lunes, septiembre 08, 2008

Un recuerdo de la señora L., mi suegra


Muchas razones tenía yo para reírme de los cuentos de horror que se susurraban las amigas sobre las tormentosas relaciones entre nueras y suegras. Todo aquel rollo de la competencia entre una esposa y una madre me hacía bostezar. Supongo que ello tenía más que ver con mi buena fortuna (y la de G. también, porque mi mamá, desde hace ya muchos años, se refiere a nosotros dos como “mis hijos”) que con la realidad, porque hay madres políticas, ya sé, que son posesivas, egoístas y hasta malvadas que andan tan campantes por el mundo, envenenando su existencia y la de otros. Pienso en mi suegra, y me sorprende cuán pasmosamente injusta puede ser la vida.

La señora L. era encantadora, y tenía ese carisma tan especial que acabó heredando su guapo hijo. Con inmensa generosidad me recibió en su familia desde el principio; apenas nos conocimos, y le pidió a G. una foto de su bajita y fea novia para colocar en un marco de gatito junto a los retratos de sus hijos, su esposo y ella. Algo que no voy a dejar de lamentar es no haberme casado antes para poderla tener más tiempo como madre política de en serio; ¿qué diferencia hubiera hecho? Cuando de pura casualidad mi propia mamá se encontraba lejos, era ella quien escuchaba mis problemas, me secaba las lágrimas y, en un un acento norteño marcadísimo (en las mujeres, éste se muestra en un tono de voz más agudo que el español mexicano estándar y una entonación muy dulce) me rociaba de consejos; cuando G. era el de las dificultades, el asunto se trataba de mujer a mujer.

La señora L. tenía una energía contagiosa y vibrante, y su risa era como si un montón de piedrecillas cayeran de repente a un arroyo recién llovido. Así era cuando la conocí, así fue todo el tiempo. Lo menos que hubiera podido pensar, lo que no hallaba ni motivo para creerme, es que la señora estaba enferma. Que lo había estado, de hecho, durante más de veinte años.

Cuando nació la hermana de G. (él tendría unos cuatro años entonces) la señora L. recibió una transfusión de sangre contaminada de hepatitis C. Esa enfermedad ataca directamente el hígado, y muy poco a poco comienza a hacer estragos en el organismo: se mete con las defensas, con la coagulación...

Se me hace tan difícil, en este preciso instante, pensar que ya no sirve de nada ponerse a hacer conjeturas sobre posibles remedios y soluciones. Muchas veces me saba por llenarme de esperanzas y compartirlas con ella y con G. Que si se hablaba de un tratamiento nuevo, que si un medicamento a prueba... a ver, a ver, ¿y un transplante de hígado? Sí, había riesgos y eso. ¿Un donante? Rayos, sólo mi corazón estaba comprometido y aún ése podría hallar mejor uso en caso de que mi hígado le sirviera de hecho a la señora L. No fui la única con esos pensamientos. Supe de al menos dos personas más.

Bueno... Años y años pasaban, y mientras los síntomas no fueran severos, era (tal vez demasiado) fácil olvidarse del padecimiento de la señora. A ella no le daba por quejarse; absorbía el tiempo enfrascada en sus dos hijos, por los que sentía punto menos que devoción; en su casa, su marido y, los últimos años, el cuidado de su madre anciana. Los ratos libres ocupaba las manos en diversas labores. Todo sin perder el buen carácter. Yo, con tendencia a la pereza y al enojo fácil, le decía a G. que la admiraba por ello. Él movía la cabeza.

- Lo que pasa - me decía - es que no la conoces. Mi mamá puede ser muy difícil. Muy difícil.

Tenía que pasar un rato antes de que me diera cuenta de en qué consistía esa “dificilidad”. Como buena geminiana, la señora L. tenía una terquedad al cuadrado y trataba de multiplicarse por dos. Para que las cosas salieran bien, las tenía que hacer ella. Cuando se le ordenaba reposo, insistía en levantarse.

- Tal vez fue por eso - comentó una de mis estuidantes, y cuando yo esperaba alguna observación sobre el deterioro de la salud de mi suegra, terminó: - que vivió tanto.

Y sí. La señora L. duplicó la expectativa de vida promedio de alguien con hepatitis C. De cualquier forma, ese tiempo fue corto, tan estúpidamente corto.

El descubrimiento del internet y sus ventajas le cayó perfectamente a la señora. Siempre estuvo muy unida a G., y las quince horas de distancia que los separaban (de Parral a Guadalajara), acortadas por maravillas como el Messenger, el Skype y el correo electrónico, fueron punto menos que gloriosas tras los más de diez años que G. llevaba ya viviendo en la ciudad.

A mí no me daba por intervenir en las ciberconversaciones pero las escuchaba desde un cuarto contiguo. Me encantaba oírlos jugar (el Skype y el Messenger tienen pasatiempos gratuitos que nunca utilizo; G., en su infancia, solía entretenerse con familia y amigos en juegos de mesa), y era tan divertido cuando G. comenzaba a pegar de gritos ante una derrota inminente.

- ¡No, mamá! ¡No puedes hacer eso, mamá!
- Que cómo no...
- ¡Ya verás, mamá...! ¡No, no se vale!
- ¿Ya ves que sí...?
- En la siguiente sí te voy a joder, mamá...
- ¿Sabes por qué pierdes? ¡Porque eres un pendejo!

No se guardaban ninguna palabrota, pero todo era en buena armonía y entre un sin fin de carcajadas. Cuánto voy a extrañar esas voces. Cuánto extrañaré también las tarjetas electrónicas que, sin más motivo que alegrarme el día, caían por mi buzón.

Nadie mejor que la señora L. para tener bajo control los hábitos desagradables de G. Como ése de echar mentiras. A G. le encanta inventar cuentos sobre los asuntos más diversos (en nuestra primera llamada telefónica se hizo pasar por un supuesto primo y me platicó historias lúgubres del pariente que había perdido la chaveta por tanto leer fantasía y ciencia ficción), y con toda seriedad los relata. Cuenta el final de una película que no ha visto, transmite recados que nunca se dieron, se pone a citar pasajes inexistentes de la Biblia; quién sabe qué más. Lo bueno es que nadie cae en los engaños por más de dos veces a menos que sea realmente ingenuo o poco observador. Ah, pero pobre de G. si comenzaba con su jueguito delante de la señora L. Ella fingía un arranque de impaciencia y compenzaba a darle de sopapos.

- ¡Cómo dices tonterías! - le decía entre palmada y palmada.

Lo mismo, siempre que a G. se le ocurría meter la mano en mi plato a la hora de la comida (algo que sigo detestando), le esperaba un manotazo seguro si ella estaba presente. Él se encogía de hombros y me hacía notar:

- Pero fíjate que cuando le agarro su comida no me dice nada.

Y así era, tanto que ella lo quería.

Por concentrarme en mis propias desdichas, por seguir alimentando esperanzas, por fantasear con la idea de que mi hígado (o el de cualquiera) le salvaría la vida, por hacer planes para la próxima Navidad o año nuevo, no me di cuenta completa de los cambios en los últimos meses. De vez en cuando sucedía que la señora padeciera de hemorragias internas, que vomitara sangre, que no se sintiera bien; todo se solucionaba con un par de días en el hospital. Pero este año ella iba al hospital a cada rato, y siempre que hablaba conmigo por teléfono me decía que estaba muy, muy cansada.

La noticia me cayó de sorpresa, a la media noche, casi al final de las vacaciones de verano, en Zacatecas, a la mitad de una alegre conversación con amigos. G. estaba en un autobús de camino a Parral en lo que, creía, era otra visita de rutina. Ya no dormí más. Lo único que quería era reunirme con mi esposo. Lo hice unas quince horas después; abrazados y con una pena gigantesca sobre la espalda, permanecimos sin decirnos la gran cosa mientras llegaban a saludar parientes y amigos, montones y montones, porque así de popular era la señora L.

Estábamos empapados de la misma lluvia que, apenas horas después, inundaría Parral.

El funeral fue al dia siguiente, en medio de todo el desastre. La lluvia no paraba más que minutos. De camino al cementerio pasamos por paredes caídas, vehículos volcados, casas arrasadas. Cuando llegamos, me llamó la atención ver a un perrito blanco, como cruzado de French Poodle, que andaba rondando las lápidas. Me acordé que unos meses (apenas unos meses) atrás la señora L. nos había llevado ahí para dejar unas flores en la tumba de la abuelita, y que los tres, amantes de los animales, habíamos reparado en un perrito parecido. ¿O sería el mismo? Se lo pregunté a G.

- Sí - me respondió él, muy serio -. Se alimenta de cadáveres.

Casi oí en el momento el ruido de un cocotazo y la voz alegre de la señora L. ¨¡Cómo dices tonterías! ¡Cómo dices tonterías!¨. Bajo los escombros de su corazón, ahí seguía, intacto, el retorcido humor de G. Y en algún lado, quién sabe dónde pero sospechaba que muy cerca, estaba el espíritu de su mamá.

La vamos a extrañar; oh, sí. Pero, aunque no sea un punto determinado, tendremos hacia donde mirar.


“- Con dolor hemos de separarnos, mas no con desesperación. ¡Mira! No estamos atados para siempre a los confines de este mundo, y al otro lado hay algo más que recuerdos".

-
Del apéndice A de El Señor de los Anillos (J.R.R. Tolkien)

8 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Qué podía hacer el cielo más que llorar? No te preocupes, en G. queda un poquito de ella, y seguro que está en mejor lugar, esperándolos; de eso se trata la vida. Abrazos.

Christian Domínguez Pérez dijo...

Una maravillosa descripción de una persona ejemplar. Un abrazo.

Kitsune dijo...

Cuando se nos va alguien tan querido se siente un hueco aquí en el pecho que se va llenando o que, al menos, con el tiempo ya no duele tanto...

Les mando un abrazo a ambos.

Hector Fragoso dijo...

De verdad que lo siento, un abrazo a G y a Asiling. ¿Pero cómo puede uno sentir sin conocer? Por que los corazónes buenos siempre se encuentran y se entieden.

Anónimo dijo...

Se ve que era una gran persona. La ausencia de un ser querido siempre es triste, pero animo estoy seguro que estara por ahi ayudandolos y cuidandolos.

Master Pei dijo...

Un abrazo para ti y otro para el capitán, Aisling. Y mis bendiciones, que es todo lo que tengo para darles en este momento.

Petrus Angelorum dijo...

Ante los hechos tan lamentables suelo quedarme sin palabras... así que suelo tomar prestadas algunas, L merece una sevillana:

Algo se muere en el alma cuando un amigo se va
cuando un amigo se va algo se muere en el alma
cuando un amigo se va algo se muere en el alma
cuando un amigo se va.

Cuando un amigo se va y va dejando una huella
que no se puede borrar
y va dejando una huella que no se puede borrar.

No te vayas todavía no te vayas por favor
no te vayas todavía que hasta la guitarra mía llora
cuando dice adiós.

Un pañuelo de silencio a la hora de partir
a la hora de partir un pañuelo de silencio
a la hora de partir un pañuelo de silencio a la hora de partir.
a la hora de partir porque hay palabra que hieren y no se deben decir
Porque hay palabra que hieren y no se deben decir.

No te vayas todavía no te vaya por favor
no te vayas todavía que hasta la guitarra mía llora
cuando dice adiós.

El barco se hace pequeño cuando se aleja en el mar.
cuando se aleja en el mar
el barco se hace pequeño cuando se aleja en el mar.
el barco se hace pequeño cuando se aleja en el mar.
cuando se aleja en el mar y cuando se va perdiendo
que grande es la soledad.
y cuando se va perdiendo que grande es la soledad.

No te vayas todavía no te vaya por favor
no te vayas todavía que hasta la guitarra mía llora
cuando dice adiós

Ese vació que deja el amigo que deja el amigo que se va
el amigo que se va
ese vació que deja el amigo que deja el amigo que se va
ese vació que deja el amigo que deja el amigo que se va
el amigo que se va es como un pozo sin fondo que no se vuelve a llenar
es como un pozo sin fondo que no se llega a llenar

No te vayas todavía
no te vaya por favor
no te vayas todavía
que hasta la guitarra mía llora
cuando dice adiós.









P.S. Por cierto... yo he sido ya paciente de G. Ni modo... no sé como me calificare L de saber que G me ha burlado más de una vez...

Aisling dijo...

Muchísimas gracias a todos...

En serio que en momentos como éstos cuando las palabras comprensivas aligeran el alma.

Iz: Y vaya que lloró el cielo... lo malo es que también hizo llorar a muchas personas después. Ya les comentaré más tarde.

Suldyn y Kit: >abrazos<

Thor: Eso que dices es muy cierto. A veces me pregunto qué hubiera pasado si ciertas personas no se hubieran conocido nunca. Pero supongo que siempre existe una razón. Gracias por todo y un abrazo.

Snake: Eso yo lo creo también. Me hubiera gustado que la señora estuviera un poquito más con nosotros... pero, de nuevo, hay razones. ¡Qué no daría yo por saberlas todas!

Pei: No tienes idea de qué tan preciosos son tus abrazos y bendiciones para mí. Gracias.

Pere: Muchas gracias también por la sevillana dedicada. Creo que la señora L. le hubiera puesto una buena regañada a G. por andarte engañando. Te digo, no pasa de una vez.

De nuevo, a todos abrazos y besos.

Creative Commons License
La casa de Aisling by Laura Michel is licensed under a Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Derivadas 2.5 México License.