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domingo, marzo 25, 2012

Amor y matrimonio



Hoy es el día mundial de leer a Tolkien; reviví el blog tan deprisa para no perdérmelo y, como todos los años, traducir un texto de mi autor favorito para ustedes. Cuando pregunté qué tema podría gustar, mi amigo S. me sugirió que uno que hablara de amor. De inmediato pensé en éste (y el pensamiento, he de confesarlo, me atravesó el pecho como una aguja finísima), una carta de Tolkien a su hijo Michael escrita, justamente, en marzo de 1940. La carta remata con la historia personal de Ronald Tolkien y su esposa Edith, que no pondré aquí. Si estamos familiarizados con el autor (y si no, no dará trabajo pasar algunos datos) sabremos que su matrimonio fue todo menos sencillo; que les llovieron calamidades, que no fueron felices para siempre porque eso sólo ocurre en los cuentos de hadas, pero que igual trabajaron duro para serlo. ¿Les resultó? Creo que la foto de la portada tiene mucho que decir al respecto. 

No hay fórmula precisa para un matrimonio ideal; no creo que la intención de Tolkien fuera hablar de algo más que su propia experiencia. Pero este escrito, si le pasamos por alto dos que tres observaciones que de seguro objetarán las feministas, podría darnos una acercamiento interesante a su forma de vivir al amor, y servir al menos para contrarrestar tantas ideas desfasadas que sobre este sentimiento nos han querido vender en televisión, internet, películas y libros de moda. 



De una carta de J.R.R. Tolkien a su hijo Michael
(extraída del libro The Letters of J.R.R. Tolkien, editado por Houghton Mifflin)

Traducción: Yours Truly.

Aún en nuestra cultura occidental, la tradición de la caballerosidad romántica es fuerte, aunque como producto de la cristiandad (que no es de ninguna manera lo mismo que la ética cristiana) los tiempos le son hostiles. Idealiza el “amor”... y esto hasta donde alcanza puede ser muy bueno, ya que toma en cuenta algo más que el placer físico y goza, si no de la pureza, al menos de la fidelidad, al igual que el autosacrificio, el “servicio”, la cortesía, el honor y el valor. Su debilidad es, por supuesto, que comenzó como un juego de cortejo artificial, como una forma de disfrutar el amor por sí mismo, sin referencia (y de hecho contrario) al matrimonio. Tenía como objeto no a Dios, sino al Amor y la Dama, deidades imaginarias. Todavía tiende a convertir a la Dama en una especie de estrella guía o divinidad (del anticuado “su divinidad” = la mujer que ama), el objeto o la razón de una conducta noble. 

Esto, por supuesto, es falso y a lo mucho un invento. La mujer es otro ser humano caído con el alma en peligro. Pero si se combina y armoniza con la religión (como hace tiempo se hizo para producir gran parte de esa hermosa devoción hacia Nuestra Señora que ha sido la manera en la que Dios ha refinado tanto nuestra cruda naturaleza y emociones masculinas, y también de darle calidez y colorido a nuestra difícil y amarga religión) puede ser muy noble. Así surge lo que supongo se siente todavía, entre quienes conservan incluso algún rastro de cristianismo, como el más alto ideal de amor entre un hombre y una mujer. Creo, de todas formas, que tiene sus peligros. No es del todo cierto, y no es perfectamente “teocéntrico”. Hoy, como de todas formas ha sucedido en el pasado, hace que un joven deje de ver a las mujeres como son, como compañeras en el naufragio y no como estrellas guía. (Y cuando el joven cae en cuenta de la realidad se vuelve cínico). Que olvide los deseos, las necesidades y las tentaciones de ellas. Inculca nociones exageradas de “amor verdadero”, como si éste fuera un fuego del exterior, una exaltación permanente, sin tener que ver con la edad, la crianza de los hijos, y la vida ordinaria, sin participación de la voluntad y el propósito. (Un resultado de ello es que las personas jóvenes se ponen a buscar un “amor” que los mantenga abrigados y contentos en un mundo insensible, sin que pongan esfuerzo de su parte; y los que son incurablemente románticos siguen buscando incluso en las desdichas de una corte de divorcio).


Las mujeres no tienen mucha parte en todo esto, aunque pueden usar el lenguaje del amor romántico, ya que está entrelazado en todas nuestras locuciones. El impulso sexual hace a las mujeres (naturalmente entre menos mimadas, menos egoístas) muy sensibles y comprensivas, o especialmente ansiosas de serlo (o eso parece), y muy animadas por entrar tanto como les sea posible en los intereses, desde lazos familiares a religión, del joven por el que se sienten atraídas. No es que quieran engañar; es el instinto puro, el de servir y ayudar, resguardado generosamente por el deseo y la sangre joven. Bajo este impulso pueden de hecho alcanzar una muy notable perspicacia y entendimiento, incluso de cosas que de otro modo estarían fuera de su rango natural: pues su don es ser receptivas, estimuladas, fertilizadas (en muchos aspectos que no son el físico) por el varón. Cada maestro lo sabe. Cuán rápido una mujer inteligente puede aprender, captar sus ideas, comprender su punto... y cómo, con extraordinarias excepciones, no prosiguen cuando dejan su mano o cuando ya no tienen interés personal en él. Pero es su vía natural hacia el amor. Antes de que la joven mujer sepa ubicarse (y mientras el joven romántico, cuando existe, suspira aún) ella podría de hecho, “enamorarse”. Lo que significa para ella, una mujer que por naturaleza no esté mimada, que quiere convertirse en la madre de los hijos de ese joven, aun si ese deseo no es, en modo alguno, claro para ella, o explícito. Y entonces suceden cosas que pueden ser muy dolorosas y dañinas si van mal. En particular si el joven sólo quería una estrella guía y una divinidad temporales (hasta que ata su vagón a una más brillante) y sólo estaba disfrutando de los halagos de la lástima muy bien sazonados con la excitación del sexo... todo muy inocente, por supuesto, y muy alejado de la “seducción”.



Puedes conocer en la vida (igual que en la literatura) mujeres que son frívolas, o pura y duramente disipadas (no me refiero a la coquetería, la práctica del combate real, sino a mujeres que son demasiado tontas como para tomarse el amor en serio, o de hecho tan depravadas como para disfrutar de las “conquistas” e incluso causar dolor), pero son anormalidades, aun si las enseñanzas falsas, las malas crianzas y las modas corruptas puedan animarlas a comportarse así. Por mucho que las condiciones modernas hayan cambiado las circunstancias femeninas, y el detalle de lo que se considera apropiado, no han modificado el instinto natural. Un hombre tiene una vida de trabajo, una carrera, (y amigos hombres), todo lo que podría (y lo hace, si el hombre tiene agallas) sobrevivir al naufragio del amor. Una mujer joven, aun si es “económicamente independiente”, como dicen ahora (y que por lo general significa que está económicamente sometida a un patrón masculino en lugar de un padre o una familia) empieza a pensar en el “cajón del ajuar” y en un hogar, casi de inmediato. Si de veras se enamora, el naufragio podría terminar en las rocas. De todas maneras las mujeres en general son mucho menos románticas y más prácticas. No te dejes engañar por el hecho de que sean más “sentimentales” con las palabras... que tengan mayor libertad para usar “cariño” y todo eso. No quieren una estrella guía. Pueden idealizar a un joven común y corriente y hacerlo su héroe, pero no necesitan semejante encanto ni para enamorarse ni para seguir amando. Si tienen alguna ilusión vana es la de que pueden “reformar” a los hombres. Con los ojos bien abiertos aceptarán a un canalla, y cuando se desvanezca la ilusión de que pueden cambiarlo, seguirán amándolo. Ellas son, por supuesto, mucho más realistas acerca de una relación sexual. A menos que se hayan pervertido por las malas modas contemporáneas, por lo general no hablan “sucio”, no porque sean más puras que los hombres (no lo son) sino porque no le ven la gracia.  He conocido a algunas que fingieron hacerlo, pero no deja de ser fingimiento. Pudiera resultarles intrigante, curioso, absorbente (e incluso demasiado absorbente), pero si se trata de una cuestión tan natural, seria y obvia, ¿dónde está el chiste?

Tiene que ser, claro, aún más cuidadosas en las relaciones sexuales, con todos los anticonceptivos que haya. Los errores dañan físicamente y socialmente (y en el matrimonio). Pero si no están corrompidas, ellas son instintivamente monógamas. Los hombres no lo son... De nada sirve fingir lo contrario. Los hombres no lo son, que no lo son; no al menos por instinto natural. La monogamia (aunque por largo tiempo ha sido fundamental para nuestras ideas heredadas) es para los hombres una revelación de ética, de acuerdo a la fe y no a la carne. Cada uno de nosotros podría procrear saludablemente, en nuestros treinta y tantos años de completa fertilidad, unos cientos de hijos, y pasársela muy bien en el proceso. Brigham Young (creo) era un hombre feliz y saludable. Éste es un mundo caído, y no hay consonancia entre nuestros cuerpos, mentes y almas.

Sin embargo, la esencia de un munda caído es que lo mejor que tiene no puede alcanzarse por el libre disfrute de las cosas, o por lo que se llama “autorrealización” (un nombre bonito para designar la autocomplacencia, de hecho adversa a la “realización” de otras personas), sino por la negación, por el sufrimiento. La fidelidad en un matrimonio cristiano conlleva una gran mortificación. Para el hombre cristiano no hay salida. El matrimonio puede ayudar a santificar y encauzar a su objetivo correcto los deseos sexuales; su gracia puede ayudarlo en la lucha, pero la lucha sigue ahí. No va a estar satisfecho... como es posible tener a raya el hambre con alimentos a sus horas. Le ofrecerá a la pureza propia de tal estado lo mismo dificultades como alivios. Pero no hay un hombre, por mucho que de joven haya amado a su novia y prometida, que haya permanecido fiel a ella como esposa en mente y cuerpo sin haber ejercido, deliberada y conscientemente, la voluntad, sin autonegarse. A muy pocos se les dice eso... ni siquiera a aquellos criados “en el seno de la iglesia”. Los que están fuera de ella rara vez parecen haberlo oído. Cuando el hechizo se desvanece, o simplemente se adelgaza un poco, piensan que han cometido un error, y que aún no han encontrado a la compañera de sus vidas. Y con demasiada frecuencia la verdadera compañera de sus vidas les parece la primera persona sexualmente atractiva con la que se tropiezan. Alguien con quien pudieran casarse muy ventajosamente, siempre y cuando... Y ahí llega el divorcio, para suplir el “siempre y cuando”. 

Y por supuesto en general tienen mucha razón: sí cometieron un error. Sólo un hombre muy sabio podría, al final de su vida, hacer un juicio correcto sobre con quién, de todas las oportunidades posibles, se pudo haber casado mejor.  Casi todos los matrimonios, hasta los más felices, son errores; en el sentido de que casi con seguridad (en un mundo más perfecto, o con un poquito más de cuidado en éste tan imperfecto) cualquiera de los dos cónyuges podría haber encontrado compañeros más apropiados. Pero el verdadero compañero de la vida de uno es con quien de hecho está uno casado. Hay muy poco de donde elegir: la vida y las circunstancias lo hacen casi todo (aunque si hay un Dios éstos deben ser Sus instrumentos, o Sus manifestaciones). Es notable que de hecho los matrimonios felices son más comunes cuando la “elección” de las personas jóvenes está aún más limitada, por autoridades paternales o familiares, mientras haya una ética social de responsabilidad  y fidelidad conyugal que no tienen que ver con lo romántico. 

Pero incluso en países en los que la tradición romántica ha afectado las estructuras sociales tanto como para hacer creer a la gente que la elección de un compañero es cuestión exclusiva de los jóvenes, sólo la más extraordinaria buena suerte une a un hombre y una mujer que son, de verdad, como si estuvieran destinados el uno para el otro, capaces de un amor grandioso y espléndido. La idea aún nos deslumbra, nos toma por la garganta: poemas, historias de a montón se han escrito sobre el tema; más, probablemente, que el número de amores semejantes que haya en la vida real, (sin embargo, las historias más sublimes no hablan del feliz matrimonio de esos fenomenales amantes sino de su trágica separación, como si incluso en esta esfera lo más grande y espléndido de este mundo caído se alcanzara por el fracaso y el sufrimiento). En un amor tan grande e inevitable, con frecuencia el amor a primera vista, alcanzamos una visión, supongo, del matrimonio como hubiera podido ser en un mundo no caído. En este mundo caído la única guía que tenemos es la prudencia, la sabiduría (pocas veces encontrada en la juventud, descubierta demasiado tarde en la vejez) un corazón limpio, y fidelidad de voluntad...

domingo, abril 24, 2011

La razón de casi todo

Fragmento de una preciosa pintura de Alan Lee.


En febrero de 1986, le pedí a mi mamá que me comprara tres libros muy caros (el equivalente, por todos, a menos de tres dólares de ahora, así que imagínense cómo ha variado la economía), y ella accedió de mala gana, porque tenía una idea bastante peculiar sobre ellos. Durante meses y meses me los prohibió, pero los libros, en proceso de ser tasados y sopesados por el comité censor de mi casa (mi hermana mayor, por entonces), estuvieron rondando diferentes rincones, uno aquí en la cocina, otro allá en la biblioteca, otro olvidado en algún lugar del baño. Todavía puedo recordar la sensación extraña que me despertaban; eran como un cofre sellado que contenía quién sabe qué misterios, o como, escribí entonces, un espejo... uno trozo de vidrio que sólo permitiera ver lo de afuera pero que tal vez estaría ocultando algo. No me habían levantado la prohibición cuando, el siguiente 23 de abril, me escurrí con el primer tomo y no dormí sino hasta llegar a la mitad.

Pero no voy a aburrirlos con esta historia que ya les he platicado antes; si quieren releerla, ahí está en la etiqueta Veinte años. Un cuarto de siglo (qué enorme cantidad de tiempo suena si uno lo pone así) ha transcurrido desde que me tropecé con El Señor de los Anillos, y decir que la vida me cambió a partir de entonces es poco. En casi todos los aspectos de lo que una servidora ha hecho, hablado, escrito y leído se nota la influencia de Tolkien, y son contadas las ocasiones en las que no siento un profundo agradecimiento por ello (contadas, dije; no significa inexistentes).

Tres veces he soñado con Tolkien; la primera fue cuando estaba muy jovencita y no lo reconocí sino hasta después que pensé en ello; en la segunda, ya adulta, intercambiamos algunas palabras en inglés antiguo; en la tercera, curiosamente, ambos nos acordamos del sueño anterior. Recuerdo que el Tolkien de mi sueño me dijo, en aquella tercera y última vez, que ya no quería que lo llamara “Profesor”, sino “abuelo”. Y que se molestó cuando lo llamé “abuelito” (grampa)  y me corrigió: “No; ABUELO” (grandfather).

Bajo ese punto, el año pasado le escribí al profesor/abuelo una sentidísima carta que publiqué aquí, y que preocupó a mis amigos y me ganó alguna crítica medio amarga. Sí, una servidora estaba entonces llena de pesimismo, y una desesperación pasiva (las peores) le congelaba toda la voluntad. Ahora... digamos que estoy contenta de haber llegado a este cuarto de siglo.

Profesor Tolkien, querido abuelo, usted es la razón de casi todo. Bien o mal, tal vez haciendo un par de cosas que no debería y otras que eran lo correcto aunque hubiera que pagar por ello; las decisiones, algunas más difíciles de lo que esperaba... la mano que me sostenía y la luz que me daba alguna vaga idea de por dónde ir eran siempre usted. ¿Qué más puedo decir? Veinticinco años parece un tiempo muy largo, pero aunque pasaran otros veinticinco, y más, no me alcanzarían para agradecer a la voz que me obligó a engañar nuestro tímido corazón para derrotar la horrible realidad; a sembrar dragones porque era nuestro derecho, bien o mal usado; a crear por las mismas leyes que fuimos creados.

Nada sería igual sin esa voz; y no alcanzo a imaginarme cómo sería. 

viernes, marzo 25, 2011

Vocación y fe


Ésta es mi foto favorita de J.R.R. Tolkien, así que no dudaría que ya la haya subido antes; de ser así espero que por favor me disculpen. Hoy es el día mundial de leer a Tolkien, y como me propuse cada año aportar alguna mínima sugerencia (el terrible año pasado lo olvidé, confieso) se me ocurrió este textito. Hace casi 25 años que leí El Señor de los Anillos; fue un libro que en algún momento me salvó, y, aunque de seguro nunca tuvo esas intenciones, las palabras de mi escritor favorito me han proporcionado muchas veces consuelo.

Después de una terrible racha que, si han venido con frecuencia, les habrá tocado soportarme, una servidora de ustedes comienza a reconciliarse lentamente con la vida y ha empezado por redescubrir el gusto por su profesión. Cuando me encontraba realmente deprimida, el leer esto en particular me levantaba el ánimo. Espero que les guste. Les dedico este humilde trabajito a todos ustedes que me estuvieron acompañando en los momentos difíciles, a los que son maestros e intentan llevar bien su vocación por encima de los males del mundo y a los que son personas de fe y la han visto tambalearse un poquitín por lo mismo. Muchas gracias por aguantar mis arranques de pesimismo en meses anteriores.


Fragmento de una carta escrita por Tolkien a su hijo Michael, de profesión maestro.

Traducido por: Yours Truly. 

"Lamento muchísimo que te sientas deprimido. Espero que ello se deba en parte a tu enfermedad. Pero me temo que se trata principalmente de una aflicción laboral, y una dolencia que es casi universal (en cualquier clase de trabajo) que tiene que ver con la edad... Me acuerdo perfectamente de cuando tenía tu edad (en 1935). Diez años antes había regresado a Oxford (con los ojos aún húmedos de ilusión juvenil), y ahora me desagradaban los universitarios y todas sus costumbres, y ya estaba de verdad conociendo a los profesores. 

Años antes, había rechazado como palabras de repugnante cinismo salidas de una boca inculta las advertencias que me había dado el querido Joseph Wright. “¿Pues tú qué crees que es Oxford, muchacho?”. “Una universidad, un lugar de aprendizaje”. “Para nada, muchacho, ¡es una fábrica! ¿Y quieres saber qué se fabrica ahí? Yo te lo diré. Salarios. Métete eso en la cabeza, y empezarás a entender qué está pasando”.

¡Ay! Para 1935 sabía que esto era totalmente cierto. En todo caso, en cuando a la conducta de los profesores se refería. Muy cierto, pero no del todo la verdad. (La mayor parte de la verdad está siempre escondida en sitios fuera del alcance del cinismo). Me ponían trabas y me limitaban en mis esfuerzos (como profesor clase B con paga reducida pero con deberes de clase A) por el bien de mi materia y la reforma de su método, con los intereses puestos en los salarios y los gremios. Pero al menos no sufrí lo mismo que tú: jamás me obligaron a enseñar más que lo que amaba (y sigo amando) con inextinguible entusiasmo (excepto sólo por un breve período después de mi cambio de cátedra... estuvo horrible).

La dedicación a la “enseñanza” por sí misma y sin referencias a la reputación de uno, es una vocación elevada y hasta en cierto sentido espiritual; y puesto que es “elevada” sin duda la rebajan falsos hermanos, hermanos cansados, el deseo de dinero y la soberbia: la gente que dice “mi materia” y no quiere decir la materia de la que humildemente me encargo, sino la materia que engalano, la materia que “he hecho mía”. Ciertamente que esta dedicación se degrada y mancilla por lo general en las universidades. Pero ahí está. Y si por desprecio se cerraran las universidades, desaparecería del mundo... hasta que éstas volvieran a establecerse, para caer de nuevo en la corrupción a su debido tiempo. La mucho más elevada dedicación a la religión no puede escaparse del mismo proceso. Se la degrada, por supuesto y hasta cierto punto, en manos de todos los “profesionales” (y todos los cristianos que la profesan), y otras personas en diferentes tiempos y lugares la ultrajan; y como su objetivo es más alto, sus deficiencias parecen (y son) peores. Pero no se puede conservar una tradición de enseñanza o de verdadera ciencia sin escuelas y universidades, y eso significa maestros y profesores. Y no se puede mantener una religión sin iglesia y ministros; y eso quiere decir profesionales: sacerdotes y obispos... y también monjes. El vino precioso debe (en este mundo) contenerse en una botella o en un recipiente menos digno. Por mi parte, he descubierto que me he vuelto menos cínico que la mayoría, cuando recuerdo mis propios pecados y disparates; y me doy cuenta de que los corazones de los hombres con frecuencia no son tan malos como sus actos, y casi nunca tan malos como sus palabras. (En especial en nuestra era, que es una era de desprecio y cinismo. Estamos más libres de hipocresía, ya que no “queda bien” el declararse adicto a la santidad o pronunciar sentimientos elevados; pero se trata de una hipocresía invertida como el ampliamente difundido esnobismo invertido: los hombres se dicen peores de lo que realmente son)...

Me hablabas, sin embargo, de que la fe se te está "desmoronando". Eso es otro tema completamente distinto. Como último recurso la fe es un acto de voluntad que inspira el amor. Nuestro amor puede enfriarse y nuestra voluntad corroerse ante el espectáculo de las deficiencias, las locuras y hasta los pecados de la Iglesia y sus ministros, pero no creo que alguien que haya tenido fe retroceda hasta el otro límite por estas razones (mucho menos quienes tengan algún conocimiento histórico). El “escándalo” es, a lo mucho, una oportunidad de tentación, como la obscenidad lo es a la lujuria, puesto que no la produce sino que la despierta. Resulta muy conveniente, ya que desvía nuestra mirada de nosotros mismos y nuestras faltas para buscarse un chivo expiatorio. Pero el acto de voluntad en la fe no es un momento único o una decisión final: es un acto/estado que indefinidamente se repite, que debe seguir... y así es que rezamos pidiendo “perseverancia definitiva”.

La tentación de la “incredulidad” (que realmente significa la negación de Nuestro Señor y Sus afirmaciones) siempre está ahí dentro de nosotros. Una parte nuestra anhela dar con una excusa externa para ello. Entre más fuerte sea esa tentación interna, con más rapidez y mayor gravedad nos “escandalizarán” los demás. Creo que soy tan sensible como tú (o como cualquier otro cristiano) a los escándalos, tanto del clero como de los laicos. En mi vida he sufrido profundamente a causa de sacerdotes tontos, cansados, embrutecidos y hasta malvados; pero ahora ya me conozco lo suficientemente bien como para estar seguro que no voy a dejar la Iglesia (lo que para mí sería dejar la alianza con Nuestro Señor) por tales razones: la dejaría porque he dejado de creer, y porque no voy a creer más, incluso si no he encontrado en ninguna orden más que personas al mismo tiempo sabias y santas. Y negaría el Santísimo Sacramento; es decir, llamaría a Dios “fraude” en su propia cara". 

lunes, enero 03, 2011

Hoja y árbol


Como llega otro cumpleaños de nuestro profesor, J.R.R. Tolkien, he pensado compartirles (a manera de regalo para todos sus fans, seguidores y estudiosos) una fotografía suya que, no es por nada, es bastante difícil de hallar; su descubridor, el autor John Garth, la encontró de pura casualidad en el Exeter College de Oxford y se quedó con la boca abierta; no le importó arrancar la tapa de su scanner portátil para poder capturarla.

Lo que les presento aquí es el fragmento más interesante; para tenerla más grande y sin ese horrendo círculo rojo que le he puesto a la portada, hagan click sobre ella. La forma en la que una servidora la consiguió fue mediante una anécdota bastante vergonzosa que por si fuera poco se llevó la reputación de mi país por delante. Esta anécdota, que no voy a repetir, voló, crecida y gorda como mosquito recién cebado, de la mano de personas que una servidora no creía que tuvieran interés ni tiempo para propagar chismes; si quieren enterarse de la verdad no les voy a ahorrar ningún trabajo; tal vez la encuentren mencionada por ahí en mi serie de Veinte años. Pero olvidemos esto de una buena vez y enfoquémonos en lo que de verdad importa.

Imagínense una facultad universitaria, así nomás. Imagínense una generación de estudiantes a la que están a punto de fotografiar. Hay entre ellos un joven rubio de unos veintidós o veintitrés años, tan bajito que se da cuenta de que la única forma de salir bien en la foto es treparse a un muro de la escuela y apoyarse del arbolito que crece junto a él. Imagínense que lo hace. Y que entre los rostros serios y actitud formal de sus compañeros, destaca su espontaneidad y casi casi descaro. 

El chico se convertirá, con el tiempo, en el autor del libro más influyente del siglo XX. En el momento en el que le tomaron esta fotografía, todavía piensa en echar relajo, montar proyectos con sus tres mejores amigos y graduarse de algún modo porque la escuela no es barata ni él muy aplicado que digamos. De seguro también recuerda a su primera novia, a la que le han prohibido ver pero que sigue queriendo mucho. Y tal vez considera qué rayos hará ahora que su país entre a la primera guerra mundial. 

Así es como se tejen las historias; un árbol frondoso y bello fue alguna vez una ramita enclenque. Tal vez de todo el árbol lo único que se llegue a conocer es una hoja. Pero para quienes festejamos el crecimiento y plenitud de ese chico de la foto, la o las hojas que nos legó fueron de lo más afortunado. Durante muchos años más, los lectores seguirán acudiendo a ellas en busca de aventuras y emociones trapidantes, o tal vez de consuelo y ánimo para la vida, porque en Tolkien uno halla eso y más. 

Feliz cumpleaños, profesor. El regalo ha sido todo nuestro.

sábado, abril 24, 2010

Ever on and on (carta abierta)



Estimado abuelo:

Una noche, hace exactamente veintitrés años (el día de San Jorge; el día del libro, aunque ninguno de los dos hechos tenía sentido para mí entonces) estaba escribiéndole una carta, igual que la que le escribo ahora. Bueno, igual no porque no se trataba de una abierta (si la hubiera leído alguien más me muero) sino un parrafito pseudopoético en mi diario; y porque entonces lo llamaba a usted de otra manera y no “abuelo”, como en sueños me recomendó hace algún tiempecito (y fue un consuelo hallar que Poul Anderson tenía la misma idea). Como sea, ésta es la segunda carta que le escribo; no tengo idea si llegó a recibir la primera, porque no se nada de correspondencias sobrenaturales; ni, de haberla recibido, cuál haya sido su reacción. ¿Le pareció divertida, tierna? ¿Tal vez un poco pedante? ¿Muy infantil? Bueno, como sea, no le escribe ahora una mocosilla, sino una mujer mayor, algo traqueteada por los golpes de la vida, por lo pronto muy, muy cansada, falta de sueño y de sueños, y con menos de un cuarto del tiempo con el que contaba antes para fantasear.

En la carta aquella le suplicaba, más o menos a la manera de la Letanía de Don Quijote de Rubén Darío (¿no se me habrá espantado usted con la blasfemia?) que me trazara un camino a seguir, más o menos claro, algo que me permitiera “volver a casa” como el prisionero ése que menciona en su conferencia de los cuentos de hadas.


Creí tener respuesta; de hecho las primeras zancadas no representaron más dificultad que los pasos de todos los días. Comencé por inventarme un alfabeto secreto para que los maestros creyeran que los mensajitos que les dejaba en los márgenes de trabajos y exámenes (“es usted un salvaje, maestro Fulano”) eran sólo garabatos. Luego rescaté las historias que me inventaba de chica para divertir a mis amigas de la primaria, y traté de unificarlas bajo cierto firmamento, sobre cierta geografía. Más tarde me inscribí a la Escuela de Lingüística de la Autónoma de Guadalajara. Cuando estudiante, me conseguí un grupo de amigos con quienes esperaba enriquecer y compartir el proceso creativo. Antes de cumplir veinticuatro, conseguí la cátedra de literatura en lengua inglesa en mi propia universidad.

Pero ahora, si vuelvo la cara, ¡cuántos caminos me arrepiento de haber tomado! ¡Cuántos de lo contrario! ¡Cuántos que fueron tan difíciles y de todas maneras no llevaron a ninguna parte!

No me va a creer, abuelo, que ahora estoy comenzando a dudar de montones de cosas en las que siempre había creído. No de Jesucristo Nuestro Señor, porque cualquier pregunta que tuviera sobre Él ya se me respondió hace tiempo y de manera definitiva. Pero ahora ya no creo en el trabajo duro y constante, ni en los beneficios que trae el conocimiento, ni en la riqueza de la experiencia; pienso más bien que el trabajo duro no sirve de nada si uno no se ha dedicado a lamer las botas adecuadas, que el conocimiento trae desdicha porque sólo lo hace a uno consciente de su propia ignorancia, y que la experiencia no causa ninguna impresión si no se combina con orgullo y menosprecio hacia el resto de la humanidad. Y, Dios me perdone, estoy comenzando a dudar de la decencia, aquella coherencia triple entre lo que se hace, lo que se dice y lo que se piensa, porque los triángulos nunca fueron buenas bases para superficies planas, y la gente (plana, de hecho) que tiene poder sobre un individuo lo aplasta a menos que el equilátero perfecto se vuelva un tanto escaleno. He llegado a pensar (y la saliva que paso me sabe amarga) que de nada sirve educar y educarse sobre ideales para un mundo ideal, porque éste donde vivimos no lo es.

Desperdicio tanta agua en esas cuestiones, que se me olvida que tengo que regar cierta plantita; un árbol como el que Niggle el pintor deseaba terminar (aunque en mi caso es más bien un arbusto de pingüica tamaño bonsai) y que amenaza con secarse por el descuido. Se me olvida el montón de bichos que han hecho ahí su hogar; hijos míos en su mayoría, algún que otro adoptado, casi todos con una historia y muchas ganas de vivir. Es cuando me vuelvo al arbolito cuando de pronto me entra un golpe de energía: para cocinar, para arreglar un cajón, para preparar mis clases. Pero una vez que termino con la tarea “necesaria” me doy cuenta de que el espíritu bonsaísta se ha desvanecido, y me pregunto cómo fue que alguna vez conseguí que retoñara el hierbarajo ése.

Es por eso, abuelo, que esta noche sólo quisiera preguntarle algo: usted que sabe lo que es cuidar a una familia, lo que es pasar dificultades por negarse a adorar a la hidra, lo que es que le digan a uno que su trabajo no sirve para nada; ¿pasó alguna vez por estos momentos de desazón? ¿En los que creía que iba a sacrificar para siempre lo que estaba más cerca de su corazón a lo que era estrictamente necesario? Casi creo que la respuesta es sí; cualquiera que lea el cuento del pintor puede adivinarlo. ¿Cómo fue, entonces, que más adelante reescribiera “The road goes ever on and on” y blah blah blah... tantas versiones de que hay que seguir, seguir? Está bien, querido abuelo, si me quedo con la duda. A diferencia de las otras que arrastro, ésta sí es una que calienta el alma, que la sacude un poco. Si todo se basara en certezas, ¿qué mérito tendría la fe?

Gracias como siempre, abuelo, por todo. Aunque en los últimos días no he hecho sino rumiar mis dificultades, poquitísimas comparadas con las que usted pasó alguna vez, ya sabe que muy en el fondo de mi corazón sigo guardando esperanza; la energía dura poco, pero la esperanza es recargable (perdón si a veces me expreso en términos extraños). Deséeme vida suficiente, y a mis seres queridos (la vida se está volviendo tan frágil aquí en mi país) para continuar, y ver alguna vez aunque sea un par de hojas de mi árbol; cada rama lleva madera de usted.

Un abrazo cariñoso,

A.

domingo, enero 03, 2010

¡El profesor!

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Bilbo, en la sala de su casita (dibujo de J.R.R. Tolkien).

¡Otro cumpleaños más! Este año, el profesor Tolkien cumpliría 118. No puedo dejar de preguntarme (con curiosidad morbosa) qué pensaría de todo lo que ha ocurrido con su obra y su legado en más de cincuenta años... que si las películas de Peter Jackson, que si las que vienen de Guillermo del Toro, que si Christopher Tolkien publicando hasta los garabatos en las servilletas, que si Calabozos y Dragones, Harry Potter y Eragon...

Mucho ha ocurrido, en realidad, y no estoy segura de que todo sea necesariamente bueno. Pero dentro de todo, representa un gran alivio leer y escuchar, de todas partes del mundo, palabras de gratitud, afecto y reconocimiento; este brindis de cumpleaños reúne a muchos que, una generación tras otra, pasaron por la Tierra Media pensando que estaban solos ahí, y que cuando se vuelven a contemplar el camino recorrido todavía no pueden creer que todo salió de la mente brillante de un lingüísta católico.

Para él, nuestro autor, un abrazo más (de millones) donde quiera que se encuentre.

Recuerden: si les gusta Tolkien, a las nueve de la noche (hora de donde se encuentren) de hoy levanten una copa, vaso, cucharada o lo que sea de lo que se estén tomando, digan “¡El profesor!” y apuren. No olviden registrar su brindis en la página de la Tolkien Society, aquí.

miércoles, marzo 25, 2009

El propósito de la vida

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Le tomaron al profesor Tolkien esta fotografía apenas unos meses antes de su muerte; pasaba de los ochenta y caminaba con un bastón (que, no sale en la foto, pero aquí está utilizando para jugar espaditas). Me sigue cautivando la sonrisa de este hombre tan guapo. Su expresión, citando a Lord Byron, es algo que “tell of days in goodness spent”. Tanta felicidad para alguien que la mayor parte de su vida pasó por dificultades... Me gustaría que mi propio rostro se viera así, a esa edad o a la que me toque llegar.

Interrumpimos nuestra semana del sushi (mañana volveremos a la carga) para un evento fuera de programa. Hoy, 25 de marzo, es el día mundial de leer a Tolkien; se eligió esta fecha por ser la de la caída de Sauron en El Señor de los Anillos. El 25 de marzo corresponde también, por cierto, a dos fiestas tradicionales cristianas: la crucifixión de Nuestro Señor (la primera que se fechó, al menos) y la Anunciación a la Santísima Virgen, de la que Tolkien era fan declarado y absoluto; así que para nuestro autor la fecha tal vez tendría otro significado también.

Para celebrar, y eso es lo que se me hace lindo, hay que tomar nuestra obra de Tolkien preferida y leerla donde queramos, en algún rinconcito privado o público; compartirla con nuestros seres queridos o con quien se nos atraviese. Pero como este 25 de marzo se me presenta tan ajetreado como las últimas terribles semanas, dudo mucho poder llevar a cabo una actividad que por otra parte me hubiera garantizado un día feliz y tranquilo.

Así que, para quienes quieran celebrar pero igual no cuenten con mucho tiempo o tengan que trabajar junto a su compu todo el día, les paso uno de mis fragmentos favoritos de una carta de Tolkien, que le escribió a Camilla Unwin, la hija de su editor, para ayudarla con un trabajo escolar en el que tenía que preguntarle a varias personas cuál es el propósito de la vida. Sí, es de corte religioso, quedan advertidos; podría tratarse de uno de esos ejemplos que alguien llamara hace algunos días “propaganda” (ya sé que no fue con malas intenciones, pero, ¡pésima elección de vocabulario! Suele suceder aquello de que si tú hablas de tu religión, es propaganda; pero si yo hablo de mi ateísmo, es libertad de expresión). Igual es muy lindo y me gustaría compartirlo con ustedes.


Cuál es el propósito de la vida

Carta de J.R.R. Tolkien a Camilla Unwin.

Traducida por: Yours Truly


¿Qué significa realmente esa pregunta? Tanto propósito como vida necesitan alguna definición. ¿Se trata de una pregunta puramente humana y moral, o se refiere al Universo? Podría querer decir: ¿cómo deberíamos utilizar el período de vida que nos fue concedido? O: ¿cuál es el propósito/designio al que sirven los seres vivos, por el hecho de tener vida? La primera pregunta, sin embargo, sólo tendrá respuesta (y si acaso) después de que se haya considerado la segunda.

Creo que las preguntas sobre “propósito” son útiles nada más cuando se refieren a los propósitos conscientes o a los objetivos de los seres humanos, a los usos de las cosas que diseñan y fabrican. En cuanto a “otras cosas”, su valor reside en sí mismas; SON, existirían incluso si nosotros no.
Pero ya que existimos, una de sus funciones es que nosotros las contemplemos.

Si subimos la escala hasta otros seres vivos, como , digamos, una plantita, reconoceremos cierta forma y organización: un “patrón” reconocible (con sus variantes) en su clase y retoños; y esto es sumamente interesante, porque estas cosas son otras y nosotros no las fabricamos, y parecen venir de una fuente de sabiduría e invención más rica que la nuestra.

La curiosidad humana pronto pregunta el CÓMO: ¿de qué manera llegó a ocurrir esto? Y puesto que el “patrón” reconocible sugiere un diseño, podemos continuar al POR QUÉ. Pero el POR QUÉ, en este sentido que implica razones y motivos, sólo puede referirse a una MENTE. Sólo una Mente puede tener propósitos, en cualquier forma o grado, afines a los humanos. Así pues, de inmediato, cualquier pregunta de ¿por qué la vida, la comunidad de seres vivos, apareció en el universo físico?, nos lleva a la cuestión: ¿Hay un Dios, un Creador/Diseñador, una Mente afín a la nuestra (que ha surgido de ella), de modo que Ésta nos sea en parte inteligible? Con ello llegamos a la religión y a las ideas morales que de ella proceden. De esto sólo diré que la moral tiene dos aspectos derivados del hecho de que somos individuos (como hasta cierto punto lo son todos los seres vivos) pero no estamos, no podemos vivir aislados, y tenemos un víncuo con todas las otras cosas, cada vez más cercano al vínculo absoluto con nuestros propios congéneres humanos.

Entonces, la moral debería ser una guía para nuestros propósitos humanos, la norma de nuestras vidas en a) la manera en la que podemos perfeccionar nuestros talentos humanos sin desperdicio ni abuso; y b) sin lastimar a nuestros semejantes ni interferir con su crecimiento. (Más lejos y más noblemente está el autosacrificio por amor).

Pero éstas son sólo respuestas a la pregunta más sencilla. Para la más elevada no hay respuesta, porque para ello se requeriría un completo conocimiento de Dios, que es imposible de alcanzar. Si nos preguntamos por qué Dios nos incluyó en su diseño, no podemos responder más que porque Lo Hizo.

Si uno no cree en un Dios personal, la cuestión: ¿Cuál es el propósito de la vida? no puede preguntarse, ni puede resolverse. ¿A quién o a qué se la haríamos? Pero como en algún rincón (o rincones) perdidos del Universo han nacido mentes que se lo preguntan e intentan responder, uno puede dirigirse a otro de estos seres peculiares. Como uno de ellos, me podría a decir (hablando con absurda arrogancia en nombre del Universo): “Soy lo que soy. No puedes hacer nada al respecto. Puedes intentar descubrir lo que soy, pero nunca lo lograrás. Y en cuanto a para qué querrías hacerlo, no lo sé. Tal vez el deseo de saber sólo porque sí tiene que ver con las plegarias que algunos de ustedes dirigen a lo que llaman Dios. En su más alto nivel, éstas parecen simplemente alabarlo por ser, porque es, y por hacer lo que ha hecho, porque lo hizo”.

Los que creen en un Dios personal, Creador, no piensan que el universo mismo sea objeto de alabanza, aunque el estudiarlo con dedicación puede ser una de las formas de honrarlo a Él. Y mientras que como seres vivos estamos dentro del universo y lo constituímos en parte, nuestras ideas de Dios y nuestra forma de expresarlas habrán salido, en gran parte, por contemplar el mundo que nos rodea. (Aunque también hay revelaciones, tanto para la humanidad en general como para algunas personas en particular).

Entonces, puede decirse que el propósito principal de la vida, para cada uno de nosotros, es acrecentar, de acuerdo con nuestras capacidades, nuestro conocimiento de Dios, por cuantos medios dispongamos, y motivarnos con ello a la alabanza y el agradecimiento. Hacer, como decimos en el Gloria in Excelsis: Laudamus te, benedicamus te, adoramus te, glorificamus te, gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam. Te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias por la grandeza de tu esplendor.

Y, en momentos de exaltación, podemos convocar a todo lo creado a unirse a nuestro coro, y hablar por ellos, como se hace en el salmo 148 y en el canto de los tres niños en Daniel. ALABEN AL SEÑOR... todas las montañas y las colinas, los huertos y los bosques, los seres que se arrastran y los pájaros que vuelan.

sábado, enero 03, 2009

Feliz cumpleaños

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La primera celebración del año (ésta) me tomó con la agenda a medio completar. Está bien, no importa. De todas maneras tenía que pasarla por aquí (ya que en el 2008 no lo hice).


Miren la imagen que acompañan a esta entrada. No soy muy afecta a los niños que digamos y no suelo hacerles mucho caso sino hasta que se convierten en algo decente, divertido y con una pizca de personalidad, pero díganme si no está hermoso ese bebé de la foto izquierda, al que una servidora de seguro no le hubiera hecho la más mínima gracia. A la derecha, tenemos a ese mismo niño, pero ya de nueve años, con unos ojos llenos de curiosidad y una sonrisa de encanto. Santo remedio, todas las cosas grandes empiezan chicas, y uno nunca sabe a dónde irán a parar. Pues resulta que este niñito resultó ser una de las mentes más brillantes del siglo anterior, y escribió lo que hace unos años se votó como el libro más influyente.

Sips, éste es Ronald, que firmaría El Señor de los Anillos y otras de sus obras como J.R.R. Tolkien, y que nació un día como hoy, en Bloemfontein, Sudáfrica, hace 117 años (vaya, un número mágico).

Un estupendo escritor, un gran ser humano... y, ¿qué más pudiera decir? Para bien o para mal, un punto de apoyo y referencia en la vida de una servidora de ustedes, que no sería la misma sin él. Voy a tardar un poco en acomodar las entradas pertinentes porque aquí me andan correteando con labores domésticas, pero voy a poner algo que debí haber hecho desde que abriera la casa de ustedes: una etiqueta para mi escritor favorito.

Gracias otra vez, profesor, y feliz cumpleaños.

Si son fans, no se olviden que el día de hoy, a las nueve de la noche del tiempo local de su país, no importa dónde estén en el mundo, hay que decir "El profesor" brindar a la salud del profesor (con cualquier cosa, desde tequila hasta limonada). Si gustan, pueden dejar testimonio de su brindis en la página de la Tolkien Society, aquí.

martes, noviembre 04, 2008

¿Qué es el hogar...?

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Éste es un dibujito que Ronald, un chico de doce años, le envió a su madre, que en ese entonces estaba enferma en el hospital. Por favor hagan click en la imagen para verla completa. A la derecha del cuadro se representó a sí mismo, y el señor de la izquierda es su tío; ambos se están cosiendo solos la ropa: el nombre de la ilustración está escrito en la parte de abajo: “Qué es el hogar sin una madre (o una esposa)”.

Caray, buena pregunta.

Ya me imagino a los detractores de J.R.R. Tolkien y a los amantes de lo políticamente correcto dándole rienda suelta a los malos pensamientos; el niño extrañaba a su mami porque no había quien le arreglara su ropa. Así que Tolkien era machista desde jovencito y pensaba que el lugar de una madre y una esposa era el hogar. Yo creo que tenía buenas razones para hacerlo, puesto que su madre, sola, tuvo que trabajar duro para sacarlos a él y a su hermano adelante, y eso agravó la diabetes que ya padecía. Unos meses después de recibir este dibujo, ella moriría.


Siempre he creído que el feminismo es una farsa, y que la liberación femenina lo único que hizo fue arrojar a las mujeres a una peor prisión. No fue la liberación femenina lo que sacó a las mujeres de sus casas y las puso a trabajar; eso ya lo hacían desde siglos atrás. Lo que sí hizo fue que se sientieran culpables por no hacerlo; jamás les quitó de encima las labores domésticas, por ejemplo. Según las nuevas percepciones, una mujer “realizada” tiene que deslomarse en el trabajo, y encima en la casa y en el gimnasio. Citarse a sí mismo es una sangronada, pero alguna vez escribí (y hablando de Tolkien también) que si alguien veía la “liberación” en todo ello, que me explicara por favor.


Tolkien dijo que las mujeres para ir a trabajar sólo cambiaban su subordinación a una figura de autoridad masculina (el padre o el esposo) por otra (el jefe); y en muchos países por desgracia esto es todavía cierto. Nos lo recuerdan las estadísticas, que muestran cómo las mujeres seguimos ganando menos (entre un 25 y un 50 por ciento) que los hombres por hacer el mismo trabajo; una forma más discreta de esclavitud y por la que se supone que deberíamos estar agradecidas. Alguien (y lástima que no recuerdo quién) dijo que algunos empresarios alabaron la liberación femenina porque eso les proporcionaría mano de obra barata. Y todavía hay señores que piensan que esto está bien y lo dicen sin ninguna vergüenza.

No creo que Ronald se haya planteado todas estas cuestiones cuando hizo este dibujito, pero para variar tenía sensibilidad y muy pocos prejuicios para darse cuenta de lo que ocurría; por cuestiones evolutivas (comprobables) es a las mujeres a las que les toca adaptarse a las circunstancias y realizar por igual labores que se consideran propias de uno y otro sexo. No todos los caballeros reaccionan de tan buena manera. Sospecho que la razón por la que todavía hay hombres que consideran que el lugar de la mujer es la cocina es mera supervivencia. Lo que haría falta, supongo, es una liberación masculina (deshacerse de ciertos complejos estúpidos).

Nota: La imagen está tomada de Tolkien, Life and Legend, catálogo de una exposición de documentos, fotografías y papeles de J.R.R. Tolkien que se llevó a cabo en Oxford para conmemorar el centenario del autor, en 1992.

sábado, septiembre 27, 2008

Tolkien y la aventura mexicana



En la biografía de J.R.R. Tolkien escrita por Humphrey Carpenter se menciona un incidente que vivió Tolkien en el verano de 1913, y que fue su contacto más directo con México a lo largo de su vida: cuando lo contrataron para ser guía durante unas vacaciones en Francia de tres chicos mexicanos y sus tías. Fue una experiencia terrible, dijo Ronald Tolkien porque los turistas, en vez de darse una vuelta por lugares históricos interesantes, prefirieron quedarse en una playa de moda (Acapulco en caro y francés, si uno verifica la descripción de Tolkien del balneario de Dinard) y porque el asunto terminó con la muerte accidental de una de las tías en Bretaña. El descontento de Tolkien al respecto se hace notar en una carta a su entonces novia Edith Bratt.

Nunca lo mencioné abiertamente, pero después de leer esto, siempre tuve un gusanillo carcomiéndome el corazón: ¿y si mi escritor favorito, a causa de esa desafortunada experiencia, guardara una mala imagen de mi país y su gente? El gusano casi se convierte en boa constrictor después de que, en la celebración del cincuenta aniversario de El Señor de los Anillos en Birmingham (Tolkien 2005, que se menciona un poco en la última parte de la serie Veinte Años), la maestra Priscilla Tolkien, hija de nuestro autor, mencionara algo... Yo no asistí a su presentación (andaba metida en la de varios autores de ensayos con quienes quería platicar), pero Morna de la Sociedad Tolkiendili de México estuvo ahí, y nos platicó que cuando alguien hizo una discretísima pregunta sobre el incidente, la maestra se negó a comentar porque había mexicanos entre el público. ¡Santo cielo! ¿Pues qué había ocurrido? ¿Tan mal estaban las cosas? Ya se imaginarán cómo me sentía. Jamás me ha avergonzado mi país (uhhhhh... su política interna y su educación son otra cosa) pero cuántas ganas me hubieran dado de hacerme chiquita (todavía más).

Ah, pero los malos pensamientos son veloces y dejan atrás a la realidad. A veces la pasan por alto así nomás. Como sea, me quedaban las preguntas de siempre: ¿Quiénes serían esos turistas, de dónde provenían, qué clase de convivencia habrían tenido con el futuro escritor? ¿Cómo se llamaban? El cuentista Pablo Soler Frost, en su mini ensayo convertido en libro (y cobrado como tal), Acerca de El Señor de los Anillos, dice más o menos lo mismo.

Bueno, después de bastantes años, déjenme que les presuma: tengo respuestas. Y el gusano de mi corazón es ahora una mariposita blanca, de ésas pequeñitas que viven días, que flotan en las flores y que a nadie le llaman la atención.

Resulta que acabo de conseguir un par de libros (de ésos que llaman library binding, es decir, que están destinados como material de bibliotecas públicas) a los que le traía ganas desde hace un rato: The J.R.R. Tolkien Companion and Guide, de Christina Scull y Wayne Hammond, publicados por Houghton Mifflin. Estos libros (una guía del lector y una cronología) ya llevaban planeados muchísimo tiempo, y yo estaba ansiosa de que salieran para conseguírmelos. Se estuvieron retrasando una y otra vez, y cuando finalmente aparecieron, su precio de lanzamiento fue 100 dólares. ¿Cien dólares? Demasiado para mi situación económica después del 2005. Amazon, por supuesto, les dio su descuento habitual (casi el 50 por ciento) pero los condenados libros nunca parecían estar disponibles. Por un golpe inmenso de suerte, fui a encontrarme un ejemplar nuevo a sólo 16 dólares (no me pregunten por qué el bajón de precio, que no tengo idea) en internet. Los pedí y llegaron con el correo de ayer.

The J.R.R. Tolkien Companion and Guide trata de ser, dicen los autores, la referencia máxima sobre Tolkien y su trabajo (y de hecho no hay más que hojearlos para darse cuenta de la cantidad de recopilación e investigación que implicaron) y una fuente rápida y sencilla para cualquier interrogante. ¿En serio? ¿También las de mi gusanito? A medida que iba adentrándome en los libros mi emoción iba en aumento, y la verdad es que también mi preocupación... la cronología, por ejemplo, hace constar hasta los días en los que Tolkien participó en exámenes y debates y cuando se fue de parranda con sus amigos. Oh, sí... pronto me enteraría de algo que tal vez no me iba a agradar.

Corrí a la biografía de Carpenter para localizar el año aproximado del incidente, y después, vámonos a la cronología. Y sips, ahí estaba todo. Me esperaba una mención de algunas líneas... pero en su lugar, me encontré con más de una página de datos en su mayoría sacados de cartas inéditas.

Bien, aquí les cuento lo que descubrí...

En julio de 1913, a Ronald Tolkien (que entonces tenía apenas veintiún años) lo contrató un tal señor Killion para acompañar a Francia a dos chavitos mexicanos, Ventura y José del Río, que se encontraban estudiando en un colegio religioso en Lancashire. A juzgar por las referencias, ambos eran menores de edad y el señor Killion era su tutor. En París, se encontrarían con dos tías de los muchachos: la señora Ángela Martínez del Río de Thomas (sería esposa o viuda de alguien de ascendencia inglesa) y la señora Julia González.

Ronald le escribió a Edith que los dos niños eran muy calladitos y bien portados; y del hermano menor, Eustaquio, que llegó con las tías, dijo que era el niño más simpático que hubiera conocido.

Ronald no se sentía seguro con su español, y no le gustaba hablar francés, pero al parecer se la pasó bien con los muchachos, aunque no tanto con sus tías, que tenían finta de “niñas bien” chilangas (aunque si a esas vamos igual pudieron haber sido señoras copetudas de Guadalajara). La verdadera pesadilla comenzó cuando a la tía Ángela la atropelló un carro en Bretaña, y su último deseo fue que la enterraran en México. Tolkien tuvo que encargarse de contactar al señor Killion y probablemente a la tía Julia que no estaba con ellos cuando ocurrió el accidente. Para acabarla de amolar, los dueños del hotel donde se estaban quedando se portaron sangrones con ellos cuando se dieron cuenta de que todos los del grupo eran católicos.

La tía Julia quería devolverse de inmediato a México con todos los niños, y Ronald se preguntó si de pura casualidad no le pedirían que acompañara de ida y vuelta a Ventura y José. La idea no le gustó ni tantito, porque hay que recordar cómo estaba la situación del país entonces, pero esperó que el señor Killion fuera lo suficientemente prudente para que no dejara regresar a ninguno de los niños. Con todo el rollo que fue empacar y enviar el cadáver de la tía Ángela a México, los hermanos del Río recibieron ayuda de una señora de apellido Cervantes, mexicana también, supongo, que vivía en París. Ronald y Ventura cenaron con ella varias veces.

En París, Ronald le escribió al señor Killion, y le contó en la carta que, para distraer a los muchachos en esos tiempos difíciles, les estuvo comprando libros de aventuras en inglés. José que, menciona, era el más reflexivo de todos, vio un libro que tuvo muchas ganas de leer: Mexico, the Land of Unrest (aunque a Tolkien se le pasó el autor, aquí se los pongo: es Henry Baerlein), un estudio de los hechos que habían llevado al estallido de la revolución en 1910; pero consideró que no estaba como para su nivel de inglés, y se lo cambió por The White Company, una novela histórica de Arthur Conan Doyle. En algún momento los mexicanos les pidieron que les consiguiera algo de tomar (léase cerveza) y él accedió.

Durante todo ese tiempo, Ronald tuvo largas y serias conversaciones con Ventura y José para convencerlos de que lo mejor era regresar a la escuela lo antes posible. Lo consiguió, y los tres se devolvieron a Inglaterra a finales de agosto. Me imagino que Tolkien se llevaba muy bien con esos muchachos (he leído otras anécdotas de que le gustaban los niños y ellos, por su lado se sentían fascinados con él) porque tras el retorno a Inglaterra todavía se quedó con ellos dos semanas en Bournemouth, Hampshire.

Ronald le contó a Edith y a uno de sus mejores amigos, R. Q. Gilson, que le había ido como en feria, y que no volvería a aceptar un trabajito semejante a menos que se estuviera muriendo de hambre. Pero ello no se debió a, como yo me temía, mis compatriotas, sino a toda la racha de mala suerte que les cayó en Francia.

Ya con los nombres en la mano algunas preguntas quedan resueltas. Pero, como siempre sucede, hay otras: ¿qué tan posible sería rastrear a la familia de esos muchachos del Río? ¿Qué habrá sido de José, preocupado por la situación de su país, o de Ventura, que siempre trataba de hacerse útil, o del pequeño Eustaquio, el más simpático? ¿Se habrán quedado para siempre en Inglaterra, o regresado a México tal vez? ¿Alguno habrá tenido en las manos un ejemplar de El Señor de los Anillos? Y de ser así, ¿qué habrán pensado?

miércoles, julio 16, 2008

Veinte años: Apéndice II


El viejo molino

Ronald Tolkien y su hermano Hillary vivían en una casa en Sarehole, un barrio de las afueras de Birmingham. La que era su casa ahora pertenece a una familia de allá, pero el molino de Sarehole se ha convertido en un museo dedicado a Tolkien. Para entrar, hay una cuota mínima; se ofrece ahí mismo un tour tolkieniano que inlcuye entre otros sitios de interés el oratorio de Birmingham, donde vivía el tutor de los muchachos, el padre Francis Morgan. Como el lugar se encontraba a apenas una cuadra del hotel donde me hospedé y acababa de ir a misa ahí, me entretuve un buen rato en el molino.

Dentro del edificio hay una colección de fotografías, ilustraciones, notas explicativas, alguna que otra anécdota sobre la familia Tolkien; como fondo una impresionante maquinaria que movían las aguas del estanque. Cuánto no debió haber ocurrido en los alrededores.

En la fotografía (hagan click en la imagen para agrandarla) podemos ver cómo luce en la actualidad (o al menos como se veía en el verano del 2005). Al otro lado de esta entrada (aproximadamente a la altura de la puerta blanca, aunque ustedes no lo crean) hay un estanque medio fantasmal de agua lamosa rodeado de arbustos y plantas. Las paredes del sitio lo contienen; me pregunto qué sucede los días de mucha lluvia.

El campo alrededor está verde, totalmente verde, y cuando lo visité tenía un delicioso aroma a hierba mojada. Aquí y allá, dispersos, hay árboles bajitos, de follaje muy espeso y con flores. Un arroyito separa el campo de la calle.

Cuando lo recorrí, se me mezclaron dos sensaciones que todavía recuerdo con claridad: una fue la de estar en medio de un sueño (por alguna razón no me podía concentrar en el sitio, el tiempo y la hora); la otra, un intenso déja vu que no comprendí sino hasta horas después: había estado caminando en la Comarca, la auténtica Comarca, y no sólo en la imaginación. El descubrimiento (la caída del veinte, diríamos en México) fue lo suficientemente tremendo como para dejarme inmóvil por unos cinco segundos, a medio bocado de una tardía cena de té con galletitas en la soledad de mi cuarto de hotel.

lunes, julio 14, 2008

Veinte años: Apéndice I


El prólogo de Peter Beagle para la edición de Ballantine de ESDLA

Mi primer ejemplar de El Señor de los Anillos en inglés tenía, a manera de prólogo, este mini ensayo por Peter Beagle, autor de El último unicornio (entre otras obras de fantasía). Lo traduje por pura diversión entre 1989 y 1990, cuando todavía era un verdadero fiasco en el oficio. Iba a subirlo tal y como lo hice, por aquello de los recuerdos; pero a mi yo actual, que es apenas un poquito menos inútil que el de entonces, le dio tanta vergüenza que intento algunas correcciones (sin el original a la mano). A ver qué sale...



Hace quince años de esto que escribo, me tropecé con El Señor de los Anillos en las estanterías de la Biblioteca Carnegie en Pittsburg. Había estado buscando el libro por cuatro años, tras leer la reseña de W. H. Auden en el New York Times. Hoy, recuerdo aquellos tiempos (cuando la trilogía seguía siendo difícil de hallar y aún más difícil de explicar a muchos amigos) con una innegable nostalgia. Era una época infructuosa para la fantasía, entre otras cosas, pero un buen tiempo para abrigar esperanzas sobre pequeños tesoros y consignas misteriosas. Mucho antes de que la frase ¡Frodo vive! empezara a aparecer en los subterráneos de Nueva York, Tolkien era el mago de mi sabiduría secreta.

Nunca he creído que fuese accidental que tuvieran que pasar casi diez años para que las obras de Tolkien estallaran en popularidad, casi de la noche a la mañana. Los sesenta no eran una época mucho más sucia que los cincuenta (simplemente habían recogido la suciedad sembrada en la década anterior) pero fueron los años en los que millones de personas se dieron cuenta de que la sociedad industrial había llegado a ser paradójicamente inhabitable, terriblemente inmoral y letal en esencia. En términos de consigna, los sesenta fueron los tiempos en los que la palabra “progreso” perdió su antiguo carácter sagrado y “escape” dejó de ser cómicamente obscena. En la actualidad, a tal inclinación se la llama reaccionaria, pero los amantes de la Tierra Media todavía quieren irse allá. Yo mismo quisiera, como de rayo.

Pues finalmente es la Tierra Media y sus habitantes lo que amamos, no tanto los considerables regalos que Tolkien nos ha hecho al mostrárnoslos. Dije alguna vez que el mundo que él delineó estuvo ahí mucho antes que él, y todavía lo creo así. El ha sido más que un gran hechicero al alcanzar nuestras pesadillas nocturnas, nuestros sueños diurnos y fantasías del crepúsculo, pero nunca las inventó realmente; les encontró un lugar para vivir, una fresca alternativa para las locuras de cada día en un mundo contaminado. Nos hemos puesto a honrar a tanto equívoco explorador y descubridor... ladrones que plantan banderas, asesinos que portan cruces. Alabemos por fin a los colonizadores de sueños.

Peter S. Beagle
Watsonville, California,
14 de julio de 1973

jueves, julio 10, 2008

Veinte años, antes y después. Parte 12



12. El recuento de los años

Perdí mi trabajo en la Universidad en el 2005... la escuela de Lingüística, que tenía mi edad, no sobrevivió a las malas administraciones y a la terrible crisis por la que todavía atraviesa mi alma mater. Un año más tarde pensaría que no hubiera estado tan mal desaparecerme junto con ella, y no porque le tuviera tanto amor (aunque el “nadie sabe lo que tiene” iba a rebotarme con fuerza en la cara durante los meses siguientes) sino porque había olvidado el sabor de la inseguridad, la falta de certeza sobre si el mes siguiente seguiría teniendo trabajo; el desempleo y el subempleo, que es todavía más amargo; todo ello como un veneno que te deja en las últimas, pero con vida, que hubiera preferido no volver a probar jamás.

Finalmente no doné, como hubiera querido hacerlo, un ejemplar de ESDLA a la biblioteca (curioso que no lo tenían en mi Universidad), ni me enteré si los alumnos de filosofía POR FIN se iban a decidir a leerlo... o a reconocer que no lo habían hecho o que no tenían la menor intención de hacerlo. Se me va a hacer muy difícil enterarme si los catedráticos y tolkienistas argentinos con los que tanto me gustaba disertar regresarán alguna vez... y ya no podré enseñar a Tolkien en mis clases. Pero el golpe de tristeza real no llegó (por suerte o por desgracia) sino hasta varios meses después de un verano muy emocionante: el evento de Tolkien 2005, con sede en la universidad Aston de Birmingham, y mi segunda visita a la bienamada Irlanda.

Aisling ya no es mi nick desde el verano de ese año, o al menos ya no lo considero así. Ahora es mi segundo nombre, mi nombre irlandés.

Ocurrió en un pub en Galway, con un grupo de señoras y señores de todas las edades con quien entablé conversación, un poco de baile y un poco de canto. Al segundo “¡Pero creí que eras irlandesa!” de la noche (el cuarto o quinto de la semana), supuse que ya estaba bien de negativas y respondí por primera vez en mi nuevo acento suavecito, que se me había pegado a los tres días de estancia en la isla: “Sí, sí lo soy... pero sólo de corazón”. Una de las señoras me preguntó: “Entonces, ¿cuál va a ser tu nombre irlandés? Si eres irlandesa de corazón tienes que tener un nombre irlandés”. Lo bueno es que éste ya lo tenía listo; mi segundo bautismo no fue precisamente de confirmación, sino de más música, algo de historia antigua y un brinco de odio espontáneo ante la mención de Oliver Cromwell. Adoro a mi país natal, pero en ningún lugar me he sentido tan en casa como Irlanda.


No voy a extenderme demasiado con las experiencias del evento Tolkien 2005, la última de las tolkienidades “al por mayor” por las que pasé, porque es una historia bastante larga (y da para un texto casi del mismo tamaño que toda esta crónica). Sólo diré que estuve muy feliz... que me tocó conocer a la maestra Priscilla Tolkien, la hija de nuestro autor, y además a un montón de expertos con los que deseaba platicar: el profesor Tom Shippey, la profesora Verlyn Flieger, los escritores Charles Coulombe, Patrick Curry, John Garth y Colin Duriez entre tantos, tantos más; el pastor Greg Wright, de HollywoodJesus.com, y la doctora Rhona Beare, una de las primeras fans de Tolkien y quien pudo intercambar correspondencia con él. Con el artista Alan Lee me di cuenta de que es posible enamorarse de un hombre de dientes feos, y ya que hablamos de sonrisas, está difícil olvidarse del gesto tierno y discreto del ilustrador Tim Kirk. Fue regalo de Dios el que me encontrara con los editores Thomas Honegger y Franz Weinrich, de Walking Tree Press, una editorial universitaria que me encanta, y quienes me dieron la oportunidad de publicar mi primer ensayo sobre Tolkien en un medio “serio” (uhhh... bueno, digamos comparado con revistas, periódicos e internet).

Conocí también a muchos representantes de diversas sociedades de Tolkien a nivel mundial, y sí me alcanzó a conmover el darme cuenta de todo lo que el amar profundamente a una sola y maravillosa obra puede conseguir. Recuerdo con particular cariño a la gente de Bélgica, a la de Grecia, España y Alemania, al único visitante chino, tan amable y discreto, y a los compañeros de Canadá, el grupo católico de los Estados Unidos y por supuesto los anfitriones ingleses; mis compatriotas mexicanos fueron de lo más atentos y me apoyaron mucho, pues aunque con la Sociedad Tolkiendili de México tengo desde hace algunos años una extraña relación amor/odio (muy semejante al sentimiento que me provoca el Distrito Federal, como ya les describí) puedo decir que la mayoría de las personas que he conocido por ese medio son gente que admiro, quiero y respeto. En este evento disfruté de la compañía de la estupenda familia A.; de nuevo mi gratitud y cariño.

La semana que duró el evento de Tolkien 2005 fue absolutamente perfecta; me hubiera gustado empaquetarla en un frasco para poder olerla siempre que me sientiera desanimada.

Pero bueno, es hora dejar ese tema, porque para cerrar este relato quisiera más bien compartirles algunas reflexiones personales.

Después de celebrar mis veinte años de conocer a Tolkien, estrené zapatos (soy amante de los zapatos, y tengo una colección gigantesca): unas alpargatas de color cobre dorado, porque resulta que los metálicos se volvieron a poner de moda. A mediados de los ochenta, mis caminatas entre lectura y lectura de ESDLA eran sobre unas ballerinas preciosas, color cobre viejo, con aplicaciones metálicas... no eran precisamente el último grito, pero a mí me encantaban y las usé hasta que se rompió la suela. Mi pelo de la secundaria que no le gustaba a nadie fue lo que cedió a la presión de los rizos al amoniaco; ahora las chicas lo quieren lacio, entre menos volátil mejor. El primer estuche de sombras de ojos que me compré, allá en los ochenta, me ganó una regañada de mi hermana mayor, más refinada que yo: tonos neutros, de los que ahora le quedan a todo el mundo. En el evento de Tolkien 2005 me compré un broche conmemorativo redondo, tal vez en recuerdo nostálgico del que me hice con corcho y sopa de letras. Es como si las cosas dieran vuelta en círculo.

Y, sí, Tolkien sigue estando de de moda. Lo mismo que los zapatos metálicos, el pelo lacio, las sombras de ojos mate (y ahora el mundo oftalmológico descubre los males del delineado en el borde interior del ojo, al que siempre me resistí en aquella época frívola y glamourosa), y en general, lo fantástico en arte, cine y literatura. Hace más de veinte añitos, yo era una especie de fenómeno; lo sigo siendo: la diferencia es que ahora los fenómenos también están de moda. Como (recuerdo) dijera el escritor Pepe Rojo en un artículo: los freaks de los ochenta no estaban desfasados, sino simplemente adelantados a su tiempo: lo que entonces les gustaba es lo que ahorita rifa (mola).

Sin duda, no todo es miel sobre hojuelas, y a veces el mirar atrás ciertos acontecimientos me sigue doliendo mucho; son poquitísimas las personas (vivas y no) de quienes no he pensado por lo menos una vez “ojalá no te hubiera conocido nunca”, y nuestro profesor Tolkien, por desgracia, no es una de ellas. El Señor de los Anillos tiene el pequeñín defecto de que nos abre mucho los ojos, y una conciencia, entre más despierta, se hace más sensible.

Pero (y esta es una pregunta que me gustaría plantear a todos los amantes de este libro), ¿cómo sería la vida sin ESDLA? ¿Qué habría sucedido, y qué no? ¿Qué sería distinto? Con respecto a mí, por lo pronto, se me ocurren tres, cuatro panoramas: tal vez la vocación de escribir, que ya traía, se hubiera inclinado (en el peor de los casos) al más políticamente correcto estilacho de la literatura latinoamericana contemporánea, o (en el mejor) a la onda bestsellera. De seguro no hubiera conocido a mi amadísimo, mi querido esposo G. Tal vez hubiera estudiado letras o QFB en Zacatecas. A la mera hora ni siquiera estaría viva a estas alturas. Pues, como dijo C.S. Lewis, uno no regresa de la Tierra Media siendo el mismo de antes. ESDLA nos transforma (en qué, ahora sí que depende de la providencia y las distintas circunstancias) y definitivamente su lectura es un empujón de varios pasos hacia nuestro destino.

Yo, por lo pronto, ya he dejado de especular sobre el mío, aunque no me he vuelto todavía camarón en la corriente de la vida. He sobrevivido a docenas de tristezas, a un abandono en masa de amigos, a varios fallecimientos de seres amados, a pérdidas de sueños y trancazos con la realidad. He estado entre las nubes para volver a azotar con la lluvia y elevarme de nuevo con el rocío. He metido la pata en todas las formas imaginables, he lastimado a mucha gente (a propósito y no tan a propósito), he desdeñado la prudencia y los buenos consejos cuando menos tenía que hacerlo (pero, eso sí: jamás traicionaría ni a mi prójimo ni a mis principios).

Lo único que tengo seguro sobre cada año entrante, es que más o menos a la altura del 23 de abril me toca mi dosis de ESDLA para recordar (o, depende del caso, no olvidar) ciertas cosas esenciales, por ejemplo, que “el camino sigue y sigue”, que “ni los más sabios conocen todos los finales” y, sobre todo, que tantas cosas malvadas y estúpidas que plagan los nervios, las mentes y los corazones de las personas “no triunfarán para siempre”. Y con eso me basta, para ser sinceros.


Al querido profesor, mi enorme afecto y reconocimiento.

A mis papás, que me han dado prácticamente todo, y en el todo se incluye una vida con ESDLA; y a G. el Capitán Quasar, que se encargó de hacerla más interesante, va mi amor y cariño.

Y a todos ustedes, un abrazo y mil, mil gracias, por haberme aguantado hasta aquí.


FIN

jueves, julio 03, 2008

Veinte años, antes y después. Parte 11



11. El Señor de los Anillos al cine... y yo, al banquillo

El rumor de que alguien por ahí se iba a atrever a filmar (por fin) una versión con actores de El Señor de los Anillos estuvo corriendo como pólvora y encendió algunos ánimos sobre todo entre los fans más devotos bastante tiempo antes del 2000. En lo personal, yo estaba muy entusiasmada, muy contenta de que se hiciera, y conforme con que el trabajo le correspondiera a Peter Jackson y no a un director hollywoodense. Estaba muy atenta a los rumores sobre el casting (echándole porras a Christopher Lee como Gandalf y suplicando que no le fueran a dar a Sam Neil el papel de Aragorn) y asustadísima ante cualquier insinuación de cambio a la historia original.

Ahora bien, lo más interesante del asunto estaba ocurriendo por fuera. De pronto, había muchas personas interesadas en ESDLA, cada vez se veían más leyéndolo en los camiones que solía tomar o en los pasillos de la escuela... una pena que yo me hubiera vuelto para entonces más retraída (en otro tiempo le hubiera sacado conversación a cualquier persona por mucho menos que eso).

Asunto aparte, también estaba por ahí la cosa que G. y yo habíamos decidido que ya estaba bien de cobardías y que ya era hora de vivir bajo el mismo techo. Habíamos tenido un noviazgo tan maravilloso que a ninguno se le antojaba terminarlo; con todo, si bien el matrimonio no representaba sino el reconocimiento legal y público de algo de lo que ambos teníamos certeza (que nuestro “error” ya era irreversible), G. opinaba que el compromiso todavía necesitaba la prueba de volverse, ahora sí en serio, indisoluble. Y a ver qué sucedía...

Un tiempo me distraje de Tolkien mientras lo del matrimonio se arreglaba. Todavía no habían pasado dos meses, y empezaron a caerme solicitudes que ni me hubiera imaginado. Primero un articulito en un periódico de Zacatecas, después el director de Enlace Editorial, la distribuidora de Minotauro en México hasta el 2003 y de quien mi hermana y yo fuimos clientes durante más de diez años, me contactó (no me lo confirmó, pero estoy segura que por recomendación de A. B. de la STM) para promocionar El Señor de los Anillos en la Feria del Libro de Guadalajara 2001 (no es por presumir, pero ese año ESDLA fue el libro más vendido del evento). Y alguito antes de eso, un amgo con quien ya había trabajado en cuestiones editoriales, P.S., me consiguió el trabajo del suplemento especial que la revista Cinemanía, le iba a dedicar a la película, y asientos para la premiére de medios. Guau. No me podía creer tanta dicha.


Recuerdo que varios días anteriores a la función, estaba tan nerviosa como si el filme fuera obra mía. Y más porque aparte de la película tenía pendiente una conferencia en el Ático café (que ahora ha cambiado de nombre), precioso, por cierto, en Ciudad Satélite. Cielos, cielos, cielos.

Tras la primera cinta (que sí me gustó, y me emocionó), todo se fue moviendo muy rápido, incluso la industria editorial. Hubo todo un aluvión de nuevos títulos sobre Tolkien que se fueron publicando en y tras el 2001. Mi biblioteca tolkieniana se duplicó tan sólo en un año. Por fin se le daba la atención merecida a mi libro favorito, y yo estaba feliz.

¿O tal vez no mucho? Hubo algo más que ocurrió como consecuencia de las películas: ¡Pafff! El ataque de los expertos instantáneos. Así, de la nada (y de hecho como pulgas en pastor inglés mojado) comenzaron a surgir montones de personas que, según eso, eran conocedores de Tolkien y capaces de explicar hasta el más mínimo detalle de su obra. A algunos de éstos los conocía de antes, y otros nomás no conseguían ocultar la cruz de su parroquia: “Sí, Tolkien ha sido el escritor de fantasía que más ha tenido influencia en mis creaciones (yo nunca dije Italo Calvino)”, “Sí, ésta es la primera biografía de Tolkien escrita en castellano (no me molesté por investigar sobre las otras)”, “Sí, mis años de experiencia en el tema me permiten explicar la influencia de tal obra clásica en Tolkien (me enteré de su existencia en el 2000)”; “Ajá, estamos preparando un gran homenaje al maestro Tolkien (jamás afirmamos que su obra era facilona e ingenua)”, “Tolkien es un gran escritor (eso supongo, porque nomás vi las películas)” etc. etc. etc. Periodistas, críticos, literatos, profesores; todos querían su tajada de Tierra Media.

Por donde quiera comenzaron a salir artículos, libros, entrevistas, conferencias y quién sabe qué tanto más; una muy buena parte parecía estar en una competencia para ver quién decía la mayor estupidez (atesoro uno en cierta revistilla que dice que el Anillo Único es un símbolo de paz y libertad, y recuerdo aquella vez que un sacerdote que salía mucho en TV Azteca dijo que el objeto ése representaba el poder interior que todos tenemos y que podemos utilizar para bien o para mal. Oh, pues). Más que la abundancia de bocones, lo que me fastidiaba era que la gente que verdaderamente conocía y apreciaba la obra estaba calladita, calladita.

¿Yo? Como el chinito; aunque por fuera me había movido con cierta discreción, todavía tenía miedo de la cacería de brujas en mi Universidad; y, dada la ola de anti-harrypotterismo que se había desatado ahí después de que estas novelas llegaran al cine, no sabía si las películas de ESDLA iban a mejorar o empeorar la situación.


Calladita, calladita, estaba una servidora, cuando un día llamaron a mi escuela de la facultad de comunicación y preguntaron por mí: que si era cierto que yo podía preparar una conferencia sobre El Señor de los Anillos para estudiantes de esa carrera. Al tomar el teléfono, el corazón me brincó de gusto.

- Claro - dije -. ¿Con qué enfoque quieren que lo hagamos?

No sé qué tan terrible era esa pregunta, pero pareció que se hubiera abierto el infierno. La secretaria que había llamado se puso extremadamente nerviosa, la voz le comenzó a temblar y me respondió que ella no podía contestar a esa pregunta, que no sabía nada, y que le preguntara al director de la escuela. Como si le hubiera preguntado el color de los calzones de su jefe o algo así.

Total, que como mi universidad es bastante burocrática, un tiempo y muchos intermediarios después conseguí comunicarme con el director de comunicación. Cuando le repetí la pregunta, también se puso nervioso, y me dio un nombre y una extensión para que me respondieran ahí. El nombre correspondía a una de las ALTAS AUTORIDADES.

Bien, en la dirección de mi propia facultad me empezaron a ver con cara de “¿pero en qué te has metido?”, y me costó casi TRES MESES que me dieran una cita con la alta autoridad en cuestión. ¿Pero tanto lío por una preguntita...? Mi directora me aconsejó que fingiera demencia y que me limitara a hablar de las cuestiones técnicas de la película (?). Lo iba a hacer, claro que sí, hasta que fui a la cita.

La alta autoridad resultó ser una persona sencilla, algo tímida, con un tic nervioso hecho más obvio por su constante tartamudeo. Me preguntó que cuál era mi enfoque para la conferencia, y yo le contesté, en verdad, que no sabía porque nadie me lo había dicho.

Entonces me soltó la bomba; que si pensaba tocar el punto de la religión. ¿Hasta dónde podría ser sincera?

- Pues... más o menos -, y en ese punto extraje uno de mis libros de Joseph Pearce, un estudioso católico de Tolkien. El señor lo medio hojeó, lo medio retorció y se puso más nervioso.

- ¿Conoce... conoce usted un libro que se llama Leyendo a Tolkien...?

- ...de Jorge Ferro - completé -. Sí. Precioso, está precioso.

El doctor Jorge Norberto Ferro, de la Universidad de Buenos Aires, ha tratado en un libro y varios artículos el catolicismo en Tolkien.

- Entonces... entonces... - cara de asombro -, ¿usted... usted está de acuerdo con lo que dice ese libro?

- Totalmente - mentirosa; estoy de acuerdo con todo, salvo cuando el doctor Ferro dice que Tolkien no conocía a las mujeres.

- ¿Entonces... entonces... sí... sí va a tratar el asunto de... de la religión? - y a partir de aquí cesaron los tartamudeos.

- Bueno - ahora sí me tocaba decir la pura verdad -, sucede que me recomendaron que no me metiera con la religión.

- Tiene que - me dice el señor -, porque lo que pasa es que los muchachos han visto o van a ver la película y se van a quedar con una idea muy equivocada del libro.

- ...

- Por ejemplo, ¿no le pareció que a Galadriel la pusieron demasiado sensual?

- A mí se me hizo muy sangrona -. Lo de la cacería de brujas dejó en ese momento de darme miedo. El resto de la conversación me concentré nada más en ser sincera; dije lo que pensaba, sólo lo que pensaba y no intenté quedar bien con nadie.

- Hábleles de religión - me dijo el señor ya para terminar -. Dígales lo que quiera, yo confío en usted. No sabe lo tranquilo que me deja.

- Gracias - y pensé: aquí vamos. Por fin voy a dar una conferencia sobre Tolkien TAL Y COMO YO QUIERO, y va a ser en mi universidad.

Para no hacer largo el cuento, me fue bastante bien. Tuve buenas críticas, y algunas propuestas (por parte de alumnos, lo que no es muy bueno porque no pesa para decisiones) sobre si quería irme a dar algunas clases a la facutlad de Comunicación. El director del área de Humanidades (que se había enterado del tema de la conferencia unos días atrás por parte de mi directora y había dicho: ¡Cómo! ¿La dejaron?) hasta me felicitó (ejem...). Y por fin no tuve que esconderme para enseñar a Tolkien en mi aula.

Poco después, supe que en mi universidad Tolkien comenzaba a hacer bastante ruido. Muchos catedráticos argentinos (entre ellos el doctor Ferro, autor del libro que ya mencionamos, y el licenciado Eduardo Allegri) llegaron a dar pláticas. Por lo general, estas personas estaban reservadas (?) a los cursos de filosofía que únicamente tomaban los maestros de esta dependencia (grrrrr). Uno de los asistentes me comentó que estaba a punto de animarse a leer ESDLA porque había uno de esos catedráticos que siempre lo citaba y que todos los alumnos nomás ponían cara de palo y asentían muy serios (el gesto inequívoco de quien no tiene idea de lo que uno está hablando, pero quiere disimular). Entonces, ¡ESDLA era un libro importante! ¡La gente comenzaba a fingir que ya lo había leído!

Con poder enseñar a Tolkien en plena libertad, con poner su fotografía, junto con la de los otros escritores que estudiábamos, en un sitio privilegiado de mi salón de clases; con pasar de paria a niña mimada casi de la noche a la mañana (cuando en Humanidades se hablaba de los expertos argentinos que habían llegado o llegarían a platicar sobre Tolkien, hasta mi directora sonreía un poquito y comentaba: “Bueno, aquí tenemos una”), con el ofrecimiento de cursos en más facultades, aunque no en Comunicación, pensé que a mi vida no le hacía falta mucho más.

En algún momento, le dije a G. que comenzaba a desagradarme la idea de que mi única preocupación era ponerme a elaborar listas de los libros que iba a encargar el siguiente mes y los videojuegos que quería comparme en la fecha de lanzamiento. Mejor me hubiera callado.


Estaba flotando en las nubes, y confiando que lo único que estaba por venir era lo bueno, no noté (más bien, ahora que me la pienso, no quise ver) las señales de que algo bastante grave estaba sucediendo con mi Escuela de Lingüística. Mi empleo de más de diez años, que había aguantado tantos altibajos, estaba ya en las últimas, y yo no me había dado cuenta.

Continuará...
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