En enero de este año, les conté, hice una limpieza de cajas de cartón donde guardaba papeles y más papeles. Como también les comenté, entre ellos había un escrito de mi maestro favorito, R. F., de Saint Louis, Missouri.
He tenido maestros muy buenos, pero de ninguno aprendí el oficio como de R., si bien su ejemplo es como el de la estrella a la que el arquero de la historia intenta alcanzar sin muchas esperanzas. Es una persona paciente, comprensiva, que enseña con gusto, corrige con bondad y comparte sin reservas sus conocimientos. Es, además, un escritor, y tiene en su haber al menos un libro terminado e inédito sobre sus experiencias con la enseñanza. A este libro pertenece el siguiente párrafo, que he traducido con mucho cariño y respeto. Años después de haberlo leído, todavía me sigue fascinando y me pone a reflexionar.
Son tres las cosas que me alegra haber hecho cuando empecé a ejercer como maestro. Llené mi salón fijo de plantas de tipos diametralmente distintos y les puse el nombre de algún autor cuya personalidad pareciera quedarle bien a la especie botánica a mano; en el salón teníamos a Ralph Waldo Emerson, un sujeto robusto, enhiesto, lleno de hojas brillantes; a Edgar Allan Poe, un amiguito de aspecto inquietante, con su maraña de hojas desordenadas en tallos retorcidos y mustios; un helecho tan tímido de veras, con varitas delicadas que se estremecían cuando uno pasaba cerca... la perfecta Emily Dickinson. Otra cosa que me gustó hacer fue fijar con cinta adhesiva una enorme fotografía con la cara de un gorila sobre el altavoz, para que así tuviéramos un rostro hacia donde mirar cuando, como con frecuencia sucedía, la clase se veía interrumpida por los chillones anuncios del intercomunicador. La tercera cosa es ésta: sacaba a mis alumnos al campo de futbol de la preparatoria siempre que las mariposas monarca se posaban por ahí de camino a México y su invierno. Hacía que mis estudiantes caminaran entre ellas, susurrándoles saludos y mensajes que quisieran enviar con estas viajeras color naranja brillante desde Virginia hasta las profundidades de los bosques en Michoacán, donde estas mariposas* permanecerían los días más helados del año.
Estoy contento de haber hecho todo esto, porque al menos una chica extremadamente cohibida de mi clase se apareció un día llevando una begonia gigantesca, frondosa y llena de capullos, y anunció con voz clara y firme: “¡Ella es Louisa May!”... y pronto tanto la chica como la planta se hicieron de un lugar prominente en la vida del grupo. También, porque la mayoría de mis estudiantes nunca salían de la comunidad rural y montañera donde vivían, y necesitaban algún contacto con la belleza momentánea que (con la fuerza de sus propias alas) se dirigía a una tierra mágica y distante. Y estoy satisfecho por haber conseguido aliviar la tensión y aligerar la carga que con frecuencia suponían los anuncios de la oficina del director. En lugar de preocuparnos y echarnos a temblar siempre que retumbaba algún mensaje, automáticamente volteábamos hacia el lugar de donde éste procedía... y ahí, lanzándonos una mirada feroz en la forma más boba que uno pudiera imaginarse, estaba la cara de King Kong... y nada volvió a ser tan irritante o aterrador una vez que nos hicimos a la idea. Nos sentó bien el ponerle un rostro apropiado a nuestros miedos y temores, y ello casi logró que el recibir avisos inesperados se convirtiera en motivo de júbilo.
He tenido maestros muy buenos, pero de ninguno aprendí el oficio como de R., si bien su ejemplo es como el de la estrella a la que el arquero de la historia intenta alcanzar sin muchas esperanzas. Es una persona paciente, comprensiva, que enseña con gusto, corrige con bondad y comparte sin reservas sus conocimientos. Es, además, un escritor, y tiene en su haber al menos un libro terminado e inédito sobre sus experiencias con la enseñanza. A este libro pertenece el siguiente párrafo, que he traducido con mucho cariño y respeto. Años después de haberlo leído, todavía me sigue fascinando y me pone a reflexionar.
Son tres las cosas que me alegra haber hecho cuando empecé a ejercer como maestro. Llené mi salón fijo de plantas de tipos diametralmente distintos y les puse el nombre de algún autor cuya personalidad pareciera quedarle bien a la especie botánica a mano; en el salón teníamos a Ralph Waldo Emerson, un sujeto robusto, enhiesto, lleno de hojas brillantes; a Edgar Allan Poe, un amiguito de aspecto inquietante, con su maraña de hojas desordenadas en tallos retorcidos y mustios; un helecho tan tímido de veras, con varitas delicadas que se estremecían cuando uno pasaba cerca... la perfecta Emily Dickinson. Otra cosa que me gustó hacer fue fijar con cinta adhesiva una enorme fotografía con la cara de un gorila sobre el altavoz, para que así tuviéramos un rostro hacia donde mirar cuando, como con frecuencia sucedía, la clase se veía interrumpida por los chillones anuncios del intercomunicador. La tercera cosa es ésta: sacaba a mis alumnos al campo de futbol de la preparatoria siempre que las mariposas monarca se posaban por ahí de camino a México y su invierno. Hacía que mis estudiantes caminaran entre ellas, susurrándoles saludos y mensajes que quisieran enviar con estas viajeras color naranja brillante desde Virginia hasta las profundidades de los bosques en Michoacán, donde estas mariposas* permanecerían los días más helados del año.
Estoy contento de haber hecho todo esto, porque al menos una chica extremadamente cohibida de mi clase se apareció un día llevando una begonia gigantesca, frondosa y llena de capullos, y anunció con voz clara y firme: “¡Ella es Louisa May!”... y pronto tanto la chica como la planta se hicieron de un lugar prominente en la vida del grupo. También, porque la mayoría de mis estudiantes nunca salían de la comunidad rural y montañera donde vivían, y necesitaban algún contacto con la belleza momentánea que (con la fuerza de sus propias alas) se dirigía a una tierra mágica y distante. Y estoy satisfecho por haber conseguido aliviar la tensión y aligerar la carga que con frecuencia suponían los anuncios de la oficina del director. En lugar de preocuparnos y echarnos a temblar siempre que retumbaba algún mensaje, automáticamente volteábamos hacia el lugar de donde éste procedía... y ahí, lanzándonos una mirada feroz en la forma más boba que uno pudiera imaginarse, estaba la cara de King Kong... y nada volvió a ser tan irritante o aterrador una vez que nos hicimos a la idea. Nos sentó bien el ponerle un rostro apropiado a nuestros miedos y temores, y ello casi logró que el recibir avisos inesperados se convirtiera en motivo de júbilo.
Escrito por R.F.
* En español, en el original.
3 comentarios:
Me parece muy lúdica la forma de proceder de tu profesor preferido, ojala hubiese mucho más profesores como él, ... sin embargo, por algo pasan las cosas y por lo mismo son tan pocos aqueloos seres que dejan su semilla en nuestro ser.
Yo quiero ser como él!
Me encantó la idea de nombrar a las plantas
:)
Chendo: Si hay algo que uno podría esperar de una clase de R. era divertirse. Las esperaba con impaciencia, imagínate. Me hacían sentir muy bien. Tuve otro maestro, también muy bueno, que me enseñó lo poquito que sé de didáctica, y que solía comentarnos que si los alumnos no se divertían no aprendían.
Kit: Esa frase que dijiste es una que yo he repetido años, y años, y años... como comenté, espero que de algo me haya servido tirar a la luna. Si no fuera por la mala mano que tengo con las plantas y porque después de salirme de la Universidad ya no tuve salón fijo, hubiera hecho lo mismo. A lo más que llegué fue a colgar por todo el salón fotos de los escritores que leíamos, pero las más bonitas (donde salieran más sexys y guapos/as) que pudiera encontrar. Tuve una alumna que cargaba una copia de la que teníamos de Hemingway adolescente por todos lados y decía que era su novio. Je, je, je... a la medida de lo posible, eso despertaba el entusiasmo por la clase.
Publicar un comentario