6. Descenso del Monte del Destino
Am I so lost in my sin?
You ask me where did I fall
I'll say I can't tell you when
But if my spirit is lost
How will I find what is near?
Don't question, I'm not alone
Somehow I'll find my way home.
Una escuela horrible como aquella donde estuve tenía que hacer su efecto, tarde o temprano. Uno puede pasársela nadando en thinner y no disolverse, pero no hay que negar que el cuero se adelgaza un poco. Y de cuero delgado no se hacen escudos buenos.
Santo remedio, sin escudo y sin protección, pasé, ya cerca del final de la maldita prepa, por mucho sufrimiento que no voy a describir, al menos, en detalle. Lo único que voy a animarme a contarles es que la prestigiosa escuela donde estudié me recordaba a veces a un campo de concentración, no por las comparaciones más obvias de encierro y abuso, sino porque ahí se llevaba a cabo una destrucción SISTEMÁTICA de humanidad... para ser exactos, de carácter, personalidad y valores.
Una anécdota nada más al respecto: La institución iba a participar simultáneamente en certámenes interestatales de matemáticas y culturales; varios de mis compañeros y yo íbamos a participar. A los que iban para los concursos de matemáticas les dieron horas libres para prepararse, asesorías en la tarde y permisos para faltar a clase o no llevar tareas; los que nos inscribimos en los eventos culturales teníamos que arreglárnoslas como mejor pudiéramos, y a veces lo único que podíamos hacer era aprovechar los diez minutos libres entre clase y clase para trabajar. Yo estaba escribiendo una obra de teatro (tolkieniosa, en cierto modo, pero eso es otra historia). Entonces, me gustaba sentarme en primera fila en el salón, porque así me evitaba distracciones y también porque a esas alturas no me habían descubierto
¿Qué hace uno en estos casos? Bueno, volverse a Dios no está tan mal... aunque no es por sí solo una panacea.
Resulta que la biografía de la señora “Crabby” tenía depositado un detallito que ella misma no consideró de gran importancia, pero a mí me resultó una sorpresa muy agradable: Tolkien, mi autor favorito, había sido católico, igual que una servidora.
Soy de familia católica, y, aunque la verdad soy un ejemplo más bien pobre de esta religión, espero haber heredado el fenomenal enfoque de mis papás hacia la misma.
Pero el ser católico no le da a uno ninguna ventaja extra en este mundo, como a Tolkien mismo le tocó experimentar, y casi casi les diría que es una fuente segura de dificultades. Sobre todo si uno se toma lo de “católico” en serio.
¿Qué es un católico? Bueno, entre muchas definiciones, me gustaría usar
Mmmmmm... ¿así que “cuando crecí me empecé a cuestionar”...? Pregunta: ¿y por qué rayos se esperaron a crecer? Desde que comencé a ir al catecismo (pónganle ustedes a los nueve años), recuerdo que era un constante cuestionar y cuestionar. Que si por qué esto, que si tal dogma no parecía lógico, que cuál podría ser la explicación de tal cosa. Mis papás tuvieron buen cuidado de propiciar esos cuestionamientos, en lugar de apagarlos, y de responder a mis preguntas o mandarme a investigar por mi cuenta. Con la mala fama (no siempre injustificada) que se carga ahorita mi religión, sabían que si había que echar a otro insoportable católico a este mundo, mejor que se tratara de uno convencido. La única forma de convencerse de algo es ponerlo a prueba hasta que, o bien reviente, o bien demuestre que está hecho de acero puro.
La señora “Crabby” se limita a corear al biógrafo de Tolkien, Humphrey Carpenter, con eso de que el catolicismo de Tolkien estaba relacionado con su madre y el trauma de haberla perdido tan pronto, nada más. Equivocados, los dos.
Así que, ya se imaginarán, el hecho de que Tolkien fuera católico me proporcionó un consuelito extra en las dificultades y me hizo ver ESDLA con otros ojos. Pero, confieso, hubo momentos tan espantosos que ni siquiera mi religión me funcionaba, tal vez porque mi razón estaba también algo nublada. Lo suficiente para hacerme perder el rumbo y cometer alguna que otra tontería. El final del camino se veía tan lejos; “faltan 250 días”, “faltan 230 días”, se hacía constar en una libreta de notas de la que no me separaba, y donde iba marcando cuánto tiempo me faltaba para abandonar ese horrible lugar, junto con las razones de odio que proporcionara cada mañana. Traía el Anillo del pescuezo, y el Gran Ojo me observaba constantemente. No triunfarán para siempre, dijo Frodo. No triunfarán para siempre, me repetía, aunque cada vez con menos fe.
Al final, todo era cuestión de trepar al monte y arrojar el objeto. ¿A qué se dice fácil? Qué va. Ahora, si recuerdan cómo terminó la tarea de Frodo, no se les hará extraño que a veces el fracaso aparente se convierte en triunfo.
En esa escuela que les digo no era posible graduarse de
La mañana siguiente me desperté con una sensación rara que en muchísimo tiempo no había experimentado: la de comenzar el día sin tener miedo. El Gran Ojo todavía estaba en alguna parte, muy pagado de sí mismo en su trono de fuego, alimentándose de las desdichas y desilusiones de otros como yo; pero mi asunto personal con él había terminado. Era hora de dejarlo atrás, y de dar gracias a Aquel que había tenido a bien sacarme del volcán por haberme proporcionado a tiempo un traje de asbesto a toda prueba: ese libro maravilloso del que hemos estado hablando. Aunque no tenía la más mínima idea de cuál iba a ser mi próximo camino y estaba lejos de encontrarme completamente bien, el cielo se veía claro. Sólo tenía una cosa segura: era hora también de regresar a mi hogar secundario,
Continuará...