domingo, octubre 18, 2009

Un poco con amor, un poco con verdad (carta abierta)

Image Hosted by ImageShack.us

T. y yo hace un par de años, junto a la casa de mis papás. A las flores que aparecen como marco de la fotografía las conocen en todo el mundo como Cosmos; me las encontré, cultivadas, en el parque del Arzobispo en Dublín, pero crecen silvestres en la tierra nativa de mi mamá, donde, por cierto, se llaman mirasoles.


Mi chaparrito:

No tienes idea de lo que me está costando poner todo esto en palabras. Principalmente, creo yo, porque tú y yo jamás cruzamos palabra; yo era la que los pronunciaba a la hora de mimarte o regañarte. En fin, espero que ahora los secretos del habla humana se te hayan revelado y puedas entender esto, donde quiera que estés, y que no te moleste que lo esté haciendo más bien a manera de desahogo, y en público. Me haces mucha falta y me sigue doliendo tu ausencia, pero quiero recordarme todo lo que tengo por agradecer a Dios que te envió conmigo. Y de paso contarte dos que tres cosas que a lo mejor no sabes.

Fíjate que todo comenzó cuando yo era preadolescente y más irresponsable, y conocí a tu mamá en una feria. Era jovencita y salvaje, pero me encantó que fuera conmigo cuando la llamé. Su dueño era un señor muy bueno, amigo de mi papá, y me dijo que no podría vendérmela, pero que cuando tuviera bebés me regalaría uno. Yo pensé que lo hacía por cortesía. Pasó el tiempo, y un día me llamó para avisarme que ya estabas en la panza de tu mami y que te llevarían a nacer a la casa de mi abuelita. Comencé a dar brincos de puro gusto. Yo no sabía si ibas a ser niño o niña, pero igual te empecé a querer. Como tosco agradecimiento, le hice al dueño de tu mamá un dibujo, bastante feo por cierto, de un unicornio con una mariposita en la nariz. Pensaba en ti como mi unicornio particular.

¿Te acuerdas la primera vez que nos vimos? Tenías semanas de edad, estabas arqueado, flaco, y sólo querías estar junto a tu mami. No me dejaste acercarme lo suficiente, pero logré estirar el brazo y acariciarte el lomo. ¡Eras tan pequeñito, pero tus patas se veían tan largas! Y eras chico. Patitas tiesas, lomo arqueado... te ibas a llamar T. porque dabas la impresión de letra tolkieniana. Supuestamente ibas a medir como dos metros de altura y tener el pelo rojo con crin y cola blancas. Pero te quedaste bajito (tu dueña de metro y medio no iba a protestar al respecto) y amarillo. Igual, estabas hermoso. Y, sobre todo, eras mío.

¿Qué tal la primera vez que te echaron un lazo? Te espantaste tanto que te pusiste a brincar como venadito. Después que dejaste de saltar, el señor que te había capturado comenzó a darte latigazos en la cara, para quebrar tu voluntad. ¿Recuerdas que corrí a defenderte? Me acerqué como pude, te puse la mano en el hociquito y te hablé suave hasta que te tranquilizaste. No estaba segura de que fuera a funcionar. Me dijeron más adelante que desde ahí comencé a echarte a perder, pues nunca toleraste bien los golpes. No me importó la gran cosa. Lo único que quería era que nadie volviera a pegarte.

¿Te molestó cuando te pusieron la silla y el freno? Yo estaba consciente de que así sería y estaba tratando de hacértelo fácil: el bozal más blando, el suadero más esponjoso... Cuando salté a tu lomo por primera vez, aunque no quería que nadie se diera cuenta, estaba muerta de pánico. ¿Qué pasaría si me fueras a rechazar? No era la caída lo que me daba más miedo, sino la posible humillación, el creer que todo estuviera bajo control y equivocarme. Pero sólo diste un respinguito. Se suponía que yo tenía que mostrarte quién mandaba. Acabé convenciéndote de que te quería y que por eso teníamos que trabajar en equipo. Pero igual se me pasó la mano. Contigo las espuelas estaban fuera de toda consideración y la fusta servía para espantarte las moscas.

Nunca aprendiste a seguirme sin cabestro, que era lo que yo quería (me gusta que los caballos me sigan); insistías en caminar junto a mí, lado a lado, como si fuéramos una pareja de novios, y querías que me recargara en tu cuello. Pero poco a poco conseguí enseñarte a caminar de lado, para estacionarte junto a piedras altas, cercas y vehículos, para facilitarme la subida y la bajada.

Qué cómico, cuando te mudaste al campo. Llegaste con tus modales citadinos: dormir en cama de paja, comer estrictamente de recipientes, jamás de los jamases (y esto no lo superaste) meter las pezuñas en el lodo. Pero te adaptaste rápido y pronto hiciste amigos. Yo quería que estuvieras con ellos mucho tiempo, para que no me extrañaras cuando estuviera lejos (lo que ocurriría con frecuencia pues igual mi vida estaba hecha en la ciudad y no en el campo), pero un día que preferiste andar con tus amigos y no conmigo, me enfadé muchísimo. Eras joven y juguetón, y no siempre me tomabas en serio.

¿Te gustaba cuando te llevaba a comer sorgo al viejo corral del mezquite? Ese lugar ya no existe; se fraccionó y vendió, pero como si fuera ayer me acuerdo que te veía, tragando como loco en la hierba alta, mientras yo segaba y segaba el forraje. El sol que me daba en toda la cara (oh, mis odiosas pecas). Y tú con el pelo brilloso, como espejo.

¿Y la vez que nos perdimos? Buscábamos el camino por detrás del cerro al rancho del nogal; habíamos ido para allá una vez, pero ya sabes que mi sentido de la orientación jamás funcionó. Nos dieron las diez de la noche a campo traviesa y sin saber para dónde dirigirnos. Finalmente, con la cola entre las patas (literal, en tu caso) tuvimos que buscar la carretera para retornar al pueblo de mi mamá. Qué miedo, con todos los automóviles que pasaban junto a nosotros y nos echaban la luz de los faros. Debimos haberles parecido fantasmas. Y cuando por fin conseguimos entrar por un callejón oscuro, unos chiquillos te arrojaron piedras para que te asustaras. Tú nada más te sacudiste, pero conservaste la serenidad. Cuando una de las piedras me dio en el muslo, hice lo propio. Quería estar a tu altura.

¿Y aquel día que pasamos más de doce horas juntos? Teníamos que ayudarle a mi papá y a otros vaqueros en el trabajo: había que mover varios rebaños de cerro en cerro, a diferentes potreros. Cuando alcanzamos la cima del sitio aislado que se llama la montosa, mi papá nos dijo que esperáramos, porque los animales andaban en terreno escarpado y tú para variar no traías herraduras. Podíamos descansar, siempre y cuando estuviéramos al pendiente de que las vacas, al llegar en tropel, no se alejaran; como mi papá se estaba tardando, me bajé de tu lomo, te quité el freno y mientras tú te dedicabas a tu pasatiempo favorito de mordisquear el pasto me puse a recoger frutos de roble y juguetear con las piedras.

Había tanto silencio... sólo el viento entre las copas de los árboles. Como música. Me puse a platicar contigo, como siempre que nos quedábamos a solas. Probablemente a ti no te interesaba lo más mínimo lo que tuviera que decirte, pero me di cuenta de que estabas atento a mis movimientos, sobre todo cuando te encontré un sabroso tesoro: una roca cubierta de materia salina. Al oír el sonido de casi un centenar de pasos, los dos levantamos la cabeza; todo el montón de reses corriendo hacia nosotros. Y justo entonces se te ocurrió que no querías que te pusiera el freno. ¡Aghhh! Apenas conseguimos atajar a las vacas.

Aquella vez el trabajo duró más que de costumbre; ya eran casi la medianoche y seguíamos en la cima de la montaña más alta de los alrededores. Éramos siete parejas de caballos y jinetes; tú y yo los más jóvenes. Tendríamos que regresar por un camino que ninguno de los dos había transitado antes: oscuridad y barrancas a los lados, demasiado lejos de la civilización como para descartar la presencia de serpientes y tal vez pumas y jabalíes. Fue emocionante descubrir, de un momento a otro, las luces del rancho por un ángulo imprevisto. Llegamos cubiertos de sudor y tierra; de recompensa, baño para mí, cepillado para ti y una rica cena para los dos. Aquel fue uno de los días más largos de mi vida, pero ahora que lo veo a distancia, también uno de los más dichosos.

¿Por cuántas cosas más no pasamos? Imposible escribir sobre todas. Igual me consolaste cuando falleció mi abuelita, me protegiste en los terrenos peligrosos, vigilaste que nadie se acercara cuando me iba a bañar a mi rincón preferido del arroyo.

Al poco tiempo de casarme, llevé a mi esposo a conocerte: tenía las perversas intenciones de conseguir, contigo, que le perdiera el miedo a los caballos. ¿Te acuerdas? Cuando te acercaste a saludar él dio un paso atrás, y cuando te lo presenté como tu papá, me gruñó. Pero tú fuiste amistoso y amable con él; hasta le permitiste , inaudito, que te desorderara la crin. Un rato después él se sentía tan cómodo contigo que me dijo: “Tómame una foto con mi llama”. No te preocupes; él es así; le gusta decir tonterías. Ese día nos transportaste a los dos; él a grupas, yo conducía. Después lo llevaste a él solo.

Ah, cuando las cosas comenzaron a estar mal... Perdí mi empleo de planta, y eso significó que no podría ahorrar, y tendría que trabajar también los veranos para subsistir. Eso me acortó más y más mi tiempo de escapadas contigo. Pero me conformaba con recibir noticias tuyas. Siempre que te visitaba, querías dormir junto a la ventana de mi cuarto. Ojalá hubieras sido un gatito o un perrito, para poder ponerte a los pies de mi cama; tal vez te hubiera hecho más feliz.

¿Quién de los dos fue el primero en sufrir los achaques de la edad? Casi seguro que yo; cuando el mal comenzó a fastidiarme, tu seguías tan campante. Pero fue na verdadera tragedia el que mi descontrol de peso coincidiera con tu diagnóstico de artritis. Mis kilos de más, tus articulaciones de menos; ¿qué rayos nos estaba pasando?

No podías sostener el galope; me contaron que comenzabas a cojear apenas te calaban la silla. Algo extraño ocurría, sin embargo, cuando te iba a visitar: tu cojera desaparecía misteriosamente y no dabas señales de molestia si era yo quien te montaba (se hizo más frecuente tu manía de doblar el cuello para verificar quién era tu jinete); no creía que estuvieras enfermo. De hecho, si me veías acercarme, levantabas la cabeza y te ponías a caminar con la misma gracia de toda la vida. ¿Te estabas haciendo el fuerte conmigo? Probablemente. Y, ¿cómo iba a ser yo menos? Cada gramo que bajé desde entonces fue en tu honor.

¿Recuerdas la última vez que nos vimos? Era una noche de abril o mayo, y nos encontrábamos lejos de cualquier sitio con luz eléctrica, así que el cielo estaba repleto de estrellas que no se alcanzan a ver jamás en los centros urbanos.

Como siempre, nos encontrábamos en absoluto silencio; yo estaba sentada en una piedra solitaria, y tú me dabas topecitos con la cabeza en la espalda, los hombros y las rodillas. Quiero pensar que ahora tendrás toda esa extensión, así como se ve desde la tierra, para correr, sin que te duelan las coyunturas, y que las estrellas son mirasoles como los que te gustaban. Y tal vez que un mensajero celestial te dé cubitos de azúcar en mi nombre. Y que te bastarán por un rato las despedidas y besitos dei aquella vez, porque, confía en mí, esto no es más que un hasta luego.

Si consigo trabajar lo que se debe para hacerme un espacio en la otra vida, y ser lo suficientemente buen ser humano como para atreverme a solicitar el paraíso personal que siempre quise (una copia del hogar de mi abuelita como era hace muchos años, lleno de todos los gatos que he amado alguna vez) voy a asegurarme de pedir también una amplia pradera y una cuadra llena de paja suavecita. Espérame un poco más y si Dios quiere nos vamos todos a casa.

Cuídate, y procura, mientras tanto, aprender lenguaje humano.

Te quiere mucho,

Tu mami.

5 comentarios:

Arc dijo...

Gracias por compartir ese mensaje tan íntimo para T con nosotros; cuando pequeño, los caballos me ayudaron mucho a forjar mi carácter: al tener que cabalgar a un animal que siente tu estado de ánimo, desarrollabas mucha empatía bidireccional debido a que los ponían nerviosos jinetes con miedo, con ira y otros sentimientos negativos.
Todos los animales de rancho y de granja son fascinantes, pero con pocos debes aprender a trabajar con tal sincronía.

Me da mucho gusto que hayas tenido un amigo y un guardian como lo fue T.
Soy de la idea que si todos pasaramos una temporada obligatoria en una zona natural no urbanizada, seríamos más capaces, tendríamos más herramientas para poder llevar vidas sanas y completas.

Eres una persona increible: es un honor haberte podido conocer.

Lo mejor para T, donde sea que se encuentre.

Kitsune dijo...

T_T

Qué carta más bonita! Los amigos merecen ser recordados así, aunque no sean de nuestra especie.

De algún modo no pude dejar de pensar en “Fuera de programa” de Tario
:P

Raven Lausleahleahhann dijo...

Bendiciones para T, que seguro está muy contento donde quiera que se lo hayan llevado los angelitos de los caballos.

Anónimo dijo...

Un abrazo y ya sabes quee los que aun estamos aqui te queremos nechan.
Animo y ya nos veremos.

Aisling dijo...

Gracias a todos por comentar, en especial en este post, que ha sido tan difícil.

Arc: Estoy de acuerdo contigo... un caballo es tan empático que se da cuenta inmediatamente del estado de ánimo de su jinete (y viceversa). Una de las múltiples razones por la que detesto las corridas de toros es por lo que le hacen ahí a los caballos. Los rejoneadores (de acuerdo con mi hermana en que esta profesión es la más marica del universo) arriesgan a su animal para lucirse, y los caballos de los picadores aguantan golpes que nunca merecieron.

Kit: ¿"Fuera de programa"? Je, je, je... tampoco tampoco... ;D Ahora que me la pienso, si hubiera nacido yegua ni de loca hubiera andado con mi T... imagínate, un hombre caprichudo, sibarita y consentido que no pensara más que en comer... Je, je, je... no quiero imaginarme cómo terminaríamos.

Raven: Muchísimas gracias. Un abrazo.

Alphanubis: Abrazos igualmente, gracias y cuídate mucho.

Creative Commons License
La casa de Aisling by Laura Michel is licensed under a Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Derivadas 2.5 México License.