domingo, abril 24, 2011

La razón de casi todo

Fragmento de una preciosa pintura de Alan Lee.


En febrero de 1986, le pedí a mi mamá que me comprara tres libros muy caros (el equivalente, por todos, a menos de tres dólares de ahora, así que imagínense cómo ha variado la economía), y ella accedió de mala gana, porque tenía una idea bastante peculiar sobre ellos. Durante meses y meses me los prohibió, pero los libros, en proceso de ser tasados y sopesados por el comité censor de mi casa (mi hermana mayor, por entonces), estuvieron rondando diferentes rincones, uno aquí en la cocina, otro allá en la biblioteca, otro olvidado en algún lugar del baño. Todavía puedo recordar la sensación extraña que me despertaban; eran como un cofre sellado que contenía quién sabe qué misterios, o como, escribí entonces, un espejo... uno trozo de vidrio que sólo permitiera ver lo de afuera pero que tal vez estaría ocultando algo. No me habían levantado la prohibición cuando, el siguiente 23 de abril, me escurrí con el primer tomo y no dormí sino hasta llegar a la mitad.

Pero no voy a aburrirlos con esta historia que ya les he platicado antes; si quieren releerla, ahí está en la etiqueta Veinte años. Un cuarto de siglo (qué enorme cantidad de tiempo suena si uno lo pone así) ha transcurrido desde que me tropecé con El Señor de los Anillos, y decir que la vida me cambió a partir de entonces es poco. En casi todos los aspectos de lo que una servidora ha hecho, hablado, escrito y leído se nota la influencia de Tolkien, y son contadas las ocasiones en las que no siento un profundo agradecimiento por ello (contadas, dije; no significa inexistentes).

Tres veces he soñado con Tolkien; la primera fue cuando estaba muy jovencita y no lo reconocí sino hasta después que pensé en ello; en la segunda, ya adulta, intercambiamos algunas palabras en inglés antiguo; en la tercera, curiosamente, ambos nos acordamos del sueño anterior. Recuerdo que el Tolkien de mi sueño me dijo, en aquella tercera y última vez, que ya no quería que lo llamara “Profesor”, sino “abuelo”. Y que se molestó cuando lo llamé “abuelito” (grampa)  y me corrigió: “No; ABUELO” (grandfather).

Bajo ese punto, el año pasado le escribí al profesor/abuelo una sentidísima carta que publiqué aquí, y que preocupó a mis amigos y me ganó alguna crítica medio amarga. Sí, una servidora estaba entonces llena de pesimismo, y una desesperación pasiva (las peores) le congelaba toda la voluntad. Ahora... digamos que estoy contenta de haber llegado a este cuarto de siglo.

Profesor Tolkien, querido abuelo, usted es la razón de casi todo. Bien o mal, tal vez haciendo un par de cosas que no debería y otras que eran lo correcto aunque hubiera que pagar por ello; las decisiones, algunas más difíciles de lo que esperaba... la mano que me sostenía y la luz que me daba alguna vaga idea de por dónde ir eran siempre usted. ¿Qué más puedo decir? Veinticinco años parece un tiempo muy largo, pero aunque pasaran otros veinticinco, y más, no me alcanzarían para agradecer a la voz que me obligó a engañar nuestro tímido corazón para derrotar la horrible realidad; a sembrar dragones porque era nuestro derecho, bien o mal usado; a crear por las mismas leyes que fuimos creados.

Nada sería igual sin esa voz; y no alcanzo a imaginarme cómo sería. 

miércoles, abril 13, 2011

Mi caballito A.

Mi caballito A. y yo, junto a la casa de mis abuelos; a la izquierda, mi papá. 

Hasta hace muy poco tiempo, mi papá no toleraba las lágrimas vertidas en su presencia. Sobre todo, las de sus hijas. Me imagino que,  ya fuera que le dolieran o que no supiera cómo reaccionar, trataba de evitárnoslas (y evitárselas, de paso) a toda costa. Una de las primeras frases que me enseñó a decir, y que en su momento repetiré,  tenía que ver con aprender a aguantarse el llanto y plantarse en el estoicismo.

Si mi papá tuvo alguna vez residuos de machismo incipiente, ya estaría muy curado en salud; primero, por haberse casarse con una mujer fuerte, casi casi protofeminista, que se vendaba los senos para irse a jugar canicas con sus amigos, montaba caballos salvajes y había terminado una carrera “de hombres”; y segundo, por tener con ella tres hijas y ningún chico.

A pesar de que las tres hijas salieron bastante a la madre, tenían su lado de niñas en cuanto a amantes de la bisutería, las muñecas, los peluches y, lo más difícil de superar, la expresión abierta de las emociones que hace tanto bien y que tanto se menosprecia en un mundo masculino. Todo transcurría sin inconvenientes, salvo cuando una se caía y se raspaba la rodilla, o cuando se le rompía un juguete o un libro favorito, etc. En esos momentos, cuando mi papá detectaba el fruncimiento de rostro que precedía a un berrido y después a la inundación ocular, nos hacía repetir, casi como un mantra: “Hay que ser macha, hay que ser macha”. Nadie cuestionaba el significado ni la gramática; era indicación de que los valientes (las valientes, en este caso) se aguantaban las ganas de llorar. 

De las tres hermanas, creo que fui yo quien se tomó lo de “ser macha” más en serio; no tanto porque crecí con una imperceptible misoginia,  o porque ya bien entrada en la adolescencia despreciaba el maquillaje, ni porque en mis tiempos universitarios me daba por sentirme hombre. El asunto ya estaría bien sentado (y de esto no tengo memoria; me platicaron), cuando, a mis dos años de edad, ocurrió el incidente con el burro. 

Cada verano íbamos al pueblo natal de mi mamá, donde estaba el rancho de mis abuelos. No se trataba de un rancho como los que conocemos hoy, modernos; era una casuchita en medio de la sierra, con agua potable que alimentaba un manantial gracias al ingenio y trabajo de mi abuelo, y sin otra luz más que de velas o gas. No había carreteras que llevaran hasta allá; por consiguiente el camino, que cruzaba un par de cerros, se aproximaba a profundas barrancas y atravesaba dos ríos (uno con una resbalosa salida de cantera), tenía que hacerse a caballo, o, como decían por allá, remuda

Una remuda (animales que se usan como montura) incluía lo mismo caballos que mulas y burrros. Éstos últimos se usaban por lo general para carga: todo el equipaje que la familia necesitaría para más o menos un mes lejos de la civilización y en el que no faltaban comida en lata y sueros antiveneno de víbora y alacrán. A los burritos les ponían una especie de marco de madera (la cabrilla, se llamaba) y de ahí se colgaban dos cestos enormes, recubiertos de cuero curtido, para el equipaje. El centro de una de las cabrillas se suavizaba con una almohada vieja, y ahí, como un fardo más, se ataba con un rebozo a la hija menor; en efecto, yo. 

La gente de aquel entonces era buena y honesta, y los burros conocían el camino de ida y vuelta del rancho; por lo tanto los podían echar por delante, solos, sin bozal ni cabestro, con toda seguridad de que no se perderían y que nadie les robaría lo que portaban, ya fuera ropa, víveres o niños. Pero los pobrecitos no siempre estaban conscientes de que llevaban carga humana. Y resulta que un día el que me transportaba decidió hacer pausa en el camino para buscar alguna hierba sabrosa que masticar mientras llegaba el resto de la remuda. La hierba sabrosa resultó hallarse bajo un cerrado arbusto espinoso, y me contaron que al anochecer, cuando el burrito llegó por fin al rancho, yo tenía la cara completamente rasguñada y con líneas y líneas de sangre que había manchado hasta mi ropita. Eso sí; totalmente serena. La esposa de uno de los vaqueros que cuidaba el rancho, y que fue quien me bajó del burro y me limpió la sangre, dijo que no entendía cómo era posible que no hubiera llorado ni nada. A mí no me queda la menor duda: todo se debía al mantra “hay que ser macha, hay que ser macha”. 

El incidente tuvo final feliz; mi mamá ya no quiso mandarme en burro al rancho, y se presentó ahí la oportunidad de cumplirme un deseo que, me contaron también, ya me comía la cabeza desde hacía tiempo: yo quería montar un caballo. Y quería montarlo sola, porque detestaba que me empujaran contra la cabeza de la silla cuando otra persona me llevaba de paseo en la cruz de un potro.

No creo que muchos niños tengan la oportunidad de contar con un caballo propio y me siento bendita por lo que me ha tocado vivir. La parte de la bendición que no comprendí en su totalidad sino hasta mucho después fue que el caballo que me dieron era uno bajito que para las tareas del campo no servía mucho, pero que era en extremo noble y manso, y a quien no pude bautizar porque ya se llamaba A. 

Desde un principio, A. se tomó muy en serio su papel de niñera: evitaba los sitios peligrosos con maleza baja, soportaba la poco experimentada forma en la que su jinete manejaba las riendas (tuvo que pasar un tiempo antes de que mis papás se convencieran de que no era necesario conducírmelo con un cabestro), procuraba ir despacio, sobre todo al vadear los ríos que a veces le llegaban a los pies a su diminuta dueña, y cuando ésta deseaba más velocidad, no trotaba, sino que galopaba. Cuando fui creciendo, se convirtió también en mi compañero de juegos:  por ejemplo, aceptó a mis fastidiosos primitos y la idea de que era divertido perseguirnos por terreno fangoso y fingir que en cualquier momento pisotearía al incauto que resbalara, y me acompañaba de picnic al río (yo nadaba, él, sin dejar de vigilarme, mordisqueaba el pasto). Ya de edad suficiente para ayudar en las tareas del campo, una servidora estaba consciente de que A. no era ni una herramienta ni una mascota, sino un amigo. Él, por su parte, seguía creyéndose mi segundo padre.

En dos ocasiones comprendí que A. tenía un corazón a toda prueba: la primera fue cuando, camino al rancho, perseguíamos a la carrera a su amiga C. (una yegua preciosa que en aquella ocasión iba sin jinete) y que, medio desbocada y ansiosa por llegar a casa, se precipitó en el río sin advertir que estaba muy crecido. A. iba siguiendo muy de cerca a C. pero se detuvo en seco. Con tanta brusquedad, de hecho, que levantó las patas traseras. A C. la atrapó la corriente, y me quedé viendo con desesperación cómo el agua se la llevaba. Quise ir tras ella para auxiliarla, pero mi caballo no se movió, ni cuando saqué la fusta y le pegué en la grupa (nunca me ha gustado hacer eso con los caballos). C. era su mejor amiga, pero yo era su responsabilidad. Por fortuna, mi papá llegó detrás de nosotros con su propia montura, tiró un lazo increíble y consiguió salvar a C. Mi mamá, que vio todo de lejos, dijo que A. tal vez me había salvado a mí. 

La segunda fue de hecho la única vez que me he caído de un caballo. Me estaba llevando a A. de camino a un rancho vecino, uno donde se podrían comprar elote y granadas frescas, y me dio mucha flojera buscar la puerta de la cerca que separaba la propiedad. Encontré un paso que me pareció lo suficientemente bajito como para que A. lo cruzara con una pata delante de la otra. Mal cálculo. A. pensó que tendría que saltar la cerca, y así lo hizo; como no estaba preparada, fui a aterrizar, aparatosamente, entre sus patas. ¿Y qué hizo él? Se detuvo. Cualquier otro animal hubiera seguido de largo, o tal vez pataleado. Mi A. se dio cuenta de que algo había salido mal, y en cuanto sintió la falta de su jinete se quedó quieto. No se atrevió a moverse para no lastimarme. Y tuvo paciencia para esperar a que su dueña, con algunos moretones pero más que nada el orgullo bien contuso, recuperara el aliento y volviera a montarlo. 

Incluso sin montura y sin freno, a A. le gustaba pasar tiempo conmigo. Teníamos un rincón favorito: un roble muy alto, a unos diez metros detrás de la casa, que daba suficiente sombra y, en época de lluvias, se hacía circundar por un simpático arroyito. Ahí nos daba por pasar las horas; ahí le platicaba a mi caballo mis portentosos planes de vida, en los cuales él, por supuesto, estaba incluído. 

Una vez, cuando viajábamos en auto por la carretera que daba al pueblo de mi mamá (era entonces un viaje largo, que, dependiendo de la naturaleza, podía tomar hasta ocho horas o más), me tocó oír en el radio que hablaban sobre el caballo favorito de Napoleón, Marengo, y cómo había afectado al maniático emperador su pérdida. Las tripas se me hicieron nudo ciego. “¿Mi caballo se va a morir, papá, mamá?”, pregunté, con los ojos húmedos. Mi mamá no quería decir mentiras, pero mi papá, con su omnipresente aversión al llanto, se inventó alguna cosa extraña sobre que sólo los caballos blancos se morían o algo así. Pregunté si se moriría C. también, y... ya no supe para dónde se iría la conversación. No la recordaría durante años, y después intentaría no recordarla. 

C. fue la primera en irse; ya era vieja cuando murió después de dar a luz a una yegüita idéntica a ella. Supe que A., fiel a su carácter de padre sustituto, había adoptado a la yegüita y le estaba enseñando los básicos caballares de supervivencia; me sentía orgullosa, pero, si C. se había muerto de vieja, ¿qué tan viejo estaría A. entonces?

No lo vi durante mucho, mucho tiempo. Comenzaba a golpearme la adolescencia y tenía ganas de explorar entornos más urbanos en lugar de pasar todo el verano en el campo. Muy en el fondo de mi pensamiento, sabía que A. tendría que partir también, e intentaba acumular toda la INDIFERENCIA de que fuera capaz para que cuando llegara el momento, no hubiera lágrimas.

Cuando finalmente volví al rancho (en otra remuda y por otro camino), pregunté por mi caballo y me dijeron que lo podría hallar tal vez cerca del viejo roble, con su hijita adoptiva. Como no estaba ahí, pedí prestado otro caballo, un moro robusto y altote, para salir a buscarlo. Lo encontré a poco, junto con la potranquita de C. y otros caballos del rancho, en una hondonada a un par de kilómetros de la casa. 

Estaba tan, tan flaco. Yo no sabía que los caballos viejos se vuelven flacos porque se les caen los dientes y no pueden comer bien. Tenía la cara y las caderas hundidas; su pelo oscuro ya no era lustroso y sus casquitos, resecos, estaban cuarteándose. Un caballo anciano debe sentirse mal, como los humanos, por no poder correr veloz, o saltar, o hacer lo que antes hacía. Pero lo peor fue ver la cara que puso; quien les diga que los animales no tienen expresión facial, perdonen, pero está bien tonto. Sus ojitos, medio hundidos y llenos de lagañas, me miraron. Primero reconocimiento, y luego... ¿qué era eso? Yo estaba ahí, feliz de haberlo encontrado... a lomos de un caballo grandote, joven y fuerte. En la opaca mirada de A. se podía leer, sin ninguna duda, el casi casi reclamo de un amante herido: “¿Pero por qué estás con otro...?

Me siguió a la casa, como siempre lo hacía. Mi papá sacó mi silla de montar y su freno, y comenzó a calárselos. Le pregunté qué hacía. “Pues es para que lo montes”, me respondió. Yo estaba por cumplir los doce años, me estaban brotando senos (que ya para entonces se me antojaban dos espantosas ollas de frijol) y estaba engordando. El sólo pensamiento de torturar los pobres huesos de mi caballo con mi terrible humanidad me dio escalofríos. Le dije a mi papá que no quería montar en ese momento. A. no agradeció el “favor”. En lugar de ello, se volvió a mirarme, una vez más, con reproche: “¿Es que crees que ya ni siquiera soy bueno para ti...?”. 

Lo dejé ir, vi como se dirigía a nuestro roble. No lo seguí. Fingí la indiferencia que tenía en reserva y le dije a mi corazón, que amenazaba con salir corriendo detrás de mi amigo, que dejara de fastidiar. 

La siguiente vez que fui al rancho, no pregunté por A. Me lancé a buscarlo yo sola, y a pie, para no arriesgarme a lastimarlo de nuevo. Pasé mínimo una hora caminando, y cuando estuve lo suficientemente lejos de la casa, empecé a llamarlo. A gritos. No respondió nadie, salvo el viento de la tarde; como todos los agostos, su paso por los robles hacía un silbido siniestro. 

El roble, por supuesto, pensé, y antes de llegar a la casa me desvié para  nuestro rincón, ahora tan solitario. Ya para entonces tenía el presentimiento de que nadie me estaría esperando ahí. Me senté en la tierra aún húmeda del día anterior, me abracé las rodillas y comencé a mecerme, como en un ataque de nervios; me repetí, en voz bajita, el mantra de siempre: “hay que ser macha; hay que ser macha; hay que ser macha, hay que ser macha; hay que ser macha; hay que...”. Un relámpago brilló en el cielo, y antes de que lloviera contemplé, con total impotencia, cómo mi hombría, disuelta por completo en un imparable arroyo salado, caía en torrente y se iba a perder, dando vueltas, en el lecho arenoso que rodeaba al viejo roble.

viernes, marzo 25, 2011

Vocación y fe


Ésta es mi foto favorita de J.R.R. Tolkien, así que no dudaría que ya la haya subido antes; de ser así espero que por favor me disculpen. Hoy es el día mundial de leer a Tolkien, y como me propuse cada año aportar alguna mínima sugerencia (el terrible año pasado lo olvidé, confieso) se me ocurrió este textito. Hace casi 25 años que leí El Señor de los Anillos; fue un libro que en algún momento me salvó, y, aunque de seguro nunca tuvo esas intenciones, las palabras de mi escritor favorito me han proporcionado muchas veces consuelo.

Después de una terrible racha que, si han venido con frecuencia, les habrá tocado soportarme, una servidora de ustedes comienza a reconciliarse lentamente con la vida y ha empezado por redescubrir el gusto por su profesión. Cuando me encontraba realmente deprimida, el leer esto en particular me levantaba el ánimo. Espero que les guste. Les dedico este humilde trabajito a todos ustedes que me estuvieron acompañando en los momentos difíciles, a los que son maestros e intentan llevar bien su vocación por encima de los males del mundo y a los que son personas de fe y la han visto tambalearse un poquitín por lo mismo. Muchas gracias por aguantar mis arranques de pesimismo en meses anteriores.


Fragmento de una carta escrita por Tolkien a su hijo Michael, de profesión maestro.

Traducido por: Yours Truly. 

"Lamento muchísimo que te sientas deprimido. Espero que ello se deba en parte a tu enfermedad. Pero me temo que se trata principalmente de una aflicción laboral, y una dolencia que es casi universal (en cualquier clase de trabajo) que tiene que ver con la edad... Me acuerdo perfectamente de cuando tenía tu edad (en 1935). Diez años antes había regresado a Oxford (con los ojos aún húmedos de ilusión juvenil), y ahora me desagradaban los universitarios y todas sus costumbres, y ya estaba de verdad conociendo a los profesores. 

Años antes, había rechazado como palabras de repugnante cinismo salidas de una boca inculta las advertencias que me había dado el querido Joseph Wright. “¿Pues tú qué crees que es Oxford, muchacho?”. “Una universidad, un lugar de aprendizaje”. “Para nada, muchacho, ¡es una fábrica! ¿Y quieres saber qué se fabrica ahí? Yo te lo diré. Salarios. Métete eso en la cabeza, y empezarás a entender qué está pasando”.

¡Ay! Para 1935 sabía que esto era totalmente cierto. En todo caso, en cuando a la conducta de los profesores se refería. Muy cierto, pero no del todo la verdad. (La mayor parte de la verdad está siempre escondida en sitios fuera del alcance del cinismo). Me ponían trabas y me limitaban en mis esfuerzos (como profesor clase B con paga reducida pero con deberes de clase A) por el bien de mi materia y la reforma de su método, con los intereses puestos en los salarios y los gremios. Pero al menos no sufrí lo mismo que tú: jamás me obligaron a enseñar más que lo que amaba (y sigo amando) con inextinguible entusiasmo (excepto sólo por un breve período después de mi cambio de cátedra... estuvo horrible).

La dedicación a la “enseñanza” por sí misma y sin referencias a la reputación de uno, es una vocación elevada y hasta en cierto sentido espiritual; y puesto que es “elevada” sin duda la rebajan falsos hermanos, hermanos cansados, el deseo de dinero y la soberbia: la gente que dice “mi materia” y no quiere decir la materia de la que humildemente me encargo, sino la materia que engalano, la materia que “he hecho mía”. Ciertamente que esta dedicación se degrada y mancilla por lo general en las universidades. Pero ahí está. Y si por desprecio se cerraran las universidades, desaparecería del mundo... hasta que éstas volvieran a establecerse, para caer de nuevo en la corrupción a su debido tiempo. La mucho más elevada dedicación a la religión no puede escaparse del mismo proceso. Se la degrada, por supuesto y hasta cierto punto, en manos de todos los “profesionales” (y todos los cristianos que la profesan), y otras personas en diferentes tiempos y lugares la ultrajan; y como su objetivo es más alto, sus deficiencias parecen (y son) peores. Pero no se puede conservar una tradición de enseñanza o de verdadera ciencia sin escuelas y universidades, y eso significa maestros y profesores. Y no se puede mantener una religión sin iglesia y ministros; y eso quiere decir profesionales: sacerdotes y obispos... y también monjes. El vino precioso debe (en este mundo) contenerse en una botella o en un recipiente menos digno. Por mi parte, he descubierto que me he vuelto menos cínico que la mayoría, cuando recuerdo mis propios pecados y disparates; y me doy cuenta de que los corazones de los hombres con frecuencia no son tan malos como sus actos, y casi nunca tan malos como sus palabras. (En especial en nuestra era, que es una era de desprecio y cinismo. Estamos más libres de hipocresía, ya que no “queda bien” el declararse adicto a la santidad o pronunciar sentimientos elevados; pero se trata de una hipocresía invertida como el ampliamente difundido esnobismo invertido: los hombres se dicen peores de lo que realmente son)...

Me hablabas, sin embargo, de que la fe se te está "desmoronando". Eso es otro tema completamente distinto. Como último recurso la fe es un acto de voluntad que inspira el amor. Nuestro amor puede enfriarse y nuestra voluntad corroerse ante el espectáculo de las deficiencias, las locuras y hasta los pecados de la Iglesia y sus ministros, pero no creo que alguien que haya tenido fe retroceda hasta el otro límite por estas razones (mucho menos quienes tengan algún conocimiento histórico). El “escándalo” es, a lo mucho, una oportunidad de tentación, como la obscenidad lo es a la lujuria, puesto que no la produce sino que la despierta. Resulta muy conveniente, ya que desvía nuestra mirada de nosotros mismos y nuestras faltas para buscarse un chivo expiatorio. Pero el acto de voluntad en la fe no es un momento único o una decisión final: es un acto/estado que indefinidamente se repite, que debe seguir... y así es que rezamos pidiendo “perseverancia definitiva”.

La tentación de la “incredulidad” (que realmente significa la negación de Nuestro Señor y Sus afirmaciones) siempre está ahí dentro de nosotros. Una parte nuestra anhela dar con una excusa externa para ello. Entre más fuerte sea esa tentación interna, con más rapidez y mayor gravedad nos “escandalizarán” los demás. Creo que soy tan sensible como tú (o como cualquier otro cristiano) a los escándalos, tanto del clero como de los laicos. En mi vida he sufrido profundamente a causa de sacerdotes tontos, cansados, embrutecidos y hasta malvados; pero ahora ya me conozco lo suficientemente bien como para estar seguro que no voy a dejar la Iglesia (lo que para mí sería dejar la alianza con Nuestro Señor) por tales razones: la dejaría porque he dejado de creer, y porque no voy a creer más, incluso si no he encontrado en ninguna orden más que personas al mismo tiempo sabias y santas. Y negaría el Santísimo Sacramento; es decir, llamaría a Dios “fraude” en su propia cara". 

jueves, marzo 17, 2011

Serpientes


La primera historia sobre San Patricio que los chiquitos de Irlanda (y otros países) aprenden es falsa; encantadora, muy significativa, simpatiquísima, pero falsa, a fin de cuentas. Un día, se cuenta, el santo le ordenó a las serpientes que se fueran de la isla, y los animalitos, muy obedientes, se arrojaron al mar, y se fueron tan tranquilos a infestar el continente europeo, las tierras abajo del Mediterráneo y, en fin, el resto del mundo conocido, a causar terrores infundados, sustos y mordiscos.

Irlanda es una tierra singular, cubierta de verde; las islas Aran, por ejemplo, son rocas con apenas unos centímetros de suelo donde por alguna razón crecen tréboles de los que se puede alimentar el ganado. El resto del campo gaélico está lleno de hierba espesa de ésa que en este lado del mundo nos aconsejan apartarnos por miedo a las víboras.
Uno puede dejarse caer en una camita de esas hierbas frescas y mullidas sin temer más ataque que el de alguna mariposa bonita o un caracol. Mentira o verdad lo de San Patricio, el hecho es que en Irlanda no hay serpientes.

¿Por qué será? No falta una explicación aceptable: durante la edad de hielo, la isla fue prácticamente inaccesible, así que San Patricio no pudo haber arrojado a las serpientes porque éstas nunca llegaron ahí.
La primera vez que vi una serpiente en Irlanda fue a mediados de la década de los noventa. Se trataba de un ejemplar de víbora del Gabón, cornudilla y de aspecto feroz. Estaba metida en un frasco de formol en un museo campestre y tenía arpoximadanemtente cien años de edad. La había llevado, nos dijeron, un misionero que andaba por África y que quería mostrarles a sus feligreses esa cosa que jamás habían visto. La víbora muerta estaba toda enroscada; el espacio resultaba muy chico para ella y tenía, lo juro, una expresión de perplejidad en la carita; parecía preguntarse qué hacía ahí, y que cuándo podría largarse. Se veía tan fuera de lugar entre los cuadros de niños, los mueblecitos de cuero y las herramientas tradicionales.

Se supone, y el asunto tiene más sentido así, que en ese cuento de San Patricio las serpientes son alegoría de la maldad, el pecado y un sin fin de etcéteras que la religión cristiana había desterrado de Irlanda. Al parecer funcionó: sin que tenga nada que ver con los pobres bichos, Irlanda es el país más anti-ofidio que puedan imaginarse; una víbora no tendrá ahí donde esconderse, ni gran cosa qué cazar. Me pregunté durante mucho tiempo si la maldad y el pecado andarían en las mismas, pues resultaba difícil imaginárselos anidando en corazones tan felices, por un lado, o tan resignados a su suerte, por otro. No me atrevo a asegurarlo ahora. La última vez que visité Irlanda me tropecé en Dublín con una vista insólita: una culebra viva. Enroscada en un espacio muy pequeño, con una expresión perpleja en la carita chata: “¿Qué hago yo aquí? ¿Quién me trajo? ¿Cuándo me podré ir?”. Se trataba de un pitón albino, chiquito, muy bello, en una tienda de mascotas. Y su visión no provocaba el asombro que hubiera supuesto una servidora ante un espectáculo raro.

Era como si la pobre viborita supiera de la prohibición que para los de su especie había en Irlanda; pero los animales son seres puros y ninguna culpa tienen. Sin embargo, me asaltó una visión súbita que todavía me enchina la piel: San Patricio ordenándole a la maldad que partiera de Irlanda y jamás se atreviera a regresar por ahí, y la maldad sacándole la lengua bífida y soltándole un silbido de amenaza. Y me sorprendió darme cuenta de cuántas miradas más enrojecidas por la mortificación, la desesperación y la vida difícil me había encontrado en Dublín desde mi última visita. Quiera San Patricio escuchar la voz de los que todavía le piden ayuda. Irlanda por siempre.

viernes, marzo 04, 2011

Doscientos cincuenta y tres

Nota: ésta es la entrada número 253 de mi blog, y quisiera celebrarla con un número significativo, de la misma manera que lo hice con la entrada ciento ocho. 



La novela 253, de Geoff Ryman, es posiblemente uno de los libros más extraños que se hayan escrito. Consta de los 253 capítulos de su nombre, divididos en siete partes, más un miniprólogo, un maxiepílogo, un índice y larguísimas notas a pie de página y notas y diagramas sueltos. Tiene 253 personajes y una estructura que parece cualquier cosa menos novela. Toda la acción ocurre en aproximadamente 7 minutos. Se supone que es de ciencia ficción. Su autor es de ciencia ficción al menos, y la obra ganó un premio Philip K. Dick.

Todo el desbarajuste de 253 tiene su razón de ser. Un tren del metro de Londres tiene siete vagones, y en éstos hay 252 asientos en total. Un viaje ideal sin que nadie fuera de pie tendría, junto con el conductor, 253 pasajeros. Y Ryman plantea qué ocurre con esas 253 almas en los siete minutos en los que el tren se mueve de una estación a otra, donde finalmente se estrella contra una barrera de contención.

Cada capitulito presenta a un personaje: cómo se llama, cuál es su aspecto físico, su historia personal y lo que hace y piensa. Todo ello en 253 palabras bien contadas.

La novela se publicó por primera vez en internet (una versión no corregida sigue por aquí, libre, sueltita, sujeta a modificaciones), lo que le dio posibilidad a usar links. Así, uno podía brincar de personaje en personaje y descubrir sorprendentes relaciones entre ellos. Estaba el chico periodista que se había hecho pasar por indigente para hacer un reportaje y al que su novia lo había dejado, ahora en serio, en la calle, muy asustado porque un fulano le había hecho propuestas indecorosas mientras intentaba pasar la noche bajo periódicos. Ese mismo fulano, que no pretendía nada sexual con el chico sino que sólo buscaba amistad, viajaba en otro vagón en el que intentaba impresionar a una confundida pasajera al decirle que era un antiguo colega, pero llama la atención de un pobre diablo que trabaja colocando tarjetas de prostitutas en las cabinas telefónicas y que piensa que algo de ayuda le vendría bien. 

Está una pareja de mexicanos que vienen de Guadalajara, mi ciudad; la mujer es guapa y llama la atención de un adolescente obsesionado, lo mismo que una muchacha que  hace trabajo voluntario en una línea telefónica de prevención de suicidios y que está pasmada pues la noche anterior recibió una llamada de su propio jefe; éste, a su vez, va en otro vagón. En un breve cruce de superficie, el tren arranca de su letargo eterno al fantasma de William Blake, que contempla con ojos asombrados el mundo en los albores del siglo XXI. Y así, así, así. Para suplir la falta de links, la edición en papel contó con un exhaustivo índice de relaciones. Los diagramas eran de los asientos del metro y su disposición, y las páginas sueltas anuncios que se supone estaban fijos en las paredes.

253 capítulos, 253 palabras. Imagínense cómo sería la traducción de semejante libro. Tan tremenda, que la persona elegida para traducirlo puso pies en polvorosa, y el editor en la segunda lengua tuvo que recurrir a otro, poco conocido y con una sola recomendación detrás, a quien no le faltaba valor, posiblemente por desconocer la magnitud de la tarea.

Tal vez el hecho de que había que lograr que las 253 palabras del original en inglés se convirtieran en 253 palabras en español suena a lo más complicado del trabajo, pero no es así. En realidad Ryman lo puso más difícil: la novela se llevaba a cabo en un ambiente real, pero la mitad de lo que describía era imaginario. Ryman lo llamó “mentira”. Así que una labor extra del traductor sería separar lo cierto de lo falso, y buscar datos que no aparecían en ningún libro, y que en internet tenían tanta confiabilidad como las palabras del escritor.

Algo mucho más sencillo hubiera sido contactar al autor, perdirle su ayuda tras una primera correspondencia vía correo electrónico. Pero no siempre suceden así las cosas. Y si en algún momento el traductor, desesperado, envía una carta de 253 palabras para llamar su atención con ella y ni así hay respuesta, hay que basarse en los propios recursos.

Ah, y en el bendito yahoo answers, que tiene en inglés gente de mejor voluntad e intenciones más serias que en español y que, de alguna manera, contribuye a rellenar el ininteligible glosario que el traductor se monta en una libretita vieja.

Ahora, supongamos que la mente del traductor no está muy concentrada que digamos. 253 es un reto y un sueño, pero tal vez lo que haya sido una lectura placentera no va a ser tan lindo cuando uno entra a traducir. Menos cuando el traductor acaba de perder su trabajo de más de diez años, que era su gusto y orgullo. O cuando trae entre los dos hemisferios una historia de ficción que fue a concebir cuando las cosas empezaban a ponerse mal, y que por días enteros echó a patadas a los 253 pasajeros y ocupó por completo el tren en una especie de catarsis violenta.

¡Ay, el traductor literario! Tiene que hacerse a la idea de que  a su humilde trabajo jamás se le trate con la gratitud que merece. Si las cosas salen bien, nadie se acordará de él, pero si salen mal, todo el mundo le echará la culpa. Aun así, tiene que esforzarse cuanto pueda, leer, releer, corregir, pulir, darle voz en otro idioma a historias que no son las suyas. Nada tiene de fácil, y quién sabe si la tarea se complique más si el traductor la realiza en una compu viejita, una que no puede conectarse a internet y de la que siempre se ha sentido avergonzado por su aspecto de almeja azul.

Si el traductor llega a un ritmo decente de trabajo, por ejemplo cinco capitulitos al día, debe preveer que éste se verá afectado por imprevistos o por salidas a buscar un trabajo, y porque tal vez haya una casa de la que ocuparse. La historia catártica no se va a ninguna parte, tampoco, y hay que lidiar con ambas; la propia y las ajenas, sin que los ruidos se mezclen.

¿Ruidos? ¿Qué hay si el traductor se descubre una perversión terrible, de que un ruido molesto y fastidioso de hecho lo ayuda a concentrarse en su trabajo? Casi por accidente, un día cambiando de canales a mitad de un terrible bloqueo mental, con la compu en las rodillas y dos archivos abiertos (el de la traducción y el de la historia catártica) en pantalla, una mano en el teclado y la otra en el control remoto de la televisión, se tropieza entre canal y canal con ruido, mucho ruido. El programa de Laura en América, al que nunca le ha prestado suficiente atención. El traductor tiene problemillas con el acento peruano; no el relativamente bien educado y de locutora de Laura Bozzo, sino el de sus improvisados actores que hacen de invitados en casos “reales” y truculentos presentados a una también ruidosa audiencia. En fin, que no entiende prácticamente nada de lo que se dice, pero se da cuenta de que el palabrerío borbotado por varias bocas a la vez le provoca un curioso estado de concentración. Se pone a trabajar. La historia catártica desaparece de su mente y de su pantalla. Sólo queda 253

Dos horas de “señorita Laura, señorita Laura”, y más adelante, en otro canal, la repetición del programa que es a su vez una repetición. Cuatro horas de gritos, cinco capítulos. De ahí, un ritmo de trabajo bien establecido: por la tarde la traducción de cinco capítulos con Bozzo de compañía, irse a dormir, por la mañana revisión del trabajo del día anterior y, hasta entonces, contar las palabras. Lo de menos es redondear cada texto a las 253 del título. 

En cuatro o cinco ocasiones, la traducción recién hecha tiene las 253 palabras justas. Los fines de semana, como no hay Laura en América, el traductor descansa, pero entonces vuelve al ataque la historia catártica. Quinientas páginas después, está terminado el primer borrador. Ha hecho suficientes estragos de distracción como para finalizar antes que la traducción de cuatrocientas y pico páginas que es 253.

Ésta se revisa, se lee en voz alta, se repasa una y otra y otra vez. El traductor es perfeccionista; es decir, se paraliza ante la posibilidad de errores y cada uno le cuesta sudor y lágrimas. Pero el resultado no es perfecto: la compu del traductor tiene teclado en inglés y la única manera de escribir rápido es no poner acentos sino una marca que los representa, y luego usar la herramienta de “hallar-cambiar” en el procesador de textos. Quiere un triste giro del destino que uno de sus gatos queridos trepe al teclado a media tarea del “hallar-cambiar” y coloque con su afelpada patita un error que habrá de contagiarse a la versión impresa del texto. Ni qué hacer.

El traductor debe ser invisible; debe ser la obra la que brille. Pero, dadas las características de 253, es inevitable que alguien se refiera a la traducción, algunas veces bien, otras mal. Y es entonces cuando hay que esconderse, pues viene otro tiempo de espera.

La mexicana pequeñita que tradujo este libro publicado en España sigue por ahí, cinco años después; no ha querido volverse a enfrentar a 253 (al que es en parte suyo, no al que es todo de Ryman) porque la pone nerviosa descubrir un error más (no le pasa cuando escribe en línea, pues en línea todo es susceptible de corrección, pero lo impreso, impreso está). Tampoco se ha enfrentado a su historia catártica e inédita, porque sabe que la próxima vez que lo haga será para convertir el borrador en otro interminable rosario combinado de penas, llanto e inútil búsqueda de perfección, y hasta el final. Y aunque el traducir 253 estuvo rodeado de hechos dolorosos externos, y en sí mismo no fue un lecho de rosas, piensa que lo volvería a hacer. Que lo volvería a hacer.


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La casa de Aisling by Laura Michel is licensed under a Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Derivadas 2.5 México License.