Estuve trabajando, entre finales del año pasado y principios de éste, en la elaboración de un cierto número de programas para una universidad de Guadalajara (no donde trabajo, ni tampoco de donde me gradué). Hacía ya mucho que no me dedicaba a esta clase de actividades, mucho más pacíficas que las prisas, las situaciones inesperadas y la improvisación al momento que implica dar clase; pero solía disfrutarlas porque donde y como mejor trabajo es en silencio y al ritmo de mis propias melodías mentales, y porque me lleva con pretexto a uno de mis lugares favoritos: las bibliotecas.
No tengo nada en contra de la investigación por internet, pero a mí me sigue haciendo falta rodearme de libros para inspirarme. Lo malo, descubrí hace algunos meses cuando, después de más de diez años de contar para estos menesteres con una biblioteca universitaria no perfecta, pero más o menos decente, es que Guadalajara, mi pobre, pobre ciudad, es mucho menos amante de los libros de lo que podría esperarse de la sede de la Feria literaria más grande de Latinoamérica. Horarios limitados, períodos vacacionales excesivos y la imposibilidad de lllevarse los libros a casa... todo eso parece hecho como para dificultar las cosas. Pero bueno, una vez superado, una servidora pensó que todo lo demás sería pan comido.
Aquí les presento una crónica de lo que ocurrió el último día que fui en busca de material para mis programas (de literatura mexicana esta vez, para ser exactos) a la biblioteca Iberoamericana de Guadalajara (ver foto).
Jueves, 8 de enero de 2009
Entrar a la biblioteca me llena, como siempre, de una gran felicidad. La Iberoamericana es relativamente pequeña, pero las paredes de sus dos recintos están, del piso al techo, recubiertas de libros. Tiene una impresionante sala para jóvenes con material mucho más cuidado y nutritivo (de ciencia ficción y fantasía) que el que se encuentra en su hermana mayor de oficio e institución, la biblioteca estatal Juan José Arreola.
Como siempre, los primeros dos minutos me la paso contemplando la belleza del edificio (solía ser un templo) y llenándome los pulmones de ese aroma peculiar de silencio y cantera. Por pura costumbre meto las manos a las fuentecitas que en algún otro tiempo contenían agua bendita, y hasta el polvillo acumulado ahí me agrada.
Pero bueno; aquí vengo a trabajar, así que manos a la obra. En dos patadas averiguo dónde está la sección de literatura mexicana: se encuentra por encima de unos tapancos de madera (en la foto, a mano izquierda) y hay que caminar de ahí hasta las mesas de trabajo, en la planta baja, pasando por escaleras de metal. Lo único que busco son datos bibliográficos para terminar y complementar mi programa, así que ni el tapanco ni las escaleras me preocupan la gran cosa. De un humor inmejorable y en el mismo estado de fascinación, escalo, y como una reina desfilo por el estrechísimo pasillito alfombrado; y comienzo a llenarme los brazos de libros: dos, cuatro, seis; todos los que pueda cargar, todos los que presiento que me van a servir y que me llevaré a una de las mesas de abajo a revisar, uno por uno.
Entonces se me acerca un señor de los que trabajan en la biblioteca. Jamás lo vi llegar.
- No se puede hacer eso - me dice.
- ¿Hacer qué...?
- Sacar todos esos libros.
- Pero... es que todos los necesito.
- Solamente se permiten dos libros por usuario - me reprende el señor, y se dispara a darme una explicación de por qué esa medida es lo mejor para mantener el control de la biblioteca. Su aliento es una mezcla fermentada de cigarro, alcohol y comida echada a perder, y por eso quisiera que se callara de una vez. Me atrevo a comentarle que sólo estoy sacando una bibliografía.
- Entonces - le pregunto -, ¿qué hago con todos estos libros que saqué?
- Déjemelos aquí, y vaya bajándolos de dos en dos a su mesa.
- ¿De dos en dos...? - de pronto, el camino de ida y vuelta al tapanco se me hace muy, muy largo -. Entonces, ¿cada vez que necesite algo tengo que volver a subir y bajar?
- Así es.
Y de golpe me atreviesa, como espetón, la idea de que tal vez no será suficiente la mañana completa que he reservado a mi trabajo.
Arriba, abajo, arriba, abajo. Me tardo más en ir por los libros que en revisarlos, descartarlos o anotar lo que me falta. Varias decenas de metros después ya he terminado con mi pila inicial. Pero falta. Tomo más libros que me parecen interesantes, siempre de dos en dos. Arriba, abajo, arriba.
Después de varias vueltas en las que el número de libros útiles que he bajado no llega ni a la mitad del total, comienzo a desesperarme. ¡Cómo he sido tonta!, pienso. ¿Por qué no se me ocurrió revisar los libros antes de bajar con ellos para ver si me van a servir o no? Bueno, más vale tarde que nunca. Lo voy a hacer.
Frente a un estante, abro un libro que me parece prometedor, pero como en realidad no es lo que estoy buscando, con cuidado lo devuelvo a su lugar. No han pasado ni cinco segundos cuando ya tengo a otro empleado de la biblioteca (esta vez una señora) encima.
- Oiga - me dice -, no se puede hacer eso.
- ¿Hacer qué?
- Regresar los libros a los estantes.
- ¿Pero por qué no...? - estoy a punto de llorar.
- Porque luego los usuarios los desacomodan.
- Pero si lo acabo de sacar... ¿entonces qué hago con él?
- Tiene que llevar el libro al piso de abajo, a su mesa.
El desaliento, como boa constrictor, me aprieta todo el cuerpo.
-Es que he estado bajando varios libros que no me funcionan... estoy haciendo una bibliografía.
La señora no parece haberme oído.
- Los usuarios no se fijan donde dejan los libros - dice -. Vea por ejemplo éste - y me muestra un libro de cuentos que estaba embutido en el área de novelas.
- Pero, ¿como voy a saber si un libro es lo que busco?
- Pues para eso tenemos una base de datos por computadora - y algo en la mirada de ella se llena de orgullo -. Usted la consulta, anota la localización y viene por sus libros.
- Ya, ya consulté la base por internet - respondo -, pero nada más vienen los títulos.
- Pues ya con el título se da cuenta.
- No; necesito ver los libros. Por dentro - protesto, y tomo de sus manos el libro desacomodado; es Mujeres de ojos grandes, de Ángeles Mastretta -. Imagínese, si no conozco este libro, ¿de qué voy a creer que se trata? ¿De anatomía?
La señora parece conmovida (algo) y me sugiere que tire un poco de cada libro en su estante para ver la portada y la contraportada. Pero como se nota que esa solución no la ha convencido ni a ella, se va, y regresa tras apenas dos minutos de demora para informarme que habló con su superior y que ahora puedo hojear los libros (eso sí, sin desacomodarlos) y bajarlos de tres en tres. El acuerdo, por el momento, me parece maravilloso. Quisiera besarle los pies a la señora.
- Y si alguno de mis compañeros le dice algo -me recomienda -, dígale que está haciendo una biografía.
- Bibliografía.
- Eso.
De nuevo, aunque con más alivio, emprendo la tarea de bajar, subir, bajar. Una, dos , cuatro, ocho veces más. Desde mi mesa en la parte baja del recinto observo a la señora, que en el tapanco donde acabo de estar acomoda pacientemente los libros. Se me ocurre la idea de una buena acción y, en lugar de dejar los libros que no necesito en el taburete destinado a recibirlos, subo de vuelta con ellos y se los doy. Ella lo agradece con ojos de borrego. Comienzo a imaginar que es una amante de la literatura, conocedora de cada recoveco de este hermoso lugar; que lo disfruta tanto como yo.
En alguno de los libros que voy hojeando encuentro mi nombre; en otro, el del Capitán. Me da una punzadita de autocomplacencia tierna y quiero que la señora se me acerque una vez más para poder decirle: "Mire, ésta soy yo. Y éste es mi esposo". Pero nunca sucede.
Cuando estoy garabateando notas en mi cuadernito, sentada en la planta baja, la señora se me aproxima, sonriente. ¿Vendrá a desearme suerte, o a preguntar si no me falta nada, o que si puede ayudarme en algo? Con la mano le hago el inicio de un timidísimo saludo. Ella, sin dejar de sonreír, me dice:
- Está tomando libros de aquellos estantes, ¿verdad? - señala a un espacio distante -. Bueno, pues esos me hace favor de dejarlos hasta allá - y apunta a un sitio a unos diez metros de distancia de donda he estado llevándole el material hasta ahora.
En ese momento, decido que ella tendrá que cargar sola con las Obras Completas de Octavio Paz.
Abajo, arriba, abajo. ¿Cuántas veces habré hecho el mismo recorrido? ¿Unas veinticinco, tal vez? Podrían ser menos, o un poco más. Ya perdí la cuenta; de tanto subir y bajar escaleras estoy mareada. Ya han pasado tres horas desde mi tiempo habitual de comida (el receso que había programado en mi labor), y aunque no siento hambre, me duele la cabeza. Veo en el piso una salida de corriente doble y me parece que es la Virgen de Guadalupe.
Limitada como estoy (y lo siento de nuevo como límite) a los tres libros por desplazamiento, no hay forma de detenerme a medio trayecto y sacar alguno más que me haya saltado a los ojos. Así que si encuentro algo interesante le doy un tironcito discreto, para que los lomos queden sobresaliendo del estante y poder capturar los libros con facilidad a la siguiente vuelta. Pero momento después otro amable y comedido empleado se levanta para empujar cada ejemplar con sendas palmadas y los estantes quedan tan parejos y ordenados como si nadie los utilizara.
Parece que mi tarea no va a acabar nunca. No siento ya los dedos, la cabeza, el cuello. Verifico mi lista de autores propuestos y me doy cuenta de que aún faltan algunos. Ni modo, a recurrir a la dichosa base de datos. En el mostrador, donde se encuentra, me recibe otra sonriente empleada.
- Disculpe - le pregunto -, ¿libros de Jorge Ibargüengoitia?
- ¿Irbabuengoitia?
- No, no; de Ibargüengoitia - y deletreo.
Me dice que de ese autor no tienen nada y yo protesto de nuevo porque acabo de tropezarme con Las muertas en el tapanco. Por ese título, podemos rastrear al autor.
- Ibargüengoitia, con diéresis - repito, desconfiada.
- Sí, sí; aquí me aparece con diáresis.
Pero de pronto la señorita se queda mirando fijamente a la pantalla de su compu. Le susurra algo a una compañera que juega Solitario en otra máquina: sí, el nombre del autor no estaba bien escrito. ¿Y mis libros?
- Entonces sí puede que haiga más - comenta la segunda empleada.
"Irbabuengoitia" tendrá que esperar. Lo mismo Bruno Traven, sobre quien la segunda señorita y yo tenemos una profunda y variada conversación.
Ella: ¿Es mexicano?
Yo: Sí.
Ella: Es mexicano.
Yo: Sí.
Ella ¡Es mexicano!
Yo: Sí.
Ella: ¡Es MEXICANO!
Yo: ...
Total, que el único ejemplar de Canasta de cuentos mexicanos que tienen ahí está en Braille, dicen, y parece imposible que haya otro. ¿A lo mejor el título salió así, en edición exclusiva...?
He hecho lo que pude. Como a las cinco y media de la tarde salgo a recargar las neuronas con una mini hamburguesa, porque no hay más y porque ya no se me antoja el chai helado con el que planeaba auto-recompensarme los esfuerzos. El dolor de cabeza no se me quita. Les hecho una última mirada a todos las personas de la biblioteca que me ayudaron/estorbaron, y aunque digo "gracias" en voz suficientemente alta no parecen darse por enterados; el señor con mal aliento no se ve por ningún lado; la señora amable/aprovechada anda metidísima en la plática con alguien de las fotocopiadoras; una de las dos chicas de la base de datos lee una TVNotas y la otra continúa con su juego de Solitario. Tienen las dos tal expresión de felicidad beatífica, seguramente que contrasta todo lo posible con la de una servidora (¿quién no? Ellas tuvieron cerca de un mes de vacaciones, de seguro pagadas), que de pronto me pongo a considerar si no me convendría conseguirme un trabajo de burócrata.