Neotenia: En biología, proceso mediante el cual, en determinados seres vivos, se conservan caracteres larvarios o juvenitles después de haber alcanzado el estado adulto.
Diccionario Clave de Uso del Español Actual, Ed. SM.
El mes pasado, mi buen amigo S. cumplió años. ¡Felicidades de nuevo! Me alegró saber que recibió el regalo que deseaba: un flamante Nintendo DS azul con negro. Antes de ello, hubo en su casa una pequeña discusión sobre si el DS era de verdad apropiado para él; su hermana opinaba que S. era ya demasiado mayor para andar llevando por ahí semejante “juguetito”.
Ahora... el problema es que S. es más de diez años más joven que yo, y que mi Nintendo DS blanco, bonito como una Ibook G4, ocupa de ordinario un lugar privilegiado en mi bolsa, junto a mis libros, mi celular y mi cuaderno de notas; lo saco en la cola del banco, en algún receso en el trabajo, y por supuesto en los viajes. Hasta ahora, jamás me había preocupado por qué clase de impresión le causaría al mundo, yo con mi aparatito para niños. ¿Conclusión? Gulp.
Días atrás, mi esposo G. estuvo escribiendo un artículo de ciencia ficción, y mientras le estaba ayudando a traducir fragmentos de su bibliografía, nos tropezamos con una palabra que define una extrañísima... ¿enfermedad?, que tal vez sea la causa de nuestros padecimientos: la neotenia.
Fuera de bromas, ya, la neotenia en realidad es un término biológico que se refiere a la aparición de características juveniles en un organismo de edad adulta. Los ajolotes y otros bichos la presentan. Para bien o para mal, los humanos tampoco somos inmunes.
El autor Thomas M. Disch dice, en uno de sus libros de ensayos que no tengo a la mano por ahora, que la neotenia es una condición frecuente en los escritores de ciencia ficción: para incursionar en este género, se necesita tener alma de niño, y sobre todo contemplar el universo con ojos llenos de curiosidad y asombro. La capacidad de maravillarnos es algo que de muy jóvenes tenemos a manos llenas, y por desgracia una de las primeras características de la infancia que perdemos según pasan los años. Muchos cienciaficcioneros, continúa Disch, padecen de una variante del síndrome de Peter Pan que les permite hacer lo que hacen, escribir como escriben, pensar como piensan, y preocuparse más por imaginar que por su técnica (lo que los deja susceptibles a tanta acusación boba de “inmadurez literaria”).
Pero si para ellos la neotenia es una ventaja, ¿qué ocurre con el resto de la humanidad?
La edad dorada de la ciencia ficción... es los doce años.
Peter Graham
Recién salida de la edad de oro, y sin otra lectura del género que el cuento “Arena” de Fredric Brown, y la novela Crónicas Marcianas de Ray Bradbury, yo ya detestaba que me celebraran el día del niño los 30 de abril; a mi modo, estaba tratando de crecer, y los siguientes tres años, llenos de altibajos propios de la pubertad, fueron destinados, concienzuda y abiertamente, a la formación (ensayo y error, crisis antifantástica de por medio) de la persona adulta en la que más tarde me convertiría: eso, por supuesto, tuvo que ver con mis lecturas (comencé el período con las Crónicas y rematé con El Señor de los Anillos), la música que me gustaba (estaba harta de que las canciones de moda se volvieran viejas a la semana), las películas en video y televisión que había para ver (la época más brillante para el sci fi en cine fueron los ochenta), mis otros pasatiempos (la llegada de un Atari 2600 a la casa) y, lo más tardado, adquirir personalidad (gracias a Dios, no estaba de moda ser emo en esa época; yo tenía tendencia a la tristeza por método y mi sentido del humor hubiera sufrido un golpe irreparable). Tal vez por ello fue que no hice muchas de las tonterías y locuras que se supone están reservadas a la adolescencia. Con todo, no recuerdo haber estado satisfecha con mi vida, que me parecía algo sosa y aburrida. Pasé de lado viendo cómo mis coetáneos se divertían en grande, hacían el ridículo un poco y de cuando en cuando se mataban en accidentes estúpidos.
Total, pasaron primero diez años, y aquí comenzó lo misterioso: mientras mis coetáneos comenzaban a madurar, yo seguía igual. Me gustaban los mismos libros, veía la misma clase de películas y programas de televisión, escuchaba la misma música, me preparaba para la primera gran guerra de consolas; el lado proto-emo de mi carácter se quedó, como en coladera, en la escritura de poemas no muy buenos, y el resto, mayor parte, se puso así nada más a cosechar los resultados de buenos momentos en soledad y descubrir que, por muy desdichado que uno sea o haya sido, las cosas ocurren por alguna razón.
Dejemos transcurrir diez años más. Ahora, la situación se ha puesto un poco más dramática: maldita sea, sigo igual. Me gusta todo lo que antes me gustaba, aunque he añadido dos que tres cosas más a la lista. Paso de lado viendo cómo mis coetáneos se han transformado en personas mucho menos interesantes y no entiendo cómo aguantan que sus vidas sean tan sosas. Con quienes mejor me llevo es con gente que piensa como yo, sin importar la edad que tengan; santo remedio.
En otras palabras, tengo los síntomas. Pero como no puede llegar uno a una clinica así nada más con que “Doctor, ¿qué medicina puedo tomar para mi neotenia? ¿Es muy peligroso? ¿Cuánto tiempo me queda?” o algo así, intento arreglármelas lo mejor que puedo; y lo mismo, creo yo, le ocurre a mis amigos contagiados de lo mismo.
Cuanto más envejecemos, más importante es no actuar de acuerdo a nuestra edad.
(Les debo el autor de esta frase sacada de mi libro de citas, ahora traspapelado; lo corregiré más tarde).
El mundo ya no es lo que era, pero si hay algo que no cambia, es que una persona pasa, a lo largo de toda su vida, por diferentes clases de presión. La más común, y la más ingrata, es aquella que pretende que alguien se meta a la fuerza en un molde en el que no encaja, y que se adapte a una situación con la que no está conforme. Se supone que esto ocurre nada más en la adolescencia, pero no es verdad; ni la infancia ni la edad adulta se salvan. Aunque los patrones sean distintos con las épocas, el hecho es que cada generación tiene su propia y a veces descabellada idea de lo que se tiene que hacer para formar parte de un grupo social; y el punto en común podría ser que se requiera el sacrificio de la propia personalidad. Nunca entenderé por qué los seres humanos, que compartimos con Dios la chispa de la creatividad, seguimos tan aficionados a la producción en masa.
Hay niños a quienes no les gustan las cosas de niños; hay adultos que detestan las cosas de adultos. Si cada quien tuviera libertad de escoger lo que mejor le pareciera en el momento que quisiera, ¿qué ocurriría? Me imagino que el mundo se descompondría un poco, pues, según muestra la historia, para que haya progreso hace falta gente insatisfecha. Pero tal vez las personas en general serían más felices, y en lugar de rechazar lo que alguna vez fueron o desearon ser, lo acogerían en su corazón y mostrarían, con orgullo, los resultados. Por supuesto, envejecerían menos rápido.
Creo que esta especie de vida extra acumulada es uno de los efectos secundarios más reconfortantes de la neotenia, y así lo podemos observar en algunos famosos pacientes de la enfermedad. La escritora Tove Jansson, que hasta los setenta y tantos años jugaba carreritas en la playa, conservó su afición de construír casitas de muñecas desde la infancia; la imaginación del diseñador de videojuegos Shigeru Miyamoto viene del tiempo que pasaba haciendo laberintos de tuberías en su jardín; recuerdo cuánto me impresionó que el historietista Will Eisner, antes un joven lleno de esperanzas en un mundo hostil, era, apenas unos años antes de su muerte a los casi noventa, cualquier cosa menos anciano, y que su rostro reflejaba a la perfección una línea de aquel poema de Lord Byron (tell of days in goodness spent).
No soy la única que piensa así. En un capítulo de su libro El caballo salvaje agazapado bajo la estufa (en serio, así se llama), el escritor alemán Christoph Hein describe algo parecido en una conversación con uno de sus personajes, Jakob Borg, un chico medio nerd que o bien tiene una imaginación muy activa, o bien, y eso es por lo que se inclina el autor, ha pasado por las aventuras más complejas y extraordinarias.
Jakob se queja del comportamiento adulto y el autor le hace una sorprendente revelación: que TODOS los adultos fueron, alguna vez, niños. Aunque Jakob halla esto muy difícil de creer, ambos concluyen que a los adultos les haría bien llevar consigo algo que les recordara su infancia. El párrafo que viene a continuación muestra el fin de la plática.
- A lo mejor bastaría - dijo [Jakob] por fin - si las personas mayores riesen o llorasen con más frecuencia. Por desgracia, muchos han olvidado que fueron, una vez, niños. Eso es muy malo. Por eso no pueden entender a los niños. Se enfadan y hablan con ellos de mal humor. Estos adultos siempre están con: “Haz esto, haz aquello. Deja eso. Calla de una vez”. como si se pudiera tratar con niños igual que con perros.
Jakob calló y se quedó mirándome. ¿Pero qué podía yo decir? Tenía razón. Existen adultos de este tipo. Aunque, por fortuna, también hay otros. Aquellos que no han olvidado que fueron un día niños. Y estos son las personas más simpáticas. Cuando uno hace alguna trastada o algún disparate, se echan a reír y dicen: “No tiene importancia. Eso le pasa a cualquiera. Los trozos rotos traen suerte”. Y a lo mejor cuentan algo de la época en que eran pequeños.
Christoph Hein, El caballo salvaje agazapado bajo la estufa
Los adultos, había dicho Hein un poquito antes de meter entre los neoténicos a Albert Einstein, fueron alguna vez valientes y miedosos, como Jakob y sus amigos. Y tal vez se sintieron muy solos. O presenciaron milagros. Al crecer, todo ello se les fue olvidando. Y así fue como dieron el primer paso hacia la decrepitud.
debes por sobre todas las cosas ser feliz y joven
Pues si eres joven cualquier vida que lleves
te sentará bien
le sentarás bien a cualquier vida que te lleve.
Leí alguna vez que las damas del siglo XIX o algo así gustaban de fingir enfermedades y se pintaban ojeras y palidez, según eso para llamar más la atención. De igual forma, por supuesto que he visto neotenia falsa, y la verdad es que las más de las veces me parece ridícula. Como cuando el actor Harrison Ford, pasados los sesenta, decidió perforarse una oreja nomás porque le había entrado la idea de casarse con una mujer fea y flaca que podría ser hija suya. O cuando, en una obra de teatro, dos adultos que representaban a niños creían que para ser convincentes tenían que usar pantalones cortos, hablar a grititos y en pausas, y caminar arqueando las piernas.
Las características larvarias que forman parte de la neotenia auténtica no consisten en hacerse pasar por alguien más joven y lanzarse de pescuezo a comportamientos inmaduros; lo que ocurre, más bien, es lo mismo que uno puede ver en la novela de Michael Ende La Historia Interminable; la Emperatriz Infantil, soberana de Fantasía, no parece una niña; se nos describe como una persona sin edad. La misma impresión he tenido cuando me encuentro a una abuelita que juega con sus nietos en el parque, a una mamá que sostiene conversaciones de igual a igual con sus hijos, a un papá que le ayuda a su niño pequeñito a sostener un control de Wii. El brillo en los ojos de esas personas (y de todos quienes hacen lo que quieren sin que su edad sea un estorbo) es inequívoco.
La enfermedad, por supuesto, tiene sus efectos secundarios, y hay que resignarse, porque al menos hasta donde llega mi experiencia, al librarse de ella sale peor el remedio. De nada sirve que le quiten a un adulto su síndrome de Peter Pan si al final lo dejan hecho un anciano gruñón y achacoso.
La neotenia está lo suficientemente extendida para garantizarle al mundo un poco de alegría, y qué bueno. Pero yo en lo personal no sé qué hacer con la mía. Por ahorita, como soy come-años y tengo buenos genes (mi fabuloso padre acaba de cumplir ochenta, y no se le notan por ningún lado), la cosa no me preocupa tanto, pero no tengo idea de en qué situaciones absurdas me voy a meter una vez que la apariencia de mayor edad comience a alcanzarme (ya empezó: hace unos días descubrí a uno de mis colegas del trabajo, mucho más joven, que le echaba miraditas extrañas a la nueva revista de entretenimiento pop, videojuegos y animación japonesa PiQ que me llevé a leer al salón de maestros).
Santo remedio. Supongo que acabaré por tomar la misma decisión que mis ídolos neoténicos, Eisner, Miyamoto, tantos más: hay llevar la vida que lo ha hecho a uno feliz. En un mundo lleno de maravilas por descubrir y explorar, hay mejores cosas que hacer que preocuparse por cómo lo miran a uno por estar cargando con un Nintendo DS.
En verdad os digo que si no os hacéis otra vez semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos.
Evangelio de San Mateo