El fin de semana antepasado, mi amiga Mary del Cuarteto Nausicäa nos invitó al Capitán y a mí a una exposición itinerante, Diálogo en la Oscuridad, en el museo Trompo Mágico de Guadalajara.
Diálogo en la Oscuridad es creación del doctor alemán Andreas Heinecke y se trata de una probadita al mundo de la ceguera. Los visitantes, armados sólo con un bastón blanco y voces, se meten a una serie de cuartos en completa, espesa oscuridad, para explorar entornos construídos (en este caso fue el de un bosquecito, una calle, un mercado, un muelle del lago de Chapala y una cafetería). Nuestros guías durante este periplo son personas ciegas (no invidentes, ni débiles visuales, ni discapacitados: ciegos; al principio del recorrido se nos pide que no le tengamos miedo a la palabra) para quienes este extrañísimo mundo es el pan nuestro de cada día, y a quienes confiamos nuestros torpes pasos.
Al comenzar, una servidora tuvo una sensación casi, casi de pánico; cuando la puerta de entrada se cierra y no queda el más mínimo rastro de luz, se siente como si uno estuviera encerrado en un sitio pequeñísimo aunque en realidad hay espacio más que suficiente. Después, y siempre con el bastón por delante, uno se dedica a explorar, tocar, adivinar. Si bien en un principio mi mayor miedo era el de cometer alguna tontería, como tropezar, perderme o golpear a la persona de enfrente (muy pronto el “enfrente”, “delante” o “atrás” perderían todo sentido), he de confesar que me adapté con bastante rapidez al entorno. En minutos, sentí el bastón como una extensión de mi brazo, y comencé a utilizarlo sin ningún miedo. Abrí los oídos muy bien y no cometí una sola indiscreción. ¡Vaya!
Mary fue nuestra guía principal (había solicitado trabajo permanente en la exposición, pero se lo negaron porque tiene compromisos inesperados con su otra banda, Radaid) y lo hizo muy bien; a lo largo del recorrido nos encontramos con varias personas más (el supuesto capitán de una supuesta barca que nos daría una vuelta por el lago de Chapala, los empleados de la cafetería). Era muy, muy sencillo olvidar que ahí estábamos todos en igualdad de condiciones, que ellos no veían más que nosotros, y, sin embargo, podían encontrar nuestro brazo para ayudarnos a subir a la barca (la cosa ésa se movía como si de verdad flotara en el agua, y cuando se me ocurrió hacer la maldad de picotear lo que hubiera por la borda con mi bastón, éste salió mojado), y no tuvieron mayor problema para prepararnos un café, tomar nuestro dinero y devolvernos el cambio exacto.
El Capitán aprovechó la oscuridad para plantarme un par de besos apasionados (nunca nos besamos en público) pero algunas viejas costumbres no cambian; ni la oscuridad le impidió que, en la cafetería, simplemente tomara su gansito helado y saliera huyendo, mientras que una servidora se quedaba atrás con el compromiso de pagar y palpando para encontrar el pastelito que faltaba. Creo que a manera de dulce venganza hubiera sido divertido decir: “¿Uh? No, eso nunca pasó” cuando, más tarde, me mencionó los besos. Je, je, je...
Como sea, la experiencia fue un verdadero descubrimiento, una llamada de atención y hasta cierto punto muy disfrutable. Pero fue la mamá de Mary, a quien nos encontramos al final de otro recorrido, quien puso en claro la razón de esto último: porque duró nomás un ratito (hora y cuarto para ser exactos). Otra cosa sería si esa condena de oscuridad fuera permanente e irreversible. Como sucede, en la vida real, para muchas personas.
Si me ocurriera, quién sabe... definitivamente que echaría de menos mis libros y mis videojuegos y mis labores manuales, pero, ¿podría sobrevivir? Alguna vez, cuando estaba en sexto de primaria, mi grupo tuvo que escribir un mini ensayo sobre cuál de los sentidos eligiríamos conservar si tuviéramos que perder todos los demás, y por qué.
Una servidora desechó la vista tras medir un poco las consecuencias, y después el oído, al pensar que la música podría llegarme por vibraciones; tras un rato, tomé la insólita decisión de conservar el gusto, pues creí que, todo con todo, no podría sobrevivir sin el delicioso sabor del chocolate, las frutas y la comida de mi mamá. La maestra me regañó, y también a todos mis otros compañeros que no hubieran privilegiado la vista por encima de los otros cuatro sentidos. Cosa curiosa, porque hay gente que nace sin vista y sin oído y algunos animales que no los tienen lo al menos cargan con serias deficiencias en ellos, y se las arreglan.
Igual, lo verdaderamente terrorífico es lo que dijo el autor de Homo Videns, Giovanni Sartori; que si el antiguo homo sapiens va a terminar sustituído por una nueva especie humana que va a analizar, captar y aprender con la vista lo que antes hacía con el cerebro. Y entonces sí, trífidos para qué los quiero.
Diálogo en la Oscuridad es una experiencia que nadie debería perderse; se puede consultar el sitio oficial para ver dónde puede visitarse; por ahora se encuentra, entre otros sitios, en una de mis ciudades favoritas, Dublín.
Diálogo en la Oscuridad es creación del doctor alemán Andreas Heinecke y se trata de una probadita al mundo de la ceguera. Los visitantes, armados sólo con un bastón blanco y voces, se meten a una serie de cuartos en completa, espesa oscuridad, para explorar entornos construídos (en este caso fue el de un bosquecito, una calle, un mercado, un muelle del lago de Chapala y una cafetería). Nuestros guías durante este periplo son personas ciegas (no invidentes, ni débiles visuales, ni discapacitados: ciegos; al principio del recorrido se nos pide que no le tengamos miedo a la palabra) para quienes este extrañísimo mundo es el pan nuestro de cada día, y a quienes confiamos nuestros torpes pasos.
Al comenzar, una servidora tuvo una sensación casi, casi de pánico; cuando la puerta de entrada se cierra y no queda el más mínimo rastro de luz, se siente como si uno estuviera encerrado en un sitio pequeñísimo aunque en realidad hay espacio más que suficiente. Después, y siempre con el bastón por delante, uno se dedica a explorar, tocar, adivinar. Si bien en un principio mi mayor miedo era el de cometer alguna tontería, como tropezar, perderme o golpear a la persona de enfrente (muy pronto el “enfrente”, “delante” o “atrás” perderían todo sentido), he de confesar que me adapté con bastante rapidez al entorno. En minutos, sentí el bastón como una extensión de mi brazo, y comencé a utilizarlo sin ningún miedo. Abrí los oídos muy bien y no cometí una sola indiscreción. ¡Vaya!
Mary fue nuestra guía principal (había solicitado trabajo permanente en la exposición, pero se lo negaron porque tiene compromisos inesperados con su otra banda, Radaid) y lo hizo muy bien; a lo largo del recorrido nos encontramos con varias personas más (el supuesto capitán de una supuesta barca que nos daría una vuelta por el lago de Chapala, los empleados de la cafetería). Era muy, muy sencillo olvidar que ahí estábamos todos en igualdad de condiciones, que ellos no veían más que nosotros, y, sin embargo, podían encontrar nuestro brazo para ayudarnos a subir a la barca (la cosa ésa se movía como si de verdad flotara en el agua, y cuando se me ocurrió hacer la maldad de picotear lo que hubiera por la borda con mi bastón, éste salió mojado), y no tuvieron mayor problema para prepararnos un café, tomar nuestro dinero y devolvernos el cambio exacto.
El Capitán aprovechó la oscuridad para plantarme un par de besos apasionados (nunca nos besamos en público) pero algunas viejas costumbres no cambian; ni la oscuridad le impidió que, en la cafetería, simplemente tomara su gansito helado y saliera huyendo, mientras que una servidora se quedaba atrás con el compromiso de pagar y palpando para encontrar el pastelito que faltaba. Creo que a manera de dulce venganza hubiera sido divertido decir: “¿Uh? No, eso nunca pasó” cuando, más tarde, me mencionó los besos. Je, je, je...
Como sea, la experiencia fue un verdadero descubrimiento, una llamada de atención y hasta cierto punto muy disfrutable. Pero fue la mamá de Mary, a quien nos encontramos al final de otro recorrido, quien puso en claro la razón de esto último: porque duró nomás un ratito (hora y cuarto para ser exactos). Otra cosa sería si esa condena de oscuridad fuera permanente e irreversible. Como sucede, en la vida real, para muchas personas.
Si me ocurriera, quién sabe... definitivamente que echaría de menos mis libros y mis videojuegos y mis labores manuales, pero, ¿podría sobrevivir? Alguna vez, cuando estaba en sexto de primaria, mi grupo tuvo que escribir un mini ensayo sobre cuál de los sentidos eligiríamos conservar si tuviéramos que perder todos los demás, y por qué.
Una servidora desechó la vista tras medir un poco las consecuencias, y después el oído, al pensar que la música podría llegarme por vibraciones; tras un rato, tomé la insólita decisión de conservar el gusto, pues creí que, todo con todo, no podría sobrevivir sin el delicioso sabor del chocolate, las frutas y la comida de mi mamá. La maestra me regañó, y también a todos mis otros compañeros que no hubieran privilegiado la vista por encima de los otros cuatro sentidos. Cosa curiosa, porque hay gente que nace sin vista y sin oído y algunos animales que no los tienen lo al menos cargan con serias deficiencias en ellos, y se las arreglan.
Igual, lo verdaderamente terrorífico es lo que dijo el autor de Homo Videns, Giovanni Sartori; que si el antiguo homo sapiens va a terminar sustituído por una nueva especie humana que va a analizar, captar y aprender con la vista lo que antes hacía con el cerebro. Y entonces sí, trífidos para qué los quiero.
Diálogo en la Oscuridad es una experiencia que nadie debería perderse; se puede consultar el sitio oficial para ver dónde puede visitarse; por ahora se encuentra, entre otros sitios, en una de mis ciudades favoritas, Dublín.