lunes, agosto 31, 2009

Las hormigas no tienen verano

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Llega (en el hemisferio norte) el fin de un verano que se me pasó volando. Y que la verdad, una servidora apenas sintió como verano; pocas lluvias, poca tranquilidad; es el primer verano en el que tengo que trabajar en períodos largos mañana y tarde. Cuando estudiaba, e incluso en mis primeros empleos, el verano era una pausa larga, un tiempito que dedicar a la autocontemplación, a la planificación de lo que vendría. Ahora ya todo es prisa.

Las vacaciones están subvaloradas, de la misma forma que el trabajo de día con día, sin pausas, se considera como el ideal. Esto, claro, no es nada nuevo; es tan antiguo, de hecho, como aquella fábula de la hormiga y la cigarra. Si no es que más.

Pensemos un poco en las hormigas, a las que tantas veces se nos pone como ejemplo de abnegada laboriosidad. Únicamente el escritor Mark Twain se atrevió a retratarlas como lo que son: un animalejo que se aferra, se aferra al trabajo sin meta definida, sólo porque no ha vivido de otra manera o porque hay que hacer engordar el trasero de alguna autoridad que apenas sabe que existe y que jamás lo ha tomado como individuo.

Si uno se pone a hacer analogías con los seres humanos, la fábula de la hormiga y la cigarra debería dar terror. En ella, la hormiguita trabajadora se desloma en el verano, y al llegar el invierno descansa con el granero lleno, mientras la cigarra, que se pasó todo el verano divirtiéndose, sufre hambre.

Me dirán que Twain nunca supo eso de que las hormigas se mueven como mente colmena, pero si a esas vamos, Esopo tampoco consideró lo mismo en los humanos. El pequeñín problema es que las hormigas en la vida real (y también en su humanidad metaforeada) no trabajan para sí mismas. A la fábula se le olvidó incluír algunos detalles, como eso de que en los hormigueros hay una reina y unos zánganos. Digamos que la reina es la Secretaría de Hacienda o algo así: está gigantesca, se mueve lo menos posible, y se dedica a reproducir más, más y más obreros que tendrán que trabajar toda su vida para ella. Los zánganos serían los burócratas y los políticos; son pequeñitos, insignificantes de hecho, y tienen una función definida, pero ésta no es el trabajo. Lo malo es que a diferencia de las hormiguitas, a los burócratas no se les expulsa del hormiguero; será porque siempre se las arreglan para decir que son necesarios y no cumplen su función a tiempo. Así que mientras que la reina engorda, ellos reciben alimento del resto de la colonia.

Las hormigas se ponen a llenar un granero que no les pertenece; si se ponen a juntar alimento tal vez llegue el día que se den cuenta de que sus ahorros están devaluados. Y no les queda más remedio que seguir. Tal vez lleguen a darse cuenta, antes de que las mate un pisotón, una inundación repentina o algún depredador hambriento, que una cigarra con influencias (¿pero quién le dijo a Paris Hilton que cantaba?) tiene mejores posibilidades de vida que ellas.

Si hago cuentas de todas las veces que en la escuela primaria nos repitieron e hicieron repetir la fábula de la cigarra y la hormiga, se me acaban los dedos de manos y pies. No suelo ver moros con tranchete, al menos no donde hay mafiosos con ametralladora, pero si detrás de esto hubiera una misteriosa conspiración, no me extrañaría ni un poquito. Hay demasiados poderes, personas, organismos, a los que les conviene que el mundo se llene de hormigas humanas. Las mismas que van a continuar trabajando, y que tal vez se pregunten por qué en su granero sólo quedan ocho semillas cuando ellas están seguras de haber recolectado doce. Las que se preguntan por qué su alimento es ahora más escaso aunque se han esforzado tanto o igual que antes. Las mismas que esperan un invierno que nunca llega, a pesar de que el clima se pone más frío y los días más oscuros.

jueves, agosto 20, 2009

Pijamas

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Era una mañana de jueves, el primer día de exámenes de fin de curso; mi autobús tardaba en pasar y yo no había estado lista precisamente temprano. De pronto, saltó a mi campo visual (y de paso al congestionado carril lateral de la avenida) un señor muy raro: tenía la cabeza rapada y señales de alguna enfermedad innombrable en el cuero cabelludo, y estaba vestido de pies a cabeza con prendas de mujer. No, no se parecía en absoluto a un chico que se había sentado junto a mí en el transporte tres o cuatro días antes (pelo planchado, playera ajustadísima y mucho rímel en las pestañas); este señor traía una blusa de terciopelo rojo, los pantalones de una pijama de figuritas, calcetines y pantuflas violeta, y se cubría del frío matinal con una bata de satín color crema. Se movía como inclinándose, un hombro más encorvado que el otro, la comisura de los labios torcida para el mismo lado, y la mirada perdida. Para empeorar las cosas, medía fácil un metro noventa de estatura.

La primera reacción de mi propio metro y medio fue encogerse aún más, músculos tensos listos para huír o correr... y luego escurrirme hacia un lado y fingir que no estaba ocurriendo nada delante de mis ojos. Fingir que no oía el irritante cláxon de un irritado conductor que por poco había atropellado al individuo. Fingir que no sentí un profundo alivio cuando el señor se acercó a tomar una ruta que no era la mía, que el estómago no me dolió de pasmo y otra vez miedecillo cuando el autobús le cerró la puerta en la cara y él, desconcertado, se fue aproximando hacia mí...

Dos segundos más tarde, al señor raro se le iluminó la cara, y su boca torcida escupió una especie de saludo. Instintivamente me giré, y vi que otro señor, pero de aspecto más que normal (anteojos, camisa blanca, pantalón de gabardina gris y portafolios viejo) se acercaba al de la pijama, le ponía una mano en el hombro y lo acompañaba a la parada; el conductor ya no pudo negar la entrada a la unidad. Pero el señor de pijama todavía se dio el lujo de cederle el paso, con mucha amabilidad, al que lo había saludado, a dos señoras y a un niño.

Santo cielo, vaya manera de despertarse después haber pasado más o menos doce horas dándole vuelta a las propias desdichas.

domingo, agosto 09, 2009

Buena suerte, parte 2

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¡A que ya hacía falta una actualización! Tal parece que últimamente mis entradas, además de ponerse mucho más escasas (mi horario de trabajo duplicado tenía que hacer efecto) nomás están tratando de radio o de gatitos. En cuanto al radio, parece que nos hemos vuelto huéspedes frecuentes de Radio Fórmula; hay grandes posibilidades de que nos escuchen los sábados en Once Radio. Los gatitos... pues ahí la llevamos. ¡Ténganme paciencia! Varias cosas más nuevas y contenido más diverso vendrán ya que baje la fiebre de los últimos días de curso y de que el papel de mamá postiza se me vaya desprendiendo poco a poco.

Porque por ahora me gustaría presentarles al primero de los mininos que nacieron en la casa de ustedes que ha salido para su nuevo hogar.

Se trata de esta guapura que aparece en la foto: C., el primogénito de E.M., y que se quedó con el apodo de “el Pecas” porque de pequeñito tenía la nariz llena de pintas que poco a poco se convirtieron en una sola mancha.

C. es una criaturita muy dulce, un poquito más serio que sus hermanos pero siempre dispuesto al juego y al mimo. Tiene el pelo como plumón de ave recién nacida y unos ojotes azules que encantan. Por lo pronto nos cuentan que se está portando bien, y haciéndose querer en su nuevo hogar, pero (y eso me parte el alma) todavía llora porque se siente solito. Lo bueno es que, nos dicen, deja de llorar cuando lo abrazan y lo besan, y cuando se acurruca junto a su nueva mamá.

Muchos besos y abrazos a distancia para C.; que no importa que se olvide de nosotros con tal de que ya no esté triste. Total, yo no lo voy a olvidar, y su propia felicidad va a ser lo que me haga feliz.
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