lunes, noviembre 16, 2009

Kamiano

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Permítanme contarles acerca de uno de mis héroes de la infancia. Debí haberlo hecho hace un buen rato, más apropiado según las fechas, pero ya ven... no estoy actualizando el blog tan seguido como acostumbraba (y quisiera) y al menos por el momento es poco probable que las cosas cambien. Algo de tiempo falta, y disciplina.

Pero bueno...

Cuando andaba por los ocho años, más o menos, me leí completita (en una compilación de popular revista Aguiluchos) una historieta del padre Damián de Veuster, un misionero belga que en el siglo XIX partió hacia Hawaii. Me quedé tan impresionada, que volví a leerla una, y otra, y otra vez; aquel hombre generoso y valiente con una vida que parecía de mentiras se ganó mi adoración; y, como solía suceder cuando algo me conmovía a corta edad, me esforcé sobremanera para que no se me notara. En ese entonces no había internet, y las enciclopedias con las que se pondía contar no eran el último grito de las actualizaciones, así que durante mucho, mucho tiempo, lo único que supe del padre Damián se remitió a esa historietita.

Algunos años después, ya preadolescente, se me ocurrió preguntarme si de pura casualidad mi héroe no sería un santo de la iglesia católica; eso, por supuesto, me garantizaría acceso a más información. Al parecer la respuesta era no; pero algo muy curioso me ocurrió por la misma época: tenía (y sigo teniendo) unos vasos nasales muy frágiles, que se me rompen a la menor señal de gripe o tensión; y una vez que me encontraba releyendo la historieta de Aguiluchos, estornudé tan violentamente que salpiqué la página de diminutas gotitas de sangre. Cuando, alarmadísima, me puse a limpiarla con un pañuelo, descubrí que la sangre había manchado un dibujo del padre Damián justo en el rostro, y que las salpicaduras simulaban las heridas de una corona de espinas. Tardé un buen rato en atreverme a abrir ese libro de nuevo.

Bueno, pasó mucho más tiempo, llegó la información al instante, los libros gordos, las películas, y mi curiosidad quedó saciada, al menos por un ratito. Pero todavía brinqué de gusto cuando, en el Oratorio de Birmingham (durante el evento Tolkien 2005) encontré y adquirí una pequeña biografía del padre Damián. P.V.B., una señorita belga con quien trabé amistad por allá, me pescó leyéndola, y cuando, con algún resabio de mi timidez infantil, le comenté sobre mi profunda admiración por su compatriota, me dijo que el padre Damián también era su héroe. A ello le siguió una plática agradable, relajada y políticamente incorrecta (en algunos lugares de Europa, al parecer, ser católico es algo así como que cool), en la que me enteré que mi héroe, como ya me lo esperaba, iba derecho al camino de la santidad, pero que aún no había fecha al respecto. Quiero estar en primera fila cuando ocurra, le dije. Ella (es una persona muy guapa y muy amable) sonrió ante mi torpe entusiasmo.

Más fácil decir que hacer; mis boletos de primera fila para los eventos verdaderamente importantes y positivos de los últimos años se revendieron o cambiaron por tickets de loterías baratas y mezquinas, o por entradas a prolongados momentos de desánimo y tristeza. No me enteré del asunto sino cuando ya estaba encima. Pero bien, el padre Damián fue canonizado hace poquito más de un mes.

¿Para qué sirven los santos en la iglesia católica? Déjenme que les diga: no para mucho, la verdad, pero me agradó la forma en la que lo puso otro folletito del Oratorio de Birmingham: son una muestra de que las relaciones entre los unidos por el Sacramento no terminan con la muerte. En otras palabras, los santos son amigos como los que uno conoce por internet y nada más; tal vez jamás los hayamos visto en persona, pero nos permiten conocerlos y dan señales de que piensan en nosotros y pueden ayudarnos a fastidiar a Nuestro Señor con nuestras solicitudes, como hizo Damián con una señora hawaiiana que pidió su intercesión para curarse de cáncer (un milagro que inclinó la balanza a su favor, tengo entendido).

Pero bueno, para variar me he extendido en rollo que nada tiene que ver. Si todavía no se han dormido, les haré un rapidísimo resumen de la vida de mi héroe.

El padre Damián se llamaba en realidad Josef (Jef, para los amigos) de Veuster. Nació en una aldea llamada Tremeloo el 3 de enero (sips, comparte cumpleaños con mi escritor favorito) de 1840, y desde los trece años se dedicó a las actividades del campo, lo mismo que sus padres. Era hablante nativo de flamenco. Dos de sus hermanas fueron monjas, y uno de sus hermanos sacerdote; él mismo descubrió su vocación a edad temprana y entró a la congregación de los Sagrados Corazones de Jesús y María cuando tenía dieciocho años; ahí fue donde se cambió el nombre.

Cinco años después, todavía sin ser sacerdote, partió como misionero a las islas de Hawaii en lugar de su hermano, que se había enfermado; se ordenó ahí poco después, en la catedral de Honolulú, y se puso a cargo de su primera parroquia. Como en la lengua hawaiiana no existe el sonido de la “d” y no se puede dejar una consonante colgando al final de una palabra, los nativos le decían “Padre Kamiano”. Y aquí comenzaron sus aventuras que parecían sacadas de una novela de entonces; él mismo se veía como protagonista típico: un joven apuesto, musculoso, muy fuerte, excelente jinete y viajero incansable, al que le tocaron desde tsunamis hasta explosiones volcánicas.

Pero la prueba verdadera para Damian no llegaría sino hasta el año de 1873 (cien años antes de la muerte de mi escritor favorito, ya sé... y me temo que los paralelos no terminan ahí), cuando se ofreció como voluntario a la petición del obispo de Hawaii para un sacerdote permanente en la isla de Molokai.

Molokai debió ser, para los habitantes de Hawaii paganos, cristianos o lo que fuera, el sitio más parecido al infierno. A causa de las presiones por parte de inmigrantes blancos (Hawaii todavía no era parte de los Estados Unidos, pero en eso estaban), el rey Kamehameha V (nop, el nombre no es broma) decidió establecer ahí una colonia para aislar a las personas contagiadas de lepra, una enfermedad que habían llevado posiblemente trabajadores chinos. La enfermedad se esparció con una rapidez espantosa, ya que el organismo de los nativos no tenía defensas para resistirla. Se suponía que en Kalawao, la colonia leprosa de Molokai, había hospitales para tratar a los enfermos. La verdad es que no había medicinas ni doctores; a las personas contagiadas las arrojaban al mar desde barcos para que llegaran por sus propios medios a la isla, y una vez ahí era la ley de la selva en cuanto a conseguir comida, abrigo y consuelo. A quienes se resistían a ir, o a las familias que los ocultaban, simplemente les daban un tiro.

Los habitantes de Molokai, sumidos en la desesperación, pasaban los cuatro años que en promedio le daban de vida a una persona en la isla atracándose de alcohol, sexo y juerga, a la vez que la enfermedad iba poco a poco deformándoles el rostro, pudriéndoles la carne y haciendo que se les cayeran los dedos y a veces hasta miembros completos. Bueno, esto antes de que llegara el padre Damián.

Las cosas tendrían que cambiar con el voluntarioso soldado de Dios ahí presente; Damián puso a trabajar a los que podían hacerlo, y con sus propias manos se puso a levantar casitas para los enfermos, a limpiar el todo el sitio, a montar un sistema de agua potable y a organizar actividades como talleres de carpintería, carreras de caballos, una orquesta y coros. No le fue fácil; entre los enfermos había apenas un grupito de católicos que lo apoyaba. Poco a poco consiguió ganar simpatizantes. Cuando iba a Honolulu, le exigía al Ministerio de Salud que le enviara materia prima y medicamentos; no le tenía ninguna paciencia a la burocracia y los burócratas lo odiaban.

Poco a poco, su actividad en solitario comenzó a llamar la atención, y las consecuencias de ello fueron tanto positivas como negativas. Por un lado, tenía fans que le enviaban toda clase de donativos; por otro, detractores que lo criticaban hasta por el simple hecho de ocuparse de enfermos de lepra, que, según eso, estaban recibiendo el castigo divino por sus pecados; se creía que la lepra era consecuencia del desenfreno sexual. Uno de sus grandes defensores fue el escritor Robert Louis Stevenson. También recibió apoyo por parte del gobierno real de Hawaii, en especial de la princesa Liliuokalani.

Cuando Damián contaba con cuarenta y cuatro años, los primeros síntomas de la lepra comenzaron a aparecer en su cuerpo. Era de esperarse, porque él nunca había hecho nada por evitarse el contagio; compartía la comida y las pipas (comenzó a fumar para tolerar el mal olor de las llagas y putrefacción de los enfermos) con la gente de Kalawao porque no quería herir sus sentimientos, les daba la comunión con las manos y a nadie le negaba abrazos y cariño. Lo sorprendente fue que hubiera pasado más de diez años sin enfermarse. Como que Dios estaba esperando a que cumpliera con la mayor parte de su labor antes de imponerle su corona.

A pesar de que el padre Damián había recibido algunos sacerdotes como ayudantes seis años después de llegar a Molokai, no había podido llevarse bien con ninguno, y en soledad había tenido que hacer su trabajo. Pero ya que se encontraba enfermo, no le faltaron amigos de todas partes del mundo (el ex soldado norteamericano Joseph Dutton, el doctor irlandés James Sinnet, el doctor japonés Masanao Goto, el pintor inglés Edward Clifford, el sacerdote belga Lambert Conrardy y la madre Marianne, una monjita franciscana de los Estados Unidos, entre muchos otros). Al fallecer en 1889, Damián estaba tranquilo, porque sus feligreses no quedarían desprotegidos.

Lo que no se imaginaba, probablemente, es que aunque se descubriera una cura para la lepra ya habría en el mundo muchas otras enferemedades más que, además de hacer pedazos el cuerpo, se encargarían de debilitar el espíritu, y también la caridad de otros; la causa de los enfermos de VIH no podía conseguir un mejor patrón que San Damián de Molokai, ahora con nuevo título a partir del pasado once de octubre.

No estuve en primera fila, querido Damián; a mí los dedos de la mano y la carne se me carcomen por tonterías y tú ya sabes. Con todo, padre Damián, y si no fuera mucho pedir, préstame un milésimo de tu fuerza para lo de costumbre: aprender a resistir; ni a irse ni quedarse; a resistir.

Conozco dos buenas películas sobre el padre Damián; ninguna, por desgracia, cubre el período antes de su llegada a Kalawao. La primera es una viejita, española, demasiado optimista; Molokai, la isla maldita, de Luis Lucía; la segunda, más reciente, es Molokai: The Story of Father Damien, de Paul Cox, con David Wenham (Faramir en El Señor de los Anillos) en el papel del héroe.

9 comentarios:

Arc dijo...

Hola Aisling. Disfruté la historia.

Una pequeña fe de erratas, el año de nacimiento probablemente sea 1840, no 1940. Quizá solo fue un error de dedo? Se habrá colado ese 9 por ahi, en vez de un 8? ^.^

Para que veas que si estuve prestando atención!

Besos.
-Arc

Aisling dijo...

Hola, Arc.

¡AAAAAUUUUUUCHHH! Tienes toda la razón. A corregir la errata. Fue de dedo, pero no sé qué me está pasando últimamente con ello...

Gracias por leerme. :D

Dark Soulless dijo...

Que genial historia, con razón la disfrutas tanto.
Yo no conocía ni media palabra del señor, pero ahora me pondré a indagar un poco.
Tiene algunas coincidencias interesantes con lo relacionado con Tolkien, que lo hace más interesante aún.
Bueno, nos vemos luego, cuidate mucho, bye!

Chendo dijo...

Me gustó tu reseña y más que tengas heroes tan buena onda, un abrazo.

Kitsune dijo...

Yo también pasé momentos muy gratos leyendo la Aguiluchos y todas las frases bonitas que aparecían en cada página de la agenda escolar, siempre me hiceron pensar que el mundo estaba lleno de gente que ayudaba a los demás y que yo debía hacer algo también. No sé si lo he hecho...
También tenía playeras de Humonegro y muchos procutos, hehehe. Uno de mis tíos es comboniano y siempre nos mantenía al día de la Aguiluchos y demás
:P

oscar dijo...

Hola Laura!,
Narras tan padre, que nada màs sigo leyendo y leyendo sin darme cuenta que el tiempo y los pàrrafos se van volando.
¡Felicidades por ese carisma que tienes para escribir-narrar tus historias y vivencias!

¡Un Abrazo!

Petrus Angelorum dijo...

Pues sobre el padre Kamiano han escrito, sino me falla la memoria, Chesterton, Graham Greene, Cronin, entre otros; lo mencionan Sicilia, Greeley, Guareschi, Guardini, Balthassar, Zaid, Calvino, Vargas Llosa, etc, las revistas "Esprit" e "Ixtus".

Y también me gustaba "Aguiluchos", pero más "Vidas Ejemplares". Si abandone la lectura de esa revista se debe a que la espiritualidad franciscana cada vez me es más indiferente... pero bueno, siempre habrá alguien que diga: "hermano, orco" y siempre será necesario.

Por cierto, el padre Damián es ¿confesor o martir?

Hector Fragoso dijo...

Bonita Historia. Si en verdad hizo todo eso que tu escribes, creo que es una injusticia que no lo hayan hecho sus honores de santo desde antes

Petrus Angelorum dijo...

@ Hector Fragoso

¿Dudas lo que dice Aisling?

Lo demás lo que debo deciros lo reprimo...

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