacía falta un poco de diesel) fue difícil, a veces sigo sorprendiéndome cuánto; pero para entonces yo ya sabía que contaba con mi tabla de salvación, y que El Señor de los Anillos (que ya me había acostumbrado a leer cada año) seguía ahí para recordarme cuáles eran las cosas esenciales en la vida, que todo sucede por algo y que por lo general la providencia se encarga de acomodar las cosas.

* * *

En el tiempo que estuve con mi grupito, entramos en contacto con otras personas más o menos de la misma calaña: los cienciaficcioneros mexicanos, concentrados (para variar) en el DF, pero también en Puebla y Tamaulipas. Participamos en varios eventos suyos, nos peleamos con ellos a cada rato, les preparamos conferencias y trabajamos con ellos, siempre con el sentido del humor por delante.

Como muchos de los centralizados cienciaficcioneros eran incondicionales del ciberpunk y con tendencia al cinismo, al nacionalismo y al sexo a la menor excusa, ya se imaginarán ustedes que a los amantes de Tolkien (minoría) se nos veía punto menos que como el patito feo de la pandilla. ¡Qué risa! Más adelante, cuando llegó el boom de las películas, fueron ellos los que acabaron convertidos en cisnes... al menos en lo que a cuello estirado se refiere. Pero bueno, eso ya es otra historia que más adelante saldrá a colación.


Continuará...

jueves, junio 12, 2008

Veinte años, antes y después. Parte 8



8. El corazón/The heart


La experiencia con la escuela horrible acababa de terminar, pero el viajecito me había dejado secuelas: depresión, algo de daño físico y un agotamiento que resultó evidente hasta para mis familiares cercanos.

Mis papás (y fue un detalle genial de su parte) decidieron darme permiso de dejar pasar un año antes de comenzar la carrera. En lo que me recuperaba y me volvía a crecer el décimo dedo (ya, pues, última vez que repito esa broma), trabajaría un poco, estudiaría algunos idiomas, y me buscaría con mucho cuidado una buena universidad que tuviera exactamente la carrera que quería. Justo a tiempo me salvé de estudiar Letras (sin intención de ofender a varios de los presentes; Letras no era para mí, y de seguro no hubiera podido con una carrera tan difícil y laboriosa); yo iba para Lingüística, porque Tolkien era lingüista.

En la segunda mitad del 89, tras una última bofetada de la tragedia (mi gatito E., como si se hubiera estado tragando toda la mala vibra de la prepa, se enfermó y murió repentinamente), me encontré viviendo el sueño de cualquier escritor: estudiar dos horas diarias, trabajar cuando había trabajo (periódicos, teatro, cursos), leer y escribir el resto del tiempo; y en conclusión, ser una mantenida de lo peor.

La timidez tremenda que había sentido con respecto a mi afición por Tolkien y que no me había abandonado por casi cuatro años, había sido sustituída por cierta clase de discreto orgullo. Como en ese entonces no había manera de conseguir un botón publicitario del tema, me elaboré uno con un seguro, un pedazo de corcho, barniz transparente y letras de pasta, de esas de la sopa. Con crayones indelebles me hice una camiseta de un arbolito lleno de runas. Ambos objetos proclamaban Tolkien Reader y eran feos como el infierno, pero ahí estaba yo presumiéndolos. Mi abuelita (en paz descanse), que tenía unas manos habilísimas y me comprendía de maravilla, me hizo favor de bordarme la firma de Tolkien sobre el bolsillo posterior de uno de mis pantalones, y me encantaba la atención que atraía con todo y que el punto anatómico donde se encontraba era ya un poco prominente. Yo estaba feliz de mostrarle al mundo mi bordado. Mi mamá opinaba que lo que veían era mi trasero.

Me puse a estudiar inglés, porque ya sabía que no había otra forma de tener acceso a una muy buena parte del material de Tolkien; y ruso, una lengua que me había cautivado tras oírla un par de veces. Si hubiera tenido conocimientos de gramática latina, el ruso hubiera sido pan comido, pero ya ven... me concentré más en el inglés, que, aparte de todo, me presentaba motivaciones extras.

Una tía mía que vive en los Estados Unidos me compró todo The Lord of the Rings, edición de Ballantine, junto con The Silmarillion y un sampler llamado The Tolkien Reader. Mi siguiente paso para aprender el inglés pasaría por una muy paciente lectura bilingüe de ESDLA: Primero leía un capítulo en español, y luego lo releía en inglés. No que haya hecho la gran cosa por mis habilidades orales, pero algo fue algo.

El encuentro cercano con el inglés fue... ¿qué será bueno? Oh, digamos que uno se enamora varias veces en la vida y que algunos amores son para siempre. Ahí estaba el inglés y ahí estaba yo. Una frase que me llenó el ojo pertenece a Aragorn, en Cerin Amroth: Here is the heart of Elvendom on Earth... qué lejana se sentía de Aquí está el corazón del mundo élfico. Diferentes sonidos, diferente cadencia, había algo ahí. Mucho más adelante hice mi primer intento de traducción cuando le leí a mi mamá en español el párrafo en inglés que me gusta más de todo el libro, cuando Frodo y Sam, en Cirith Ungol, platican que están en medio de una historia.

Hasta mediados del año siguiente estuve metida en talleres literarios, colaboré con el suplemento de un periódico local, y también di mi primera conferencia sobre Tolkien, parte de un ciclo que inicié en varias escuelas secundarias y una preparatoria. La víspera de la primera de esas conferencias, Jim Henson, que hacía relativamente poco había puesto por los cielos a la gente como yo con su película Laberinto, falleció. Recuerdo que estaba muy nerviosa de por sí, y que tras enterarme me fui a mi cuarto, y lloré quedito, quedito.

Este ciclo de conferencias sobre el género de la literatura fantástica (aunque tuve que emplear este nombre con prudencia, verán en un momentito) lo conseguí gracias a un profesor que trabajaba en la Secretaría de Educación Pública de Zacatecas. Duró unas cuatro semanas y creo que funcionó... al menos resultó divertido. Un incidente curioso de entonces fue cuando me enfrasqué en una discusión con la directora de una de las escuelas sede. La señora no quería que mencionara que la fantasía era un género literario, que porque eso contradecía lo que los alumnos estaban aprendiendo en las aulas. Yo estaba entonces muy segura de mis conocimientos al respecto (mal hecho), no aceptaba consejos de mis mayores, en especial cuando decían estupideces (muy mal hecho, la experiencia me enseñó después) y tenía poco sentido de la diplomacia (pésimo). Fue muy cómico que pocos días antes de la primera conferencia me llegara una carta del profesor de la SEP con la petición de que cediera; finalmente, sólo insinué que la fantasía era tan literatura como todo lo demás. El profesor en cuestión tenía buenas intenciones, pero para que se den una idea de cómo era en el fondo, no tenía ningún reparo en presumir que en los últimos once años jamás había vuelto a abrir un libro, porque, según él, ya había leído lo suficiente para toda una vida. Por si esto responde a varias interrogantes de por qué la situación educativa en México está por los suelos.

El internet apenas comenzaba, en mi ciudad, pues, a hacerse popular. Una de las razones por las que mis papás tardaron en comprarme una computadora ya la saben: fue porque algunos conocidos intentaban vendernos una PC y yo ya estaba encaprichada con una Mac. El único acceso que tenía a lo que entonces era internet (pantallas llenas de texto) era por medio de mi poco apreciada ex-preparatoria, qué remedio. Y un amigo que me mantenía al tanto, y que me hizo el favor de inscribirme a una lista de Tolkien. Entre mis papeles perdidos todavía estarán páginas y páginas que imprimí como recuerdo. Ahora, que no crean que las cosas eran entonces tan distintas... lo único que ha cambiado es la interfase.

Va un ejemplo de una discusión típica.

En el 22 de septiembre:

Felicidades a Bilbo y Frodo por su cumpleaños.

Respuestas:

No, el cumpleaños de Bilbo y Frodo no es este día, porque en el calendario de la Comarca los meses tienen treinta días, por lo tanto debe ser...

No, tampoco ese día, porque blah blah blah.

Todos se equivocan, es blah blah blah.

Fue hace tres días, porque blah blah blah.

Sí, los obsesos electrónicos tienen ya sus añitos.

En un puesto de revistas de Zacatecas que ya no existe, adquirí mi primer ejemplar de la desaparecida (británica) GM. Era una revista especializada en juegos de rol (que yo desconocía, salvo por la novela espantérrima de Rona Jaffe El Laberinto, publicada en español por editorial Vergara), pero a mí me gustó por las reseñas de libros fantásticos. También por ahí me enteré de una obra musical basada en El Hobbit que se estuvo presentando en Londres.

Recién había cumplido diecinueve años, me había leído (bueno, más o menos) "On Fairy’s Stories" y ESDLA en inglés, había comenzado a escribir sobre mi propio mundo fantástico y estaba lista para la universidad. Me marché a Guadalajara en el 90. No sabía aún que era para quedarme.

Continuará...

jueves, junio 05, 2008

Veinte años, antes y después. Parte 7



7. La guerra desde el closet


Ahora, retrocedamos un poco en la historia.

Probablemente lo que les voy a contar suene a la época de las cavernas, tan cambiado que está el mundo ahorita y tan rápido que los humanos nos acostumbramos a los cambios, pero imagínense en el tiempo donde no existía el acceso a la información rápida y la que se podía hallar en las enciclopedias tenía varios años de antigüedad. El (entonces) único libro póstumo de Tolkien, El Silmarillion, se me fue a aparecer en aquella época.

Aunque ustedes no lo crean, la primera vez que vi un ejemplar fue por televisión. Antes en México teníamos acceso a muy pocos canales, repartidos entre dos compañías: Televisa y la por aquellos tiempos transmisora de gobierno, que cuando yo era muy niña se llamaba TRM (las siglas cambiaron su significado de Televisión Rural de México a Televisión de la República Mexicana, creo que para no excluír a su público en las ciudades), en la época que les estoy contando Imevisión, y en la actualidad TV Azteca.

Imevisión tenía un programa semanal de concurso (antes, esta clase de entretenimiento valía la pena) que se llamaba “Forjadores de Nuestra Historia”, en el que chicos de secundaria y preparatoria ponían a prueba sus conocimientos sobre próceres mexicanos. La entrada del programa tenía música de uno de los discos de Fresh Aire, y la conductora era una muchacha muy guapa y muy seria, pero por desgracia no recuerdo su nombre, ni he podido hallar más información; tendrán que confiar en mí para lo que sigue.

Los ganadores del concurso se iban a su casa cargados de premios en libros... entre esos libros, probablemente todavía en la edición pirata de editorial Hermes, El Señor de los Anillos, El Hobbit y un tomo negro y grueso del que sólo era visible el lomo y que tenía ahí escríto un título un tanto difícil de leer en los dos segundos que lo enfocaban: ¿El Si... qué? ¿Sila qué...?

No me perdía el programa nomás por dos cosas: echarle vistazos al libro ése y observar la reacción de la conductora al entregar los premios al final. La chica decía algo así como “les vamos a entregar una colección de libros de autores tan importantes como Tolkien, Fulano de Tal, Mengano...”. Siempre ponía a Tolkien por delante, lo mencionaba con tanta naturalidad como si el nombre fuera igual de reconocible que Shakespeare, y parecía paladear la palabra cada vez que la pronunciaba. Bueno, a decir verdad, a mí también me vibraban los oídos de gusto al escuchar el apellido de mi autor favorito en tele.

Algo parecido a lo que ocurría en “Forjadores” me llevó también a hacerme lectora asidua de una publicación ahora extinta llamada Claudia, una de las poquísimas revistas para señoras que he visto que no se entretenía en frivolidades. La revista Claudia, impresa un cuarto en couché y el resto en papel revolución (como entonces se acostumbraba, para que las revistas fueran más gorditas e incluyeran más material de lectura), tenía sus secciones de moda y belleza, una de cocina, otra de tejido y costura, y una muy extensa de cultura, que abarcaba columnas de música, cine, libros, teatro y televisión. Lo demás se rellenaba con artículos especiales de temas muy diversos: alguna vez fue la historia del comic en México; otra, el barrio de Tepito; en cierta ocasión se dedicaron a despedazar la Epístola de Melchor Ocampo, un texto espantoso que antes se acostumbraba leer en las ceremonias de matrimonio en mi país; en una más, entrevistaron a Jean Chalopin, el creador del Inspector Gadget. Yo no comencé a comprarla sino hasta que una amiga de la prepa me mostró uno de esos artículos que trataba, nada más y nada menos, que del género literario de la Fantasía Heroica.

El autor de este artículo (espero no equivocarme; creo que era Germán Rodríguez Sosa) hacía una historia muy breve pero acertada del nacimiento de este género en el siglo XX, y, junto a Tolkien, mencionaba al norteamericano Robert E. Howard como padre del mismo. Por ahí flotaban los nombres de los precursores: Cabell, Eddisson, Dunsany; y los de quienes sigueron: Leiber, LeGuin, Alexander, Beagle, Moorcock; todos quedaron debidamente registrados en mi wishlist de lecturas. Y el siguiente mes, me lancé a comprar la revista, esperando que el fenómeno se repitiera.

No fue así; jamás hubo otro artículo sobre la Fantasía, pero no puedo decir que quedé decepcionada; la Claudia era muy interesante, y no creo que haya muchas de estas revistas de señoras que puedan presumir haber albergado alguna vez líneas de escritores de la talla de Octavio Paz y Vicente Leñero, entre otros. Pero lo mejor de todo fueron las múltiples ocasiones en las que pude confirmar mi morbosa sospecha de que una muy buena parte de los colaboradores de planta en Claudia eran devotos admiradores de Tolkien.

¿Cómo reconocería uno a un pre-tolkiendili a finales de los ochenta? Facilísimo: siempre intentaban esconder el pasatiempo. Estaban (ejem... ¿estábamos...?) convencidos de la importancia de su autor favorito, pero no muy dispuestos que digamos a reconocerlo delante de todo el mundo. Los diccionarios y las enciclopedias no mencionaban a Tolkien, pero ellos lo harían, como si fuera por casualidad y el asunto más natural del mundo. En la revista Claudia había ejemplos divertidísimos. Como citas (aproximadas, tengan en cuenta), recuerdo dos: uno en un artículo de modas (?): “...diademas brillantes, como la dama Galadriel del Señor de los Anillos”; y otro en un especial del día del niño: “...¿y no fueron los hobbits, con una inocencia comparable tan sólo a la de los niños, quienes derrotaron al Señor Oscuro...?” .

Je, je, je... así estábamos. Todos esperando que alguien preguntara: ¿quién es Tolkien? ¿Qué es El Señor de los Anillos?, para poder darle rienda suelta a la afición. Queríamos a Tolkien hasta en la sopa y queríamos tomar sopa todos los días.

Algo de la fantasía y Tolkien, aunque fuera en relación de tercero o cuarto grado, se podía encontrar si uno buscaba con cuidado. Ya que estamos hablando de Imevisión, por ejemplo, durante los ochenta comencé a ver de principio a fin las repeticiones de un programa para niños, “Érase que se era”, producido y dirigido por Enrique Alonso “Cachirulo”, un genio del teatro en México. En este programa, que combinaba una producción de muy, muy bajo presupuesto con actores de primerísima calidad (muchos de ellos nacidos y crecidos en el teatro), se representaban historias basadas en los cuentos de hadas, muchas veces con un toque contemporáneo que hermanaba al asunto con la fantasía moderna y me hacía pensar que los guionistas también tenían sus oscuros secretitos. Como no había dinero para música original, se reciclaban temas de películas y otras fuentes (la entrada del programa era la del musical de Brodway Camelot). En varias ocasiones se utilizó el muy reconocible soundtrack de la película de Bakshi El Señor de los Anillos, obra de Leonard Rosenman.

Los libros de ESDLA se abrieron paso inclusive hasta la diminuta biblioteca de mi escuela horrible, y no precisamente por mérito mío. La responsable fue mi hermana (ajá, la que leyó los libros antes que yo) en una conversación que tuvo con el director de mi prepa.

El director era un tipo joven, oriundo del norte del país, y, la verdad, un poco raro. Una vez que me citó en su oficina me lo encontré contemplando una fotografía con ojos llenos de amor; me acerqué para espiar y vi que la foto era de una especie de fábrica con varias chimeneas llenas de humo y tubos que arrojaban agua contaminada a un río. “¿No te parece que todo debería ser así?”, me susurró el director con voz de borreguito tierno. Y hablaba muy en serio.

Bien, pues en una vez que platicaba con mi hermana, otra fan de Tolkien que saltaba al tema a la menor provocación, este joven intentó demostrarle que no era ajeno al campo de la fantasía. Para ello, habló de su entonces película favorita, Leyenda, de Ridley Scott.

- Esa es una película - dijo - que todos los niños deberían ver.

- ¿Por qué? - le preguntó mi hermana.

- Pues porque tiene final feliz y nadie se muere.

(Es cierto; en la ultraconvencional, ultra- floritureada Leyenda, las acciones no tienen consecuencias, los personajes que se mueren reviven y los que caen en alguna situación peligrosa se salvan de milagro; incluso la mejor solución para terminar con el mal y de paso ahorrar metraje es repetir las primeras tomas con el guardabosques élfico representado por Tom Cruise y concluír que “aquí no ha pasado nada, señores”. Como no fuera para aprovechar los unicornios que en ese entonces no pudo sacar en Blade Runner, no sé en qué rayos estaría pensando Ridley Scott).

- No - le contestó entonces mi hermana -. El Señor de los Anillos sí es un libro que todos los niños deberían leer.

- ¿Por qué?

- Porque no tiene final feliz y se muere mucha gente.

Mi hermana procedió entonces a ahogar el recién nacido discurso del director sobre que si los pobres niños se traumarían con argumentos tan convincentes, que apenas un par de meses después el director ordenó la compra de dos ejemplares completos de ESDLA para la biblioteca. Los colocaron en la sección de Filosofía (lo que sucede es que en esa biblioteca no había sección de literatura, y los pocos libros que no eran otra cosa estaban colocados aquí y allá en los sitios más inverosímiles), y, si nadie se los ha robado, ahí deben seguir. Durante un año y medio apenas los sacaron dos veces; ya entrados los noventa, cuando me asomé por allá a expurgar algunos últimos fantasmas y verificar el rumor que me habían soplado por ahí sobre que al Gran Ojo le estaban saliendo cataratas (y que, tristemente, habían talado mi árbol favorito), los encontré ya un poco maltratados y con la tarjeta llena de múltiples lecturas. Muy buena señal.

La conductora de “Forjadores”, los colaboradores de Claudia, los trabajadores de “Cachirulo”, tal vez él mismo; mi hermana, yo, mucha gente de la que nunca llegué a saber, teníamos un par de puntos en común: amábamos profundamente El Señor de los Anillos, y a nuestra manera peleábamos por él, porque se diera a conocer, porque se volviera el pan de cada día para más, y más personas. Pero en los ochenta, preferíamos hacerlo desde la oscuridad. Cada quien, encerrado en su propio closet donde nadie más podía entrar, observaba el universo y hacía señales de humo con cerillos. Asomábamos la nariz, y aprovechábamos cualquier oportunidad de salir, pero regresábamos y echábamos el cerrojo a la menor señal de peligro. Y así, todos los días, todos los años. Bueno...

Continuará...

miércoles, mayo 28, 2008

Veinte años, antes y después. Parte 6


6. Descenso del Monte del Destino

You ask me where to begin
Am I so lost in my sin?
You ask me where did I fall
I'll say I can't tell you when

But if my spirit is lost

How will I find what is near?

Don't question, I'm not alone

Somehow I'll find my way home.


Jon & Vangelis, The Friends of Mr. Cairo

Una escuela horrible como aquella donde estuve tenía que hacer su efecto, tarde o temprano. Uno puede pasársela nadando en thinner y no disolverse, pero no hay que negar que el cuero se adelgaza un poco. Y de cuero delgado no se hacen escudos buenos.

Santo remedio, sin escudo y sin protección, pasé, ya cerca del final de la maldita prepa, por mucho sufrimiento que no voy a describir, al menos, en detalle. Lo único que voy a animarme a contarles es que la prestigiosa escuela donde estudié me recordaba a veces a un campo de concentración, no por las comparaciones más obvias de encierro y abuso, sino porque ahí se llevaba a cabo una destrucción SISTEMÁTICA de humanidad... para ser exactos, de carácter, personalidad y valores.

Una anécdota nada más al respecto: La institución iba a participar simultáneamente en certámenes interestatales de matemáticas y culturales; varios de mis compañeros y yo íbamos a participar. A los que iban para los concursos de matemáticas les dieron horas libres para prepararse, asesorías en la tarde y permisos para faltar a clase o no llevar tareas; los que nos inscribimos en los eventos culturales teníamos que arreglárnoslas como mejor pudiéramos, y a veces lo único que podíamos hacer era aprovechar los diez minutos libres entre clase y clase para trabajar. Yo estaba escribiendo una obra de teatro (tolkieniosa, en cierto modo, pero eso es otra historia). Entonces, me gustaba sentarme en primera fila en el salón, porque así me evitaba distracciones y también porque a esas alturas no me habían descubierto la miopía. Una vez, justo al principio de una clase con un maestro muy estricto que se enfurecía si hallaba en nuestro pupitre cualquier papel que no fuera de su materia, me encontraba tan concentrada corrigiendo el texto, que no me di cuenta de que los diez minutos ya se habían terminado y que el profesor estaba en el umbral. Cuando levanté la cabeza y me lo hallé casi cara a cara, del susto hice un movimiento brusco y mi borrador (varias hojas) se regó por todo el suelo. Cuando me lancé a recoger los papeles, el maestro no dijo nada; me dirigió una mirada de absoluto desprecio y caminó sobre ellos. Las huellas de sus zapatos quedaron pintadas en mi escrito.

¿Qué hace uno en estos casos? Bueno, volverse a Dios no está tan mal... aunque no es por sí solo una panacea.

Resulta que la biografía de la señora “Crabby” tenía depositado un detallito que ella misma no consideró de gran importancia, pero a mí me resultó una sorpresa muy agradable: Tolkien, mi autor favorito, había sido católico, igual que una servidora.

Soy de familia católica, y, aunque la verdad soy un ejemplo más bien pobre de esta religión, espero haber heredado el fenomenal enfoque de mis papás hacia la misma.

Pero el ser católico no le da a uno ninguna ventaja extra en este mundo, como a Tolkien mismo le tocó experimentar, y casi casi les diría que es una fuente segura de dificultades. Sobre todo si uno se toma lo de “católico” en serio.

¿Qué es un católico? Bueno, entre muchas definiciones, me gustaría usar la de Chesterton, porque es la que mejor refleja a Tolkien: que uno puede distinguir a un católico de entre otros cristianos porque los católicos no desprecian el uso de la razón. Al menos, así debería ser. Comprendo muy bien lo que ocurría con muchos de mis coetáneos en la escuela: siempre que me encontraba a alguno apartado de la religión de sus padres, me salía con la misma historia: “Pues resulta que yo era católico(a) y estaba bautizado(a) porque era la religión de mis papás; pero cuando crecí me empecé a cuestionar algunas cosas, y entonces...”

Mmmmmm... ¿así que “cuando crecí me empecé a cuestionar”...? Pregunta: ¿y por qué rayos se esperaron a crecer? Desde que comencé a ir al catecismo (pónganle ustedes a los nueve años), recuerdo que era un constante cuestionar y cuestionar. Que si por qué esto, que si tal dogma no parecía lógico, que cuál podría ser la explicación de tal cosa. Mis papás tuvieron buen cuidado de propiciar esos cuestionamientos, en lugar de apagarlos, y de responder a mis preguntas o mandarme a investigar por mi cuenta. Con la mala fama (no siempre injustificada) que se carga ahorita mi religión, sabían que si había que echar a otro insoportable católico a este mundo, mejor que se tratara de uno convencido. La única forma de convencerse de algo es ponerlo a prueba hasta que, o bien reviente, o bien demuestre que está hecho de acero puro.

La señora “Crabby” se limita a corear al biógrafo de Tolkien, Humphrey Carpenter, con eso de que el catolicismo de Tolkien estaba relacionado con su madre y el trauma de haberla perdido tan pronto, nada más. Equivocados, los dos.

Así que, ya se imaginarán, el hecho de que Tolkien fuera católico me proporcionó un consuelito extra en las dificultades y me hizo ver ESDLA con otros ojos. Pero, confieso, hubo momentos tan espantosos que ni siquiera mi religión me funcionaba, tal vez porque mi razón estaba también algo nublada. Lo suficiente para hacerme perder el rumbo y cometer alguna que otra tontería. El final del camino se veía tan lejos; “faltan 250 días”, “faltan 230 días”, se hacía constar en una libreta de notas de la que no me separaba, y donde iba marcando cuánto tiempo me faltaba para abandonar ese horrible lugar, junto con las razones de odio que proporcionara cada mañana. Traía el Anillo del pescuezo, y el Gran Ojo me observaba constantemente. No triunfarán para siempre, dijo Frodo. No triunfarán para siempre, me repetía, aunque cada vez con menos fe.

Al final, todo era cuestión de trepar al monte y arrojar el objeto. ¿A qué se dice fácil? Qué va. Ahora, si recuerdan cómo terminó la tarea de Frodo, no se les hará extraño que a veces el fracaso aparente se convierte en triunfo.

En esa escuela que les digo no era posible graduarse de la preparatoria. En serio. Uno terminaba los exámenes, recibía diploma de bachiller... y después tenía que darse de baja. Repito, es en serio. Las graduaciones ahí no existen sino hasta que uno termina una carrera, pues el sitio da por sentado que uno se quedará para la licenciatura. Para darme de baja después de tener el diploma a buen recaudo, entre otros requisitos, tuve que recolectar la firma de varias autoridades del plantel. Tras ir acumulando el papeleo necesario, levanté solemnemente la mano derecha en las narices de varias de esas autoridades, estiré los cuatro dedos que me quedaban (este detalle es broma, ¿de acuerdo?) y los cerré todos, menos el medio. Fue catártico.

La mañana siguiente me desperté con una sensación rara que en muchísimo tiempo no había experimentado: la de comenzar el día sin tener miedo. El Gran Ojo todavía estaba en alguna parte, muy pagado de sí mismo en su trono de fuego, alimentándose de las desdichas y desilusiones de otros como yo; pero mi asunto personal con él había terminado. Era hora de dejarlo atrás, y de dar gracias a Aquel que había tenido a bien sacarme del volcán por haberme proporcionado a tiempo un traje de asbesto a toda prueba: ese libro maravilloso del que hemos estado hablando. Aunque no tenía la más mínima idea de cuál iba a ser mi próximo camino y estaba lejos de encontrarme completamente bien, el cielo se veía claro. Sólo tenía una cosa segura: era hora también de regresar a mi hogar secundario, la Tierra Media. Auta i lómë. Aurë entuluva. Almacenado en mi librero, hojeado una y otra vez pero nunca recorrido, y en reserva desde que hacía muchas semanas me había sentido incapaz de leer una sola línea, me esperaba El Silmarillion.

Continuará...

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