Hace unos días, me encontré un ejemplar de la Gaceta, un periodiquito de la Universidad de Guadalajara que suelen regalar, entre otras partes, dentro del periódico Mural, los cines Lumiére locales y la librería del Fondo de Cultura Económica. Me llamaron la atención dos asuntos en portada: un artículo sobre la compra de ropa en mercados de pulgas (un pasatiempo favorito que le ha dado a mi ropero prendas de diseñador) y otro sobre la literatura infantil.
Éste último venía acompañado de dos columnas más, y tenía el tentador título de “Salvemos a los monstruos” y el subtítulo, no menos interesante: “Literatura: ¿infantil o infantilizada?”. Me entusiasmó ver que el autor del artículo era un viejo conocido, Víctor Pazarín, del que no había vuelto a saber en años, y de inmediato comencé a llenarme de ideas: “Sí, sí, por favor, que los monstruos sean monstruos. Que los vampiros dejen de ser metrosexuales, que los dragones sean feroces, que los hombres lobo den miedo”. Pero el artículo resultó una gran decepción; el autor no sale de que los cuentos de hadas originales eran tremendos y que Disney los ha hecho mucho más inofensivos; eso ya lo sabíamos. Y si uno se preguntaba qué tan bien informado estaría al respecto (y supongo que eso tampoco habla tan bien de la Gaceta), en el artículo se habla dale que dale de los hermanos Green (?).
Alguna vez, también por las fechas del día del niño, les comenté algo sobre que los chavitos de hoy se encontraban sobreprotegidos, y sigo pensando lo mismo. Por varios ángulos. Hasta por el lado de la ficción. La Semana Santa pasada me puse a releer un clásico que me había aventado por primera vez a los nueve o diez años: Corazón de Edmondo de Amicis. La verdad ya no me acordaba de lo crudo, dramático y difícil que es el condenado libro; yo misma me pregunté cómo era posible que mis papás me lo hubieran soltado (al Capitán le dieron el suyo a una edad similar, así que supongamos que era la costumbre), y momentos después se me ocurrió que probablemente los padres de ahora se horrorizarían si lo leyeran. Mucha de la literatura infantil de nuestros días se ha hecho facilona (para evitarle a los chicos el esfuerzo de pensar), o se ha purificado de sangre, miedo y consecuencias.
La costumbre se nos ha contagiado a los adultos también; el horror de Pazarín se enfoca, en su artículo, a los cuentos clásicos. Lo cito textual: “A riesgo de yo mismo parecer moralista, se podría decir que los clásicos infantiles nos han acostumbrado (a) mirar el dolor ajeno y nos han “ayudado” a mirar casis sin sentir lo que le acontece a los otros. Quizás esas historias fueron confeccionadas por la tradición para infundir el temor necesario para que los niños se comporten bien y sepan que hay un extremo límite al cual cada uno podemos llegar”.
¿Mirar el dolor ajeno sin sentir nada? ¿Educar con base en el temor? Me temo que el señor pierde un poco el tino, y a lo mejor podemos echarle la culpa a Disney, a quien Pazarín no ataca con las armas adecuadas (ni siquiera de frente, pues).
Cuando menciona el triste, muy triste cuento de La vendedora de cerillos, lo pone como un ejemplo de pobreza extrema y desdicha; la luz del cerillito no representa, como dice, la “esperanza de sobrevivir” que la pobre niña tiene en medio del frío. En todo caso, no más allá del primer cerillo, donde ella se da cuenta de que esa cajita que trae le permite ver cosas maravillosas. La última es su abuelita ya fallecida, y ella se gasta todos los cerillos para que no desaparezca como todas sus otras visiones. “¡Llévame contigo, abuelita!”, le pide, y su deseo se cumple. Al final del cuento, copio del artículo: ‘¡Quiso calentarse!’, dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo”. Nadie lo supo; ni siquiera Pazarín.
No sé de cuándo acá, sobre todo en la literatura infantil y juvenil, la muerte se ha convertido en tragedia vacía. Ya me estaba empezando a oler mal el asunto cuando Disney hizo su ridícula adaptación del mito de Hércules y pusieron de villano al dios del inframundo, Hades. ¡Ay, Hades, el más decente de los dioses mayores del Olimpo, el que nunca le puso los cuernos a su mujer, el que no se metía donde no lo llamaban! Curioso que en la reciente porquería de remake de Furia de Titanes se repitió el asunto, y algo se hizo en Percy Jackson (si hay tiempo después platicaremos de esto).
“Quizás nuestros prejuicios y miedos nacieron al escuchar las historias de Andersen, los Green (sic) y Perrault”, concluye Pazarín. No, respondería Chesterton; nuestros prejuicios y miedos ya estaban ahí, pero la función de los cuentos de hadas es precisamente darnos armas para enfrentarlos.
Por favor regálenme sus comentarios y opiniones al respecto. Para descargar el artículo de la Gaceta (y de paso leer los equívocos que otro autor, Cristian Zermeño, se avienta sobre Jonathan Swift), hagan click aquí.
Feliz día del niño. Por cierto, ¿alguien sabe quiénes son los hermanos Green?
Éste último venía acompañado de dos columnas más, y tenía el tentador título de “Salvemos a los monstruos” y el subtítulo, no menos interesante: “Literatura: ¿infantil o infantilizada?”. Me entusiasmó ver que el autor del artículo era un viejo conocido, Víctor Pazarín, del que no había vuelto a saber en años, y de inmediato comencé a llenarme de ideas: “Sí, sí, por favor, que los monstruos sean monstruos. Que los vampiros dejen de ser metrosexuales, que los dragones sean feroces, que los hombres lobo den miedo”. Pero el artículo resultó una gran decepción; el autor no sale de que los cuentos de hadas originales eran tremendos y que Disney los ha hecho mucho más inofensivos; eso ya lo sabíamos. Y si uno se preguntaba qué tan bien informado estaría al respecto (y supongo que eso tampoco habla tan bien de la Gaceta), en el artículo se habla dale que dale de los hermanos Green (?).
Alguna vez, también por las fechas del día del niño, les comenté algo sobre que los chavitos de hoy se encontraban sobreprotegidos, y sigo pensando lo mismo. Por varios ángulos. Hasta por el lado de la ficción. La Semana Santa pasada me puse a releer un clásico que me había aventado por primera vez a los nueve o diez años: Corazón de Edmondo de Amicis. La verdad ya no me acordaba de lo crudo, dramático y difícil que es el condenado libro; yo misma me pregunté cómo era posible que mis papás me lo hubieran soltado (al Capitán le dieron el suyo a una edad similar, así que supongamos que era la costumbre), y momentos después se me ocurrió que probablemente los padres de ahora se horrorizarían si lo leyeran. Mucha de la literatura infantil de nuestros días se ha hecho facilona (para evitarle a los chicos el esfuerzo de pensar), o se ha purificado de sangre, miedo y consecuencias.
La costumbre se nos ha contagiado a los adultos también; el horror de Pazarín se enfoca, en su artículo, a los cuentos clásicos. Lo cito textual: “A riesgo de yo mismo parecer moralista, se podría decir que los clásicos infantiles nos han acostumbrado (a) mirar el dolor ajeno y nos han “ayudado” a mirar casis sin sentir lo que le acontece a los otros. Quizás esas historias fueron confeccionadas por la tradición para infundir el temor necesario para que los niños se comporten bien y sepan que hay un extremo límite al cual cada uno podemos llegar”.
¿Mirar el dolor ajeno sin sentir nada? ¿Educar con base en el temor? Me temo que el señor pierde un poco el tino, y a lo mejor podemos echarle la culpa a Disney, a quien Pazarín no ataca con las armas adecuadas (ni siquiera de frente, pues).
Cuando menciona el triste, muy triste cuento de La vendedora de cerillos, lo pone como un ejemplo de pobreza extrema y desdicha; la luz del cerillito no representa, como dice, la “esperanza de sobrevivir” que la pobre niña tiene en medio del frío. En todo caso, no más allá del primer cerillo, donde ella se da cuenta de que esa cajita que trae le permite ver cosas maravillosas. La última es su abuelita ya fallecida, y ella se gasta todos los cerillos para que no desaparezca como todas sus otras visiones. “¡Llévame contigo, abuelita!”, le pide, y su deseo se cumple. Al final del cuento, copio del artículo: ‘¡Quiso calentarse!’, dijo la gente. Pero nadie supo las maravillas que había visto, ni el esplendor con que, en compañía de su anciana abuelita, había subido a la gloria del Año Nuevo”. Nadie lo supo; ni siquiera Pazarín.
No sé de cuándo acá, sobre todo en la literatura infantil y juvenil, la muerte se ha convertido en tragedia vacía. Ya me estaba empezando a oler mal el asunto cuando Disney hizo su ridícula adaptación del mito de Hércules y pusieron de villano al dios del inframundo, Hades. ¡Ay, Hades, el más decente de los dioses mayores del Olimpo, el que nunca le puso los cuernos a su mujer, el que no se metía donde no lo llamaban! Curioso que en la reciente porquería de remake de Furia de Titanes se repitió el asunto, y algo se hizo en Percy Jackson (si hay tiempo después platicaremos de esto).
“Quizás nuestros prejuicios y miedos nacieron al escuchar las historias de Andersen, los Green (sic) y Perrault”, concluye Pazarín. No, respondería Chesterton; nuestros prejuicios y miedos ya estaban ahí, pero la función de los cuentos de hadas es precisamente darnos armas para enfrentarlos.
Por favor regálenme sus comentarios y opiniones al respecto. Para descargar el artículo de la Gaceta (y de paso leer los equívocos que otro autor, Cristian Zermeño, se avienta sobre Jonathan Swift), hagan click aquí.
Feliz día del niño. Por cierto, ¿alguien sabe quiénes son los hermanos Green?