Varios meses atrás, el Capitán y yo nos gastamos (claro que no de un tirón) una espantosa parte de nuestros ingresos en cierta colección de libros que estuvieron apareciendo, hasta eso que a muy buen precio (el equivalente a menos de cinco dólares americanos), en las tiendas Walmart locales. Se trataba (trata, porque todavía están por ahí) de antologías, tal vez ya descatalogadas, de cuentos y novelas clásicas de diferentes autores a nivel mundial, editada por
Everest y distribuída por
Gaviota, una casa española que hasta la fecha una servidora no conocía. Aunque las ediciones son muy bonitas, están ilustradas y tienen una encuadernación perfecta, es su contenido lo que vale oro, porque además de las obras originales, están llenas de interesantísimos estudios, crítica y ensayos.
No la compramos completa, por supuesto; nos enfocamos a los títulos que trataban sobre cuentos populares y cuentos de hadas; algunos, se aclara en los libros mismos, se presentan por primera vez en su forma original, sin censura disneyana o de cualquier otro tipo, y sin deformaciones posteriores. Casi todos pertenecen a la tradición oral; por ello, podemos encontrar varias versiones de la misma historia contadas ya sea por los Grimm, por Andersen, por Perrault... Ah, sí, Perrault. Más sobre este señor en un momento.
Siempre me han interesado los cuentos de hadas, aunque mi morbo mayor de los últimos tiempos se quedaba en los compilados por
Andrew Lang y que recibieron un tratamiento muy interesante al publicarse en la España franquista (ésa fue la versión que nos llegó a México). Pero encontrar estos libros me ha hecho recordar un poquito el por qué de mi interés de siempre: los cuentos populares son la ventana más segura y confiable por la cual asomarse a una cultura, a sus pensamientos y valores.
Bien, estoy pasando saliva. Hablemos ahora de Perrault.
Precisamente ayer el Capitán me leyó en voz alta
Grisélidis, un nombre que por ahí me sonaba de Lang, y eso a finales de los setenta (mucho para ejercitar la memoria). Perrault escribió este cuento en verso (novela lo llamó, para indicar, nada más, que el relato no tenía nada de fantástico... aunque ya veremos qué tan cuestionable sea esto) basándose en una historia popular que andaba flotando por ahí en Italia, o Francia, o Inglaterra... Griselda, Grisilda, Grisélida o como quiera que se llamara una mujer de paciencia ejemplar. Y lo hizo con altos índices de descripción y con las mejores intenciones: en su época (siglo XVII) abundaban los relatos moralistas que hablaban horrores de las mujeres, y él quería salir en defensa del bello sexo, como no se cansa de repetir.
¿Lo logró? Bueno, para enterarnos, veamos un resumen de la historia.
Éste era una vez un príncipe (un marqués, dicen otras versiones) al que sus consejeros, familia y etc. no se cansaban de presionar con que ya se casara y blah blah blah. Pero el príncipe tenía una gran desconfianza hacia las mujeres, porque según él, todas ellas eran perras, infieles y abusivas. Su mujer ideal, dice, es "una Beldad, joven y sin orgullo y vanidad, de obediencia acabada, de paciencia probada, y que no tenga propia voluntad”. Y hasta que no dé con ella, no se arriesgará al matrimonio.
¿Todavía no se enojan? Bueno. Pues un día el príncipe encuentra a una pastorcita llamada Grisélidis, que dentro de su sencillez y humildad lo trata de maravilla; y se prenda de ella de tal manera que pronto anuncia sus esponsales y prepara la más suntuosa boda; una boda de la que la última en enterarse es la novia. Y ahí es cuando Grisélidis tiene su primera probadita de lo que le espera; el príncipe simplemente llega a su casa y le dice que la ha elegido por esposa y que haga el favor de ponerse guapa. Ella no se niega, tal vez por no ponerse en evidencia luego del escándalo que ha armado el otro, o porque la idea de que ALGUIEN MÁS pague los gastos de la casa es muy tentadora, o bien porque también le gustó el muchacho. Y después del matrimonio, ambos viven felices. Por un ratito.
Porque resulta que muy pronto nuestro príncipe comienza a caer en sus viejas inseguridades, y a desconfiar de su mujer, que desde que se casaron no ha hecho sino comportarse a la altura. Por ello, de cuando en cuando la trata mal, porque, piensa, de esa manera intensificará su amor, de la misma forma que un poco de agua revive las llamas (y es que “
los golpes ingren”, como decía mi abuelita en su español rural de México; o, en otras palabras, un individuo se encariña más con quien lo maltrata... ¿pero quién dijo esto y por qué a veces resulta tan aterradoramente cierto?). Pero ella sigue tan linda y amable con él como siempre, y eso hace que desconfíe todavía más.
Cuando la pareja tiene una bebita, el príncipe decide que la inagotable alegría de su esposa se debe a que ha volcado su amor en la niña; por lo tanto, decide quitársela, poniendo de pretexto que la baja cuna de Grisélidis podría contagiar de malos modales a la princesita (mira quién habla). Ella no protesta. La pobre bebé, de brazos, va a parar a un estricto convento. Y cuando, más adelante, el príncipe, a manera de prueba (¿recibió clases de psicología en Guantánamo?), le llega con la mentirota de que la niña se enfermó y murió, Grisélides se concentra en consolar al marido. Santo Dios...
Pasan los años, la princesita (que ignora quiénes son sus padres) crece y a su vez se enamora de un joven caballero de buena casa, fortuna y todo lo demás. Para entonces su padre el príncipe ya superó sus complejos adolescentes, pero ahora tienen en mente algo más perverso: utilizar su infalible método “aviva-amores” en su propia hija. Así que por decreto real le prohíbe a la muchacha que vuelva a ver a su galán, esperando que ello una más a la parejita.
Por otro lado, aunque reconoce que ya no es necesario probar las virtudes de su esposa (bueno, si tenía que hacerlo, ¿para qué se casó con ella en primer lugar?), tiene en mente un plan maestro: el demostrarle al mundo la clase de mujer que ella es. Digo, si fuera una ramera, o una ladrona, pues tendría sentido; pero esto...
Así que le dice, sin mayor preámbulo, que, gracias por todo, se piensa divorciar de ella porque su baja cuna es intolerable (y dale con lo mismo) y necesita casarse con alguien que se encuentre a su misma altura social: una mujer de sangre real, y por supuesto más joven y menos agotada. ¿Y qué hace Grisélidis? Bien, se pone a llorar y todo, pero se reconoce culpable por no haberle dado satisfacción a su marido (!). Y éste, para rematar, le dice que antes de que se vaya tiene que recoger todas sus porquerías y preparar su cuarto para la nueva esposa, a la que encima de todo, le quiere presentar.
Cuando Grisélidis conoce a la futura novia (que es, nada más y nada menos, su propia hija... y aquí la condición mental del príncipe ya se pone francamente patológica), siente de inmediato un gran cariño por ella (¿la sangre llama?) y le exige a su futuro ex-marido que no la trate como lo ha hecho con ella. El príncipe le cierra la boca: ninguna campesina sin educación le va a estar dando consejos.
Llega el momento de la boda... y el príncipe decide que ya es hora de terminar con el teatrito que ha montado por puro capricho; revela todo a su esposa y a su hija, y ellas... ¿le caen encima a la vez? ¿Lo degüellan? ¿Lo mandan a un manicomio? No, se abrazan llorando a sus rodillas. Y él todavía dice que no se apuren, que de todas formas habrá boda... de la jovencita con su caballero. Nuevamente, ninguno de los dos tiene derecho a decidir. Pero todo eso le hizo por fin al príncipe estar seguro de que su esposa era maravillosa, un dechado de virtud... y Perrault termina así su defensa de las mujeres: no todas son unas arpías vanas y desagradecidas; también las hay como Grisélidis.
De seguro Perrault no tenía amigas, y sabía de mujeres lo que una servidora de física nuclear del siglo XX (no es mucho, les aseguro). ¿Cómo pudo haber escrito semejante farsa de no ser así? Hasta el prudente Chaucer (muy anterior a Perrault) declaró que la tal Gris-como-se-llame está muerta y enterrada, y que si un hombre sabe lo que le conviene, no debe poner a prueba a su esposa. Pero lo más inquietante del asunto es cuánto del pensamiento de Perrault (permeado incluso de bondad) se ha colado hasta nuestras fechas. Alguna vez (estoy hablando de finales del siglo XX), durante un viaje largo en autobús en el que medio dormía en las rodillas de mi entonces novio, el Capitán, escuché sin querer una conversación entre dos muchachos; uno, muy serio, hablaba de conseguir una pareja que fuera mucho menos inteligente que él, para... bueno, para no dejar de controlarla, y no meterse en problemas. Me pregunto si al final se le habrá cumplido el deseo, y en ese caso, si no lo estará lamentando.
Si me preguntaran cuál es el principal punto de conflicto entre las relaciones hombre-mujer de nuestros días, estaría de acuerdo con Tolkien en lo que afirmó hace casi un siglo en una carta a uno de sus hijos: ellos idealizan; ellas no. Para hallar algún ejemplo similar he tenido que meterme con telenovelas a la par que con cuentos, mitos y leyendas: he visto que muchos hombres esperan una Grisélidis, pero no conozco a ninguna mujer que pida un
Gutierritos.