jueves, abril 30, 2009

Aislamiento

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Una servidora en atuendo ninja... ¿qué tal el color azul brillante de ese pedazo de trapo? Las ojeras son naturales, cortesía de varias noches sin sueño.


"Don't it always seem to go
that you don't know what you've got til it's gone?"

De Big Yellow Taxi, canción de Joni Mitchell

Como medida para prevenir el contagio y la propagación de la influenza porcina, el gobierno mexicano ha solicitado que, entre otras dependencias, las escuelas y universidades suspendan labores. Eso, por supuesto, nos incluye en las labores diarias al Capitán y a mí. No que estemos muy felices con la idea, porque menos trabajo implica también que entre menos dinero a la casa... y el mes de mayo es uno de los difíciles del año. Gracias a Dios queda el trabajo extra... sólo que el mío no parece terminar y los clientes de él remolonean un poco cuando de pagar se trata.

No son vacaciones de más. Lo que las autoridades han solicitado de la población es que nos quedemos en casa lo más posible. Y así ha sido en estos días... no hemos salido más que para hacer compras y pagos.

Sin parecer desierta ni mucho menos, la ciudad tiene un aire a epidemia que, no puedo evitarlo, cómo me recuerda a The Stand de Stephen King. El calor está infernal, el aire transporta más polvo. La gente sale a la calle con tapabocas de paño, aunque, varios doctores lo han repetido por televisión, el artefacto no sirve tanto para cuidarse del virus como para evitar contagiar a otros. Uno de los médicos locales, de muy buen humor, afirmó incluso que más que una protección, el tapabocas funciona como una expresión de solidaridad, una muestra de que la gente está consciente de que hay riesgos. Y un desplante de moda, diría yo; ayer vi a una señora que llevaba uno hecho con una preciosa tela bordada. Mientras no nos lo tomemos como panacea, todo bien.

En casa, las mascotas se muestran sorprendidas ante esta insólita oportunidad que tenemos de pasar todo el día juntos, y no quieren separarse de nosotros. Duermo temprano, me levanto temprano, las labores domésticas no cesan; G. sigue un poco enfermo e igual de reacio a tomar las medicinas como debe de ser. Por el mal humor y por las labores pendientes, no he estado haciendo la gran cosa de lo que me gusta; hasta la lectura anual de El Señor de los Anillos va atrasada. Hacia media tarde la casa se llena de una somnolencia general y hastiante. Justo antes de que la alerta epidemiológica subiera de nivel 3 a nivel 4 (estamos en nivel 5 en este momento), se descompuso nuestro reproductor de DVX. Increíble cómo la ausencia de un simple aparatito pueda causar tanta desdicha.

Cuando vamos a la tienda por comida (gracias a Dios todavía nadie se ha lanzado a hacer compras de pánico) me aprieta el corazón el pensar que, apenas hace algunas semanas, me encontraba en Zacatecas, revisando libros de usado entre un mar de gente; apiñándome en el concierto de Radaid, y ya de regreso de vacaciones, abriéndome paso a codazos entre el atestado transporte a mi trabajo, o haciendo una fila inmensa para las cajas del banco, o probándome ropa en mi tienda hindú favorita. Apenas la semana pasada estuve en los talleres de Expojoya, menos concurridos que en otras ocasiones pero aún así una buena oportunidad de cercanía, y donde mi mayor mortificación tenía que ver con un tejido en gamuza que no lograba hacer bien. Supongo que no perderme entre mil personas lo que echo de menos, sino la libertad de poder hacerlo o no. Mis penas cotidianas, que tenían que ver con trabajo y presiones, parecen a la distancia casi agradables.

Estamos esperando un tiempo a que lo que tenga que incubarse termine de hacerlo y aparezcan y se traten los casos menos obvios de la enfermedad; el aislamiento tiene su función y su razón de ser. Sirve también, se supone, para medir qué tanto hemos echado mano de asuntos externos para rellenar nuestra vida, y qué tanto sobreviviríamos sin ellos, en nuestra propia compañía y procurando ahorrar en recursos. Todo lo cual, déjenme que les diga, no ha estado tan difícil hasta ahorita.

Pero pasarlo sin reproductor de DVX...

martes, abril 28, 2009

Paranoia

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En todas partes se habla de la epidemia de influenza porcina; el asunto comenzó en la capital de mi país, y puesto que para gran parte del mundo (inclyendo la mayoría de los capitalinos) México City es TODO México, ciertas fuentes de noticias internacionales han exagerado las circunstancias hasta niveles punto menos de Apocalipsis; ahí está el caso de un alumno de mi hermana que se encuentra estudiando en Japón y que llamó a su casa alarmadísimo porque oyó en las noticias de allá que la gente se estaba cayendo muerta en las calles.

Sí, estamos muy asustados; la naturaleza de una servidora no es optimista así que no esperemos gran cosa de ello por acá. Es cierto; se ha muerto mucha gente (en mi país) y la cosa ya está adquiriendo rasgos de pandemia, pero es importante que mantengamos la calma y que tomemos medidas de seguridad, ni más ni menos estrictas de lo que haríamos normalmente para evitar contagiarnos de gripe en en los meses de mayor riesgo; una gota de prudencia extra y mucho mejor. Más de eso en un segundo.

Ayer fuimos al centro de salud más cercano; como mi querido capitán regresó de un viaje a Durango con una gripe muy fuerte (ya le ha durado más de dos semanas pero gracias a Dios ya va de salida), dolor de garganta y, dos días, una fiebre de 39 C. La clínica estaba abarrotada; nada más al llegar nos entregaron tapabocas y estuvimos caminado un buen rato antes de dar con la persona que nos habían recomendado ver.

Por los síntomas, nos dijeron que no era necesario revisar a G.; la fiebre provocada por este virus no cede, ni tampoco el congestionamiento nasal (que nos hemos quitado a fuerza de té de abango). Como sea, aunque aquí en mi estado, Jalisco, se han descartado hasta hoy todos los casos sospechosos del virus, se están tomando medidas de seguridad para contener un posible brote: se han suspendido las clases en todas las escuelas, y los lugares donde se reúnen grandes grupos de personas, como cines, iglesias, etc. permanecerán cerrados.

Lo que se busca es prevenir cualquier contagio antes de que algún brote surja por ahí. Está bien, pero lo malo es que, como en las películas, hemos estado haciendo del pánico nuestra peor enfermedad. Ya no se puede encontrar tapabocas desechables en las farmacias; los medicamentos que pueden tratar el virus están agotados (confío en que el gobierno los esté reteniendo para su venta o entrega controlada, y para evitar especulación) y a la gente que estornuda la ven mal (atención: los estornudos de un catarro común son frecuentes; los de la influenza no).

Por el lado de una servidora, digamos que la cosa no se ve mucho más brillante; el escenario apocalíptico me queda maravilloso. Después de varias semanas de tremendas tensiones, trabajo sin cesar, nada de ejercicio ni de juego, mala alimentación y episodios incómodos, por decir lo menos, mi resistencia va llegando poco a poco a su fin, lo mismo que, gracias a Dios, la carga de trabajo pendiente; mi hermosa computadora, "JiDai", ha recibido en el proceso su primera cicatriz permanente, que he intentado resanar con instrumentos de manicura. Como no es la primera vez que me sucede todo esto junto, sé que, en circunstancias naturales, el fin de la historia sería un fuerte resfriado que me dejaría postrada al menos cuatro días (y como el Capitán no es tan buen enfermero como yo... que de hecho no soy la gran maravilla, ya sé a qué me atengo). Curiosamente, no ha sucedido. Ahora, éstas no son circunstancias naturales, y total, uno no sabe qué tan alto es hasta que tiene que levantarse (cito a Emily Dickinson). Cuando tenía menos problemas, me resfriaba con mayor frecuencia.

En fin, las recomendaciones ya se las saben, pero por si las dudas las repetimos aquí:

  • No hay que saludar de mano o de beso. Nuestros seres queridos saben que los queremos igual. Ensayemos una reverencia a la japonesa, si gustan.

  • No hay que compartir la comida ni utensilios con personas enfermas. Capitán, a ver si ya con eso dejas de meter la mano en mi plato. Al menos yo ya no bebo de tu vaso.

  • Evitar lugares de congestionamiento humano. En Jalisco ya nos los están cerrando.

  • Si estornudamos, hay que cubrirse la boca con el ángulo del codo, no con la mano.

  • Si usamos baños en lugares públicos, después de lavarnos las manos todavía tomaremos la perilla de la puerta que podría estar contaminada. Carguemos con un gel desinfectante, y usémoslo. Lo mismo al bajar del transporte público. Jamás hay que llevarse las manos sucias a la boca o la nariz.

  • Si sospechamos que estamos enfermos, hay que ir al médico inmediatamente, y no alarmarse demasiado; esta enfermedad tiene cura, y hay medicina para tratarla (esta medicina no cura el miedo, conste). Sobre todo, hay que mantener la calma, y no dejar que la cosa se complique (la razón de las muertes ha sido básicamente ésta).

  • Cuídense como en invierno; hay que tomar mucha vitamina C (sintética o en frutas y verduras como la naranja, la mandarina, la toronja, el kiwi o el jitomate) y evitar cambios bruscos de temperatura.

Lo dice una pesimista de lo peor: esto va a pasar.

Por el lado de la casa, notarán que tengo un cambio también: activé la moderación de comentarios. Por favor no sientan que eso tiene nada que ver con mis lectores, a los que sigo apreciando muchísimo, sean anónimos o no; pero últimamente me ha caído otra epidemia, una de spam (parece que a alguien le interesa utilizar la casa de ustedes para transmitir anuncios de un RPG en línea o algo así; lo agradezco, pero aquí no es el sitio), así que puse esto para desanimarlos, en lo que limpio todo lo que me han dejado. Como las medidas contra la influenza, ésta es estrictamente temporal, así que en un rato más podrán ver sus comentarios al momento y de la forma que quieran, aunque a mí siempre me hace feliz leer un nombre junto a los comentarios.

Estoy preparando una remodelación de la casa que espero les agrade. Hasta entonces, ya sé que lo he pedido muchas veces, aguanten conmigo.

jueves, abril 23, 2009

Te-a-mo-mu-cho

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"He's fictional but you can't have everything."

Cecilia, personaje intepretado por Mia Farrow en La rosa púrpura del Cairo, de Woody Allen.

Hace más de veinte años (tenía yo entonces catorce), estaba convencida de haberme encontrado al amor de mi vida, y me sentía muy, muy desdichada porque de antemano sabía que se trataba de una relación destinada al fracaso. ¿A quién se le ocurre enamorarse de alguien que no existe? En aquellos tiempos, déjenme que les diga, no era tan difícil; supongo que las muchachas no teníamos tanta prisa con los noviazgos “de verdad” y menos ganas de aproximarnos al mundo adulto, que implicaba, entre otros asuntos, compromiso. Era mucho más sencillo fantasear. Y fantasear parecía ser lo único que le quedaba a uno si era bajita y fea, con mala fama de rara en la escuela, y resignada a la soledad de por vida (claro que sin negarse a mejores compañías). Les digo, yo estaba muy chiquilla, no conocía lo suficiente de la vida y aún no soltaba las barbies ni los videojuegos... ok, ya sé, eso fue un mal ejemplo.

Como sea, yo tenía mi “noviecito” imaginario (hasta entonces no me había tocado uno de la vida real), y le escribía cartitas y eso. Va a sonar obvio, pero nunca nos vimos salvo en sueños, y de esos puedo contar apenas unos cinco o seis. El primero fue precisamente el 23 de abril de 1987, cuando cumplíamos un año de conocernos. El último, no recuerdo precisamente la fecha, pero fue por abril también, en 1989; ya para entonces tenía un primer novio de verdad, y el imaginario no pareció molestarse. Tal vez sería porque en el sueño no hubo quién se preocupara por mencionarlo.

Una aclaración: cierto fenómeno que me sucede, y que la verdad me encanta, es que muchos de mis sueños tienen continuidad; repito escenarios, veo a las mismas personas, menciono sueños anteriores como si fueran un recuerdo. Cuando andaba por los siete años, tengo todavía muy claro que mis sueños tenían episodios, algo así como capítulos de una serie (de dos, para ser exactos; una de acción y otra de comedia; llegué a “ver” una media docena de éstas) y siempre estaba ansiosa por irme a dormir para enterarme de qué más ocurriría en las historias de mi subconsciente. A partir de ahí, han pasado muchas, muchas cosas.

Bueno, el siguiente es el relato de un sueño que tuve hace varias semanas, pero me voy a tomar la libertad de platicarlo como si hubiera sucedido la víspera por puro efecto dramático: hoy cumplo veintitrés años de haber comenzado a leer El Señor de los Anillos, un libro que pondría mi mundo patas arriba, no siempre en el mal sentido de la palabra.

Me gustaría dedicarle este post, con todo mi cariño y admiración, a mi buen amigo Suldyn, que hoy parte para Canadá, porque tiene que ver con despedidas y afecto y hechos fortuitos que nos cambian la vida. Espero que sus propias despedidas, y las de todos sus seres queridos, (familia, amistad y amor) le duelan un poquito menos. Espero también que sus sueños se cumplan, y que el 23 de abril sea para él una fecha tan especial como lo es para mí.

* * *

Imaginen conmigo: uno de esos sueños en los que uno no se da cuenta de que se ha quedado dormido; me pasa muchas veces, cuando estoy en mi cuarto trabajando y paso del trabajo a las visiones oníricas como si la vida real fuera lo mismo en ambas situaciones.

Estoy en mi cuarto, sola, traduciendo en mi compu; es casi media noche y ando muy cansada. De pronto se abre la puerta, y entra él. No está en la carne de Elijah Wood (puse la foto de ilustración porque me gusta mucho), ni de James Loye o cualquier actor que lo haya representado; ni es los dibujos de Alan Lee o Ted Nasmith; es el que tuve en la cabeza mientras leía los libros, y que se parece más a cómo lo ha pintado la artista Anke Eissmann (sólo que rubio). Me llega justo debajo de la nariz. Siempre creí que formábamos una pareja fenomenal; otro rarito como yo, quien nunca me reprocharía la falta de estatura, pero que podría llegar a querer lo suficiente como para llevar a cabo esos milagros que sólo el amor consigue: convertirnos en buenas personas, buenos amigos, buenos compañeros, buenos esposos, en algún momento buenos padres.

Inmediatamente, por supuesto, me doy cuenta de que estoy soñando; bien, no he perdido la cabeza todavía, no me ha terminado de transtornar este trabajo. Significa que podemos hablar ya sabiendo que todo pasa dentro de un solo cerebro. Pero, ¿qué se le puede decir a un ex imaginario al que no se ha visto en veinte años? Lo típico: Hola, cómo estás; qué milagro, ¿por qué ya no habías venido a visitarme? No has cambiado nada. Y yo, ¿me veo gorda? Sí, me corté el pelo. ¿Te gusta? ¿Cómo te está yendo? Qué bueno que vienes. Soltero todavía, ¿verdad? Yo sí me casé. Él es como tú, un poquito. Tu padre, ¿cómo se encuentra?

¿Qué, que si me acuerdo de hace veintitrés años? Sí, sí. Casi todos los días. Tengo una copa guardada de la fiesta del 87. No sé dónde la puse, eso es todo. ¿El 2005? Estuvo emocionante, ¿verdad? Más que el 92 o que el 2001. No he dejado de leer el libro tampoco.

Pero creo que a él no le importa enterarse de todo el rollo de los años que han pasado desde que nos “conocimos”. Tiene una fecha para preguntarme: 1989. La última vez que soñé con él. El espantoso 89. El descenso del Monte del Destino. El año en el que me quise morir.

De pronto me cae la memoria como gota de mercurio: 1989. Estamos en el 2009. Hace veinte años justos. No quiero enterarme de si hay coincidencia completa; podría hacerlo si hojeo alguno de mis viejos diarios que quién sabe dónde habrán quedado. Sólo me acuerdo que mi celebración de aniversario en el 89 la pasé enfermita, en cama, rumiando mi pésima suerte.

¿No debería ser trivial todo eso, a estas alturas? Él cree que no. Oye, ya estoy grande, ¿sabes? ¿Te acuerdas de la fiesta del 89? Se suponía que era té para dos, tú y yo, y como siempre acabaron llegando todos. Fue tu culpa. Je, je, je. No, no me estoy riendo.

A ver, ¿de qué se trata? ¿Qué si me lo tomé en serio? ¿Qué, lo... uhhh... lo nuestro? Ah. Eso era.

Insiste en llevarme al tema.

En el sueño de 1989, le dije algo así como “quiero crecer contigo”, y ahora resulta que el señor piensa que ya se me olvidó. Tiene razón; no lo recordaba, y ni siquiera sé si lo registré en algún lado. ¿Por qué lo ha traído a colación? Ni modo; a confesar se ha dicho. Mira, la verdad es que no he hecho la gran cosa con mi vida... pero de todo lo demás me acuerdo. Y en serio, no he dejado de pensar en ello. Pero estoy cansada ahorita y sólo quisiera tomarme unas vacaciones.

El camino sigue y sigue y sigue... sí, ya me la sé. Por eso me caes bien. Si no nos hubiéramos conocido, quién sabe qué más NO hubiera pasado. No, no me arrepiento. Bueno, poquito. A veces, nada más. Qué esperabas; me las puso difícil, tu padre. No, hace un rato que no escribo ficción. Pero tengo algunas ideas, verás...

Él ha estado apoyándose en mi silla de campaña que uso para jugar y para leer, yo estoy sentada en mi cama con mi laptop, “JiDai”, en las rodillas. Y entonces él se acerca y me hace una última pregunta. Quiere saber si todavía lo quiero.

- Sí - le respondo, con sinceridad, y procuro acumular toda la dulzura que puedo antes de escupir: -. Te-a-mo-mu-cho

(Tanto como para andarlo publicando, debí haber añadido; pero recuerden que estaba en medio del sueño entonces).

Lo pronuncio así, sílaba por sílaba, porque quiero hacer énfasis, y demasiado tarde me doy cuenta de que suena a cantaletita ramplona. Él se sonríe nada más y me dice adiós con la mano. Pasan todavía algunos minutos antes de que me sacuda el sueño porque hay que seguir trabajando y porque un temblor en las piernas me hizo pensar que se me caía la macbook.

El sueño ha sido muy vívido, y me ha dejado un buen sabor de boca que no puedo creerme. Me siento mejor que nunca para seguir trabajando. Y de pronto, me entra un presentimiento de lo más extraño... siento, no entiendo por qué, que ésta es la última vez que veré a mi viejo amigo y viejo amor, y que la siguiente que volvamos a encontrarnos no será sino en la parroquia de Niggle, cuando todos y cada uno de quienes habitamos esta tierra nos detengamos delante de sendos árboles, completos como nunca los pudimos hacer crecer en vida; y él va a estar bajo un árbol que no es el mío, pero que igual me encantaría conocer. Espero poder ahí estrecharle la mano a su padre, a quien le debo tanto, tanto, todavía.

lunes, abril 20, 2009

La domadora de tigres

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Por mis ausencias (y falta de post y comentarios), ya se imaginarán que no me ha ido muy bien con el trabajo pendiente. ¡Nada parece detenerse! Y esta semana es de compromisos también. Pero bueno, sigo con vida, y la casa está abierta aún. Quisiera, como asunto rápido, compartirles algo que anda flotando en la red, y que tal vez ya conozcan. Una servidora no lo había hecho (así de separada he andado de cualquier medio). Tuve que irme a enterar por una lista de correos a la que estoy suscrita (la de Nancy Hayssen, la valiente modelo norteamericana que se atrevió a responder como era debido a la supuesta campaña antianorexia que organizara la compañía italiana de ropa NoLita hace unos dos años, y que hubiera sido el objeto de uno de los primeros posts de este blog si mi compu de entonces, "Shu II", no se hubiera descompuesto).

Como sea, una apasionada Nancy Hayssen pasó a sus lectoras el link de un video en youtube que se ha convertido en la nueva sensación de la última semana. En él, se contempla una audición del programa Britain’s Got Talent; una señora escocesa, regordeta, con una cara celta iconfundible, camina por el escenario y ante los tres jueces que la examinan como si fuera un objeto y las risitas del público, declara que quisiera hacer carrera como cantante profesional. Con desparpajo dice que tiene 47 años y que no ha podido hacer nada antes simplemente porque no se le había dado oportunidad. Incluso los presentadores se burlan de ella. Y entonces, esta señora abre la boca y se pone a cantar una de mis melodías favoritas, I Dreamed a Dream de la ópera rock Les Miserables.

Si quieren ver lo que sucede entonces, hagan click aquí.

Bien, ¿qué les pareció? Para una servidora, esto no sólo fue extraordinario, maravillosamente conmovedor y un paso más lejos del fenómeno Paul Potts; la canción tuvo algo que ver con las dos lagrimitas que se asomaron a mis ojos. Es una melodía que he estado repitiendo en los últimos dos años para mí, en la regadera, en la cocina, en el pasillo: una canción de sueños perdidos y esperanzas rotas.

En la obra, el personaje de Fantine canta que alguna vez tuvo un sueño, cuando, dice, la vida valía la pena. Pero...

...los tigres vienen de noche
con sus voces, suaves como el trueno,
mientras desgarran tus esperanzas,
mientras convierten tu sueño en vergüenza.

¿Cuántas veces se habrá repetido eso esta mujer de ojos cariñosos, que dedicó toda su vida a hacer obras de caridad y a cuidar de sus padres, y que ahora vive sola con su gatita? Si quieren que les diga la verdad, probablemente ninguna, dado que a simple vista del espíritu de esta dama no puede percibirse sino pureza; pero de pronto ella fue la imagen y de muchos que sí lo hemos hecho. La vida está llena de tigres (por supuesto que en el sentido figurado, caray), de fieras que devoran el espíritu, la alegría, las ganas de vivir. Y de pronto, llega esta hermosa señora, Susan Boyle, y ante su voz los tigres se ponen a ronronear como lindos gatitos. Tal vez le costó mucho tiempo, pero ahí está. La señorita Hayssen opina que ella es una inspiración para los que tenemos algunas marcas de rasguños y mordiscos.; es decir, casi todos nosotros. Ustedes, ¿qué piensan? : >

jueves, abril 09, 2009

Una desquiciada aventura en la biblioteca

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Estuve trabajando, entre finales del año pasado y principios de éste, en la elaboración de un cierto número de programas para una universidad de Guadalajara (no donde trabajo, ni tampoco de donde me gradué). Hacía ya mucho que no me dedicaba a esta clase de actividades, mucho más pacíficas que las prisas, las situaciones inesperadas y la improvisación al momento que implica dar clase; pero solía disfrutarlas porque donde y como mejor trabajo es en silencio y al ritmo de mis propias melodías mentales, y porque me lleva con pretexto a uno de mis lugares favoritos: las bibliotecas.

No tengo nada en contra de la investigación por internet, pero a mí me sigue haciendo falta rodearme de libros para inspirarme. Lo malo, descubrí hace algunos meses cuando, después de más de diez años de contar para estos menesteres con una biblioteca universitaria no perfecta, pero más o menos decente, es que Guadalajara, mi pobre, pobre ciudad, es mucho menos amante de los libros de lo que podría esperarse de la sede de la Feria literaria más grande de Latinoamérica. Horarios limitados, períodos vacacionales excesivos y la imposibilidad de lllevarse los libros a casa... todo eso parece hecho como para dificultar las cosas. Pero bueno, una vez superado, una servidora pensó que todo lo demás sería pan comido.

Aquí les presento una crónica de lo que ocurrió el último día que fui en busca de material para mis programas (de literatura mexicana esta vez, para ser exactos) a la biblioteca Iberoamericana de Guadalajara (ver foto).


Jueves, 8 de enero de 2009

Entrar a la biblioteca me llena, como siempre, de una gran felicidad. La Iberoamericana es relativamente pequeña, pero las paredes de sus dos recintos están, del piso al techo, recubiertas de libros. Tiene una impresionante sala para jóvenes con material mucho más cuidado y nutritivo (de ciencia ficción y fantasía) que el que se encuentra en su hermana mayor de oficio e institución, la biblioteca estatal Juan José Arreola.

Como siempre, los primeros dos minutos me la paso contemplando la belleza del edificio (solía ser un templo) y llenándome los pulmones de ese aroma peculiar de silencio y cantera. Por pura costumbre meto las manos a las fuentecitas que en algún otro tiempo contenían agua bendita, y hasta el polvillo acumulado ahí me agrada.

Pero bueno; aquí vengo a trabajar, así que manos a la obra. En dos patadas averiguo dónde está la sección de literatura mexicana: se encuentra por encima de unos tapancos de madera (en la foto, a mano izquierda) y hay que caminar de ahí hasta las mesas de trabajo, en la planta baja, pasando por escaleras de metal. Lo único que busco son datos bibliográficos para terminar y complementar mi programa, así que ni el tapanco ni las escaleras me preocupan la gran cosa. De un humor inmejorable y en el mismo estado de fascinación, escalo, y como una reina desfilo por el estrechísimo pasillito alfombrado; y comienzo a llenarme los brazos de libros: dos, cuatro, seis; todos los que pueda cargar, todos los que presiento que me van a servir y que me llevaré a una de las mesas de abajo a revisar, uno por uno.

Entonces se me acerca un señor de los que trabajan en la biblioteca. Jamás lo vi llegar.

- No se puede hacer eso - me dice.

- ¿Hacer qué...?

- Sacar todos esos libros.

- Pero... es que todos los necesito.

- Solamente se permiten dos libros por usuario - me reprende el señor, y se dispara a darme una explicación de por qué esa medida es lo mejor para mantener el control de la biblioteca. Su aliento es una mezcla fermentada de cigarro, alcohol y comida echada a perder, y por eso quisiera que se callara de una vez. Me atrevo a comentarle que sólo estoy sacando una bibliografía.

- Entonces - le pregunto -, ¿qué hago con todos estos libros que saqué?

- Déjemelos aquí, y vaya bajándolos de dos en dos a su mesa.

- ¿De dos en dos...? - de pronto, el camino de ida y vuelta al tapanco se me hace muy, muy largo -. Entonces, ¿cada vez que necesite algo tengo que volver a subir y bajar?

- Así es.

Y de golpe me atreviesa, como espetón, la idea de que tal vez no será suficiente la mañana completa que he reservado a mi trabajo.

Arriba, abajo, arriba, abajo. Me tardo más en ir por los libros que en revisarlos, descartarlos o anotar lo que me falta. Varias decenas de metros después ya he terminado con mi pila inicial. Pero falta. Tomo más libros que me parecen interesantes, siempre de dos en dos. Arriba, abajo, arriba.

Después de varias vueltas en las que el número de libros útiles que he bajado no llega ni a la mitad del total, comienzo a desesperarme. ¡Cómo he sido tonta!, pienso. ¿Por qué no se me ocurrió revisar los libros antes de bajar con ellos para ver si me van a servir o no? Bueno, más vale tarde que nunca. Lo voy a hacer.

Frente a un estante, abro un libro que me parece prometedor, pero como en realidad no es lo que estoy buscando, con cuidado lo devuelvo a su lugar. No han pasado ni cinco segundos cuando ya tengo a otro empleado de la biblioteca (esta vez una señora) encima.

- Oiga - me dice -, no se puede hacer eso.

- ¿Hacer qué?

- Regresar los libros a los estantes.

- ¿Pero por qué no...? - estoy a punto de llorar.

- Porque luego los usuarios los desacomodan.

- Pero si lo acabo de sacar... ¿entonces qué hago con él?

- Tiene que llevar el libro al piso de abajo, a su mesa.

El desaliento, como boa constrictor, me aprieta todo el cuerpo.

-Es que he estado bajando varios libros que no me funcionan... estoy haciendo una bibliografía.

La señora no parece haberme oído.

- Los usuarios no se fijan donde dejan los libros - dice -. Vea por ejemplo éste - y me muestra un libro de cuentos que estaba embutido en el área de novelas.

- Pero, ¿como voy a saber si un libro es lo que busco?

- Pues para eso tenemos una base de datos por computadora - y algo en la mirada de ella se llena de orgullo -. Usted la consulta, anota la localización y viene por sus libros.

- Ya, ya consulté la base por internet - respondo -, pero nada más vienen los títulos.

- Pues ya con el título se da cuenta.

- No; necesito ver los libros. Por dentro - protesto, y tomo de sus manos el libro desacomodado; es Mujeres de ojos grandes, de Ángeles Mastretta -. Imagínese, si no conozco este libro, ¿de qué voy a creer que se trata? ¿De anatomía?

La señora parece conmovida (algo) y me sugiere que tire un poco de cada libro en su estante para ver la portada y la contraportada. Pero como se nota que esa solución no la ha convencido ni a ella, se va, y regresa tras apenas dos minutos de demora para informarme que habló con su superior y que ahora puedo hojear los libros (eso sí, sin desacomodarlos) y bajarlos de tres en tres. El acuerdo, por el momento, me parece maravilloso. Quisiera besarle los pies a la señora.

- Y si alguno de mis compañeros le dice algo -me recomienda -, dígale que está haciendo una biografía.

- Bibliografía.

- Eso.

De nuevo, aunque con más alivio, emprendo la tarea de bajar, subir, bajar. Una, dos , cuatro, ocho veces más. Desde mi mesa en la parte baja del recinto observo a la señora, que en el tapanco donde acabo de estar acomoda pacientemente los libros. Se me ocurre la idea de una buena acción y, en lugar de dejar los libros que no necesito en el taburete destinado a recibirlos, subo de vuelta con ellos y se los doy. Ella lo agradece con ojos de borrego. Comienzo a imaginar que es una amante de la literatura, conocedora de cada recoveco de este hermoso lugar; que lo disfruta tanto como yo.

En alguno de los libros que voy hojeando encuentro mi nombre; en otro, el del Capitán. Me da una punzadita de autocomplacencia tierna y quiero que la señora se me acerque una vez más para poder decirle: "Mire, ésta soy yo. Y éste es mi esposo". Pero nunca sucede.

Cuando estoy garabateando notas en mi cuadernito, sentada en la planta baja, la señora se me aproxima, sonriente. ¿Vendrá a desearme suerte, o a preguntar si no me falta nada, o que si puede ayudarme en algo? Con la mano le hago el inicio de un timidísimo saludo. Ella, sin dejar de sonreír, me dice:

- Está tomando libros de aquellos estantes, ¿verdad? - señala a un espacio distante -. Bueno, pues esos me hace favor de dejarlos hasta allá - y apunta a un sitio a unos diez metros de distancia de donda he estado llevándole el material hasta ahora.

En ese momento, decido que ella tendrá que cargar sola con las Obras Completas de Octavio Paz.

Abajo, arriba, abajo. ¿Cuántas veces habré hecho el mismo recorrido? ¿Unas veinticinco, tal vez? Podrían ser menos, o un poco más. Ya perdí la cuenta; de tanto subir y bajar escaleras estoy mareada. Ya han pasado tres horas desde mi tiempo habitual de comida (el receso que había programado en mi labor), y aunque no siento hambre, me duele la cabeza. Veo en el piso una salida de corriente doble y me parece que es la Virgen de Guadalupe.

Limitada como estoy (y lo siento de nuevo como límite) a los tres libros por desplazamiento, no hay forma de detenerme a medio trayecto y sacar alguno más que me haya saltado a los ojos. Así que si encuentro algo interesante le doy un tironcito discreto, para que los lomos queden sobresaliendo del estante y poder capturar los libros con facilidad a la siguiente vuelta. Pero momento después otro amable y comedido empleado se levanta para empujar cada ejemplar con sendas palmadas y los estantes quedan tan parejos y ordenados como si nadie los utilizara.

Parece que mi tarea no va a acabar nunca. No siento ya los dedos, la cabeza, el cuello. Verifico mi lista de autores propuestos y me doy cuenta de que aún faltan algunos. Ni modo, a recurrir a la dichosa base de datos. En el mostrador, donde se encuentra, me recibe otra sonriente empleada.

- Disculpe - le pregunto -, ¿libros de Jorge Ibargüengoitia?

- ¿Irbabuengoitia?

- No, no; de Ibargüengoitia - y deletreo.

Me dice que de ese autor no tienen nada y yo protesto de nuevo porque acabo de tropezarme con Las muertas en el tapanco. Por ese título, podemos rastrear al autor.

- Ibargüengoitia, con diéresis - repito, desconfiada.

- Sí, sí; aquí me aparece con diáresis.

Pero de pronto la señorita se queda mirando fijamente a la pantalla de su compu. Le susurra algo a una compañera que juega Solitario en otra máquina: sí, el nombre del autor no estaba bien escrito. ¿Y mis libros?

- Entonces sí puede que haiga más - comenta la segunda empleada.

"Irbabuengoitia" tendrá que esperar. Lo mismo Bruno Traven, sobre quien la segunda señorita y yo tenemos una profunda y variada conversación.

Ella: ¿Es mexicano?

Yo: Sí.

Ella: Es mexicano.

Yo: Sí.

Ella ¡Es mexicano!

Yo: Sí.

Ella: ¡Es MEXICANO!

Yo: ...

Total, que el único ejemplar de Canasta de cuentos mexicanos que tienen ahí está en Braille, dicen, y parece imposible que haya otro. ¿A lo mejor el título salió así, en edición exclusiva...?

He hecho lo que pude. Como a las cinco y media de la tarde salgo a recargar las neuronas con una mini hamburguesa, porque no hay más y porque ya no se me antoja el chai helado con el que planeaba auto-recompensarme los esfuerzos. El dolor de cabeza no se me quita. Les hecho una última mirada a todos las personas de la biblioteca que me ayudaron/estorbaron, y aunque digo "gracias" en voz suficientemente alta no parecen darse por enterados; el señor con mal aliento no se ve por ningún lado; la señora amable/aprovechada anda metidísima en la plática con alguien de las fotocopiadoras; una de las dos chicas de la base de datos lee una TVNotas y la otra continúa con su juego de Solitario. Tienen las dos tal expresión de felicidad beatífica, seguramente que contrasta todo lo posible con la de una servidora (¿quién no? Ellas tuvieron cerca de un mes de vacaciones, de seguro pagadas), que de pronto me pongo a considerar si no me convendría conseguirme un trabajo de burócrata.

martes, abril 07, 2009

Vacaciones

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Mi gatito J.C. disfruta de un merecido descanso. Me apunto a hacer lo mismo.

Recién sacada como ando de una larga cadena de trabajo (a la que todavía no le veo final definitivo), ando robándole unos diítas de nada a mi pavorosamente sórdida vida de ajetreo. Menos de uno será para mi pobre bloguito, que, como ya se habrán dado cuenta, nomás no se había actualizado. Tenía como firme propósito no hacerlo ni ponerme a responder comentarios (que sigo leyendo y agradeciendo fielmente de cualquier manera) porque luego me pico escribiendo, sino hasta que de verdad no hubiera nada que hacer. Pero eso no está bien, y no está bien estar sin vacaciones durante las vacaciones.

Como les dije, todas las veces en las que alguna vez me quejé de exceso de trabajo no fueron sino despuntes de mi instintiva tendencia a la pereza. En los últimos seis meses, me las he arreglado con las clases, la revisión de trabajos, la elaboración de varios programas universitarios, una traducción de material de una biografía; y otra más, infame, más difícil y con más presión, sudor, lágrimas y sangre (cada uno de los fluídos literal) que hubiera imaginado, y de la que de verdad no hubiera salido de no contar con la valiosísima ayuda de Arc, de Miss B. y de D. ¡Miles de gracias a los tres!).

Para seguir con la lista, estuvo el compromiso de la celebración simultánea del 15 aniversario de mi graduación de licenciatura y el 50 de mis papás; la organización de un acto para un festival artístico escolar (que incluyó, de parte de una servidora, el diseño y buena parte de la elaboración del vestuario; fotos más adelante, espero); sazonemos todo ello con las inevitables labores domésticas. Tras el holocausto de vida social, alimentación sana, ejercicio, el llamado quality time con la familia y todas las cuestiones de higiene, menos las más elementales, claro, ya comprenderán ustedes que una servidora se encuentra hecha polvo. Visto a distancia, es de lo más curioso que uno todavía intente no sentirse culpable por querer tomarse un respirito.

Santo remedio, me encuentro ahora en Zacatecas, en la casa de mis papás. ¿Recuerdan que el año pasado la Semana Santa nos pescó mucho antes, en pleno día de San Patricio? Bueno, ahora se retrasó, lo mismo que la conclusión de cursos y exámenes finales en la escuela. No es que eso caiga tan mal. Quiero pasar un tiempo con mi familia de origen, hacer desaparecer lo que se pueda de las tensiones, leer todo lo que no he leído, a lo mejor jugar un poquito con el DS y ponerme a hacer planes para el regreso.

Por ser Semana Santa trato de mantener mis lecturas a nivel piadoso (el año pasado releí Staurofila), así que me ando entreteniendo a ratitos con La Leyenda Dorada de Daniel-Rops, un libro de cuentos sobre jóvenes santos y mártires... y, ahora que me la pienso, no precisamente lo más adecuado para mi ánimo del momento. Planes de lecturas mundanas, oh sí, también los hay.

En lecturas, música, juego y tele, suele acompañarme K., el gatito de mi hermana, que tiene su propia historia (tal vez algún día se las cuente) de abandono y maltrato, por fortuna con final feliz, y que es la prueba perfecta de que las amarguras del pasado no tienen por qué superar un espíritu valiente y un carácter juguetón y dulce.

En fin... para terminar con todo este rollo (que en realidad tenía como objeto anunciar que no, no cerraremos la casa por vacaciones), déjenme que les comparta algunas valiosas lecciones que aprendí durante esta prueba de seis largos meses de trabajo sin cesar:

  • No porque uno encuentre trabajo en el aire significa que hay que tomarlo. Ni siquiera en época de crisis.

  • El pago más satisfactorio y estimulante a un trabajo bien hecho no es necesariamente dinero; la consideración, el buen trato y el respeto también cuentan.

  • Dios le da pan al que no tiene dientes, pero a los que tienen manos les pasa la harina y la receta. Como sabiamente dijera el gran Zoolander, YOU think about it.

  • El cliché de que la salud es lo más importante deja de serlo cuando las amenazas de suicidio de la salud por fin logran conmover y/o afectar a su insensible marido, el intelecto.

  • Sobreestimar la inteligencia de alguien puede ser igual de peligroso que subestimar su estupidez, y esto va tanto para las propias como las ajenas.

Seguimos al pie del cañón, y nos vemos pronto.
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La casa de Aisling by Laura Michel is licensed under a Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Derivadas 2.5 México License.