El último anillo
Kiril Yeskov
Ediciones Bibliópolis
Kiril Yeskov
Ediciones Bibliópolis
Lo bueno: Los malabares que tuvo que hacer el traductor para evitar que demanden a su editorial logran que sólo los fans de Tolkien puedan entenderle al libro.
Lo malo: A los fans de Tolkien probablemente no les agrade.
Lo peor: Es un fanfic. Hecho y derecho. Y gordo.
Lo malo: A los fans de Tolkien probablemente no les agrade.
Lo peor: Es un fanfic. Hecho y derecho. Y gordo.
Calificación: *
Este libro llegó muy caro, como todos los de Bibliópolis, a la Gandhi; y gracias a Dios una servidora no tuvo que pagar por él; mi hermana lo adquirió en pleno afán completista y holgura económica porque el planteamiento de la obra le llamó la atención: El Señor de los Anillos desde el punto de vista de los orcos y los trolls. ¿Qué tuvieron que decir los vencidos después de la guerra del Anillo? ¿Qué ocurrió con ellos? Le di una hojeada leve; tras repasar varios diálogos al más puro estilo Warcraft dije en voz alta “es una mamada”, y como mi hermana insistió en comprárselo me propuse leerlo algún día.
Y bueno, por fin terminé. Ya era hora.
Veamos... Al finalizar la guerra del Anillo, los sobrevivientes de las tropas de Mordor caminan, dispersos y sin rumbo, a lo que les queda de hogar, que ya de por sí está condenado. Sólo que ésta no es la Tierra Media como la pintó Tolkien; aquí, Mordor era la sociedad más políticamente correcta que ustedes puedan imaginarse, con universidades, avances médicos, tecnología, favorecedores del estado laico y gente trabajadora que sólo se dedicaba a sus investigaciones sin meterse con nadie.
Los siniestros elfos los vieron como una amenaza a su anticuado estilo de vida, y con embustes y supercherías solaparon a los hombres para exterminar a la culta y floreciente sociedad orca.
Gandalf es una especie de Hitler, y el único que defiende a estos desdichados (al menos de dientes para afuera) es Saruman. Aragorn es un calenturiento que haría lo que fuera para que su esposa Arwen le permita por fin consumar su matrimonio; tiene prisionero a Faramir, el legítimo heredero del trono de Gondor, pero a él no le importa porque tiene a Éowyn para entretenerse. ¿Los hobbits? Ésos ni existen, así que no hay de qué preocuparse. Tampoco hay Anillo Único (sí, eso lo deja a uno cavilando sobre el título).
La historia comienza cuando Haladdin, un humano sureño y médico de campaña al servicio de Sauron, y Tserleg, un sargento orco, regresan a casa derrotados y desalentados. En el camino se topan con un potencial enemigo: Tangorn, un barón (?) de Gondor, que se confiesa en su mismo lío por ser fiel vasallo del príncipe Faramir.
En lo que deciden qué hacer, Haladdin recibe la visita del último de los Názgul, una alma en pena que le revela que todavía hay esperanzas para los suyos siempre y cuando se lleve a cabo una peligrosa misión: destruír el espejo de Galadriel (que por cierto sí es un espejo, con marco y todo), la fuente del poder tiránico de los elfos. Para conseguirlo, habría que cargar con el objeto hasta el Monte del Destino y arrojarlo ahí; pero como eso es punto menos que imposible, el Názgul les propone una salida más sencilla: conseguir un par de palantíri, llevar uno frente al espejo y otro al Monte del Destino y sincronizarlos para que el fuego eterno de la montaña se transmita hacia el espejo y lo haga cenizas.
Tiene su lógica, supongo. Así que ya sabemos: no hay que ver el canal Animal Planet cuando salgan serpientes, porque podrían picarnos. Bueno.
Tangorn se ofrece de inmediato a ayudar (siempre y cuando primero rescaten a Faramir); es un espadachín prodigio, y sus contactos en Umbar (entre los que se encuentra su novia, una puta cara a la que conoció cuando barata y que, como toda meretriz idealizada, tiene buen corazón y mejor trasero) y su inteligencia podrían ser la clave para la victoria.
A partir de aquí, las cosas se ponen bastante extrañas.
Aunque uno no se lo imagina por el número de hojas y lo enredado del argumento, la premisa de El último anillo es bastante simple: todas las culturas de la Tierra Media tienen policía secreta, y TODAS las policías secretas funcionan igual. El autor parece a ratos olvidarse de sus protagonistas, y se deleita en platicarnos en detalle cuál es el siguiente plan de los agentes, cómo podría llegar a salir mal, cómo podría llegar a salir bien, cuál fue la forma en la que pasó en realidad, cómo debió haber salido para que fallara, y cómo debió haber salido para que tuviera éxito. Y eso ocurre cada vez que a uno de los benditos espías (no importa de qué bando) se le viene a la cabeza una nueva idea...
A lo largo de la trama, Yeskov mete referencias al mundo real que le quedan tan bien a la narración como un zapato de Barbie a la cantante pop Belinda: los personajes beben tequila, hay ninjas, musulmanes extremistas y hasta mexicanos (me pregunto si el autor ha estado en México o le conoce algo, pero deja caer, al sur de Harad, sitios con nombres tan sospechosos como Guajapan, Iguatalpa, Tuanojato y los no cambiados Irapuato y Uruapan -un sitio donde se encuentra una gran catarata- ); cuando uno piensa que ya presenció la última jalada aparece otra que la supera. Se supone que todo eso nos debe hacer reír, pero cuando nos damos cuenta de que el libro es una parodia ya es demasiado tarde.
No entiendo por qué hay gente a la que le parece entretenida esta novela, pero tengo que decir que las películas de Misión Imposible me dan sueño y que la nueva versión de Casino Royale consiguió de hecho hacerme dormir un buen rato. Las historias de espías no son lo mío, ya sé, y El último anillo es eso. Pero antes que nada es un fanfic, como tantos otros que hay sobre la Tierra Media, y sobre los que pesa una prohibición explícita por parte del Tolkien Estate, los irascibles guardianes de los derechos de autor de mi escritor favorito, que han llegado a impedir que aparezcan citas que pasen de tal o cual longitud en los libros de ensayos y a ponerse de un sangrón intolerable con las nuevas ediciones de volúmenes que incluían material de Tolkien. Supongo que nadie del Tolkien Estate sabe ruso o será que temen marchar sobre Moscú (donde las ediciones legales de El Señor de los Anillos se tardaron en llegar) porque no les vaya a ir como a Napoleón.
Como sea, lo más interesante de El último anillo no se lo debemos a su autor, sino a su traductor en lengua española, Fernando Otero Macías. Para salvar a la editorial Bibliópolis de una posible persecución inquisitoria por parte del Tolkien Estate, el traductor modificó los nombres de los personajes tolkienianos de manera que quedaran todavía reconocibles: Aragorn/Altagorn, Gandalf/Gandrelf, Faramir/Aramir, Saruman/Searuman, y así por el estilo; sus propuestas para los topónimos y objetos lo delatan como amante de la obra de Tolkien o al menos meticuloso investigador en los sitios correctos; Gondor, la tierra de piedra, se convierte en Pietror; Mordor, la tierra de las sombras, en Umbror; Minas Tirith es la Torre Vigía y Cirith Ungol el Paso de la Araña; los palantíri se llaman “miralejos”. ¿Que cómo sé que esto salió de Otero Macías y no del mismo Yeskov? Fácil: una servidora estudió ruso hace muchos, muchos años, y aunque ya se me olvidó casi todo, aún puedo leer cirílico, y en fragmentos de la novela en el original que pueden hallarse online me di cuenta de que los nombres tolkienianos NO están cambiados.
Oh, loor, loor al traductor. Sin embargo, le tengo una mala noticia... se le fue vivo un nombre: шаграть no es ningún personaje original de Yeskov, y por ahí los puede agarrar el Tolkien Estate si es que llegaran a enterarse. Pero no lo harán; al menos, no por mí; es por eso que lo escribí en cirílico. Para cuando esta palabra aparece, ya muy tarde en el libro, comprendo que el pobre traductor ya estaría muy cansado. No lo culpo, después de trabajar con semejante mamotreto.
El último anillo no es “la obra que destruyó a Tolkien”, ni un dechado de ironía realista, ni la visión opuesta al maniqueísmo de El Señor de los Anillos (cualquiera que considere a Tolkien maniqueo necesita un serio repaso de su conocimiento de este autor, unos lentes nuevos o una cita urgente con un psiquiatra). Es un fanfic, como les decía, y así de fácil. Comprendo que a los adolescentes les encante garabatear esa clase de literatura y ponerla en internet, pero que lo haga un escritor consagrado cuarentón, y que encima se lo tome tan en serio como para publicarlo, es algo que se me escapa por completo. Lo mismo las comparaciones con otro autor eslavo de fantasía, Andrzej Sapkowski; la gran diferencia es que Sapkowski, por lo menos, divierte.
Recomendaciones: Para lectores fanáticos al mismo tiempo de Tolkien y de John le Carré; si lo son, cómprense este libro con toda confianza y después manden un retrato de ustedes al museo Ripley más cercano; ahí les agradecerán cualquier evidencia fotográfica de seres que uno no piensa que pueden llegar a existir.
Abstenerse: Si no tienen tiempo ni dinero que desperdiciar.
Y bueno, por fin terminé. Ya era hora.
Veamos... Al finalizar la guerra del Anillo, los sobrevivientes de las tropas de Mordor caminan, dispersos y sin rumbo, a lo que les queda de hogar, que ya de por sí está condenado. Sólo que ésta no es la Tierra Media como la pintó Tolkien; aquí, Mordor era la sociedad más políticamente correcta que ustedes puedan imaginarse, con universidades, avances médicos, tecnología, favorecedores del estado laico y gente trabajadora que sólo se dedicaba a sus investigaciones sin meterse con nadie.
Los siniestros elfos los vieron como una amenaza a su anticuado estilo de vida, y con embustes y supercherías solaparon a los hombres para exterminar a la culta y floreciente sociedad orca.
Gandalf es una especie de Hitler, y el único que defiende a estos desdichados (al menos de dientes para afuera) es Saruman. Aragorn es un calenturiento que haría lo que fuera para que su esposa Arwen le permita por fin consumar su matrimonio; tiene prisionero a Faramir, el legítimo heredero del trono de Gondor, pero a él no le importa porque tiene a Éowyn para entretenerse. ¿Los hobbits? Ésos ni existen, así que no hay de qué preocuparse. Tampoco hay Anillo Único (sí, eso lo deja a uno cavilando sobre el título).
La historia comienza cuando Haladdin, un humano sureño y médico de campaña al servicio de Sauron, y Tserleg, un sargento orco, regresan a casa derrotados y desalentados. En el camino se topan con un potencial enemigo: Tangorn, un barón (?) de Gondor, que se confiesa en su mismo lío por ser fiel vasallo del príncipe Faramir.
En lo que deciden qué hacer, Haladdin recibe la visita del último de los Názgul, una alma en pena que le revela que todavía hay esperanzas para los suyos siempre y cuando se lleve a cabo una peligrosa misión: destruír el espejo de Galadriel (que por cierto sí es un espejo, con marco y todo), la fuente del poder tiránico de los elfos. Para conseguirlo, habría que cargar con el objeto hasta el Monte del Destino y arrojarlo ahí; pero como eso es punto menos que imposible, el Názgul les propone una salida más sencilla: conseguir un par de palantíri, llevar uno frente al espejo y otro al Monte del Destino y sincronizarlos para que el fuego eterno de la montaña se transmita hacia el espejo y lo haga cenizas.
Tiene su lógica, supongo. Así que ya sabemos: no hay que ver el canal Animal Planet cuando salgan serpientes, porque podrían picarnos. Bueno.
Tangorn se ofrece de inmediato a ayudar (siempre y cuando primero rescaten a Faramir); es un espadachín prodigio, y sus contactos en Umbar (entre los que se encuentra su novia, una puta cara a la que conoció cuando barata y que, como toda meretriz idealizada, tiene buen corazón y mejor trasero) y su inteligencia podrían ser la clave para la victoria.
A partir de aquí, las cosas se ponen bastante extrañas.
Aunque uno no se lo imagina por el número de hojas y lo enredado del argumento, la premisa de El último anillo es bastante simple: todas las culturas de la Tierra Media tienen policía secreta, y TODAS las policías secretas funcionan igual. El autor parece a ratos olvidarse de sus protagonistas, y se deleita en platicarnos en detalle cuál es el siguiente plan de los agentes, cómo podría llegar a salir mal, cómo podría llegar a salir bien, cuál fue la forma en la que pasó en realidad, cómo debió haber salido para que fallara, y cómo debió haber salido para que tuviera éxito. Y eso ocurre cada vez que a uno de los benditos espías (no importa de qué bando) se le viene a la cabeza una nueva idea...
A lo largo de la trama, Yeskov mete referencias al mundo real que le quedan tan bien a la narración como un zapato de Barbie a la cantante pop Belinda: los personajes beben tequila, hay ninjas, musulmanes extremistas y hasta mexicanos (me pregunto si el autor ha estado en México o le conoce algo, pero deja caer, al sur de Harad, sitios con nombres tan sospechosos como Guajapan, Iguatalpa, Tuanojato y los no cambiados Irapuato y Uruapan -un sitio donde se encuentra una gran catarata- ); cuando uno piensa que ya presenció la última jalada aparece otra que la supera. Se supone que todo eso nos debe hacer reír, pero cuando nos damos cuenta de que el libro es una parodia ya es demasiado tarde.
No entiendo por qué hay gente a la que le parece entretenida esta novela, pero tengo que decir que las películas de Misión Imposible me dan sueño y que la nueva versión de Casino Royale consiguió de hecho hacerme dormir un buen rato. Las historias de espías no son lo mío, ya sé, y El último anillo es eso. Pero antes que nada es un fanfic, como tantos otros que hay sobre la Tierra Media, y sobre los que pesa una prohibición explícita por parte del Tolkien Estate, los irascibles guardianes de los derechos de autor de mi escritor favorito, que han llegado a impedir que aparezcan citas que pasen de tal o cual longitud en los libros de ensayos y a ponerse de un sangrón intolerable con las nuevas ediciones de volúmenes que incluían material de Tolkien. Supongo que nadie del Tolkien Estate sabe ruso o será que temen marchar sobre Moscú (donde las ediciones legales de El Señor de los Anillos se tardaron en llegar) porque no les vaya a ir como a Napoleón.
Como sea, lo más interesante de El último anillo no se lo debemos a su autor, sino a su traductor en lengua española, Fernando Otero Macías. Para salvar a la editorial Bibliópolis de una posible persecución inquisitoria por parte del Tolkien Estate, el traductor modificó los nombres de los personajes tolkienianos de manera que quedaran todavía reconocibles: Aragorn/Altagorn, Gandalf/Gandrelf, Faramir/Aramir, Saruman/Searuman, y así por el estilo; sus propuestas para los topónimos y objetos lo delatan como amante de la obra de Tolkien o al menos meticuloso investigador en los sitios correctos; Gondor, la tierra de piedra, se convierte en Pietror; Mordor, la tierra de las sombras, en Umbror; Minas Tirith es la Torre Vigía y Cirith Ungol el Paso de la Araña; los palantíri se llaman “miralejos”. ¿Que cómo sé que esto salió de Otero Macías y no del mismo Yeskov? Fácil: una servidora estudió ruso hace muchos, muchos años, y aunque ya se me olvidó casi todo, aún puedo leer cirílico, y en fragmentos de la novela en el original que pueden hallarse online me di cuenta de que los nombres tolkienianos NO están cambiados.
Oh, loor, loor al traductor. Sin embargo, le tengo una mala noticia... se le fue vivo un nombre: шаграть no es ningún personaje original de Yeskov, y por ahí los puede agarrar el Tolkien Estate si es que llegaran a enterarse. Pero no lo harán; al menos, no por mí; es por eso que lo escribí en cirílico. Para cuando esta palabra aparece, ya muy tarde en el libro, comprendo que el pobre traductor ya estaría muy cansado. No lo culpo, después de trabajar con semejante mamotreto.
El último anillo no es “la obra que destruyó a Tolkien”, ni un dechado de ironía realista, ni la visión opuesta al maniqueísmo de El Señor de los Anillos (cualquiera que considere a Tolkien maniqueo necesita un serio repaso de su conocimiento de este autor, unos lentes nuevos o una cita urgente con un psiquiatra). Es un fanfic, como les decía, y así de fácil. Comprendo que a los adolescentes les encante garabatear esa clase de literatura y ponerla en internet, pero que lo haga un escritor consagrado cuarentón, y que encima se lo tome tan en serio como para publicarlo, es algo que se me escapa por completo. Lo mismo las comparaciones con otro autor eslavo de fantasía, Andrzej Sapkowski; la gran diferencia es que Sapkowski, por lo menos, divierte.
Recomendaciones: Para lectores fanáticos al mismo tiempo de Tolkien y de John le Carré; si lo son, cómprense este libro con toda confianza y después manden un retrato de ustedes al museo Ripley más cercano; ahí les agradecerán cualquier evidencia fotográfica de seres que uno no piensa que pueden llegar a existir.
Abstenerse: Si no tienen tiempo ni dinero que desperdiciar.