domingo, marzo 25, 2012

Amor y matrimonio



Hoy es el día mundial de leer a Tolkien; reviví el blog tan deprisa para no perdérmelo y, como todos los años, traducir un texto de mi autor favorito para ustedes. Cuando pregunté qué tema podría gustar, mi amigo S. me sugirió que uno que hablara de amor. De inmediato pensé en éste (y el pensamiento, he de confesarlo, me atravesó el pecho como una aguja finísima), una carta de Tolkien a su hijo Michael escrita, justamente, en marzo de 1940. La carta remata con la historia personal de Ronald Tolkien y su esposa Edith, que no pondré aquí. Si estamos familiarizados con el autor (y si no, no dará trabajo pasar algunos datos) sabremos que su matrimonio fue todo menos sencillo; que les llovieron calamidades, que no fueron felices para siempre porque eso sólo ocurre en los cuentos de hadas, pero que igual trabajaron duro para serlo. ¿Les resultó? Creo que la foto de la portada tiene mucho que decir al respecto. 

No hay fórmula precisa para un matrimonio ideal; no creo que la intención de Tolkien fuera hablar de algo más que su propia experiencia. Pero este escrito, si le pasamos por alto dos que tres observaciones que de seguro objetarán las feministas, podría darnos una acercamiento interesante a su forma de vivir al amor, y servir al menos para contrarrestar tantas ideas desfasadas que sobre este sentimiento nos han querido vender en televisión, internet, películas y libros de moda. 



De una carta de J.R.R. Tolkien a su hijo Michael
(extraída del libro The Letters of J.R.R. Tolkien, editado por Houghton Mifflin)

Traducción: Yours Truly.

Aún en nuestra cultura occidental, la tradición de la caballerosidad romántica es fuerte, aunque como producto de la cristiandad (que no es de ninguna manera lo mismo que la ética cristiana) los tiempos le son hostiles. Idealiza el “amor”... y esto hasta donde alcanza puede ser muy bueno, ya que toma en cuenta algo más que el placer físico y goza, si no de la pureza, al menos de la fidelidad, al igual que el autosacrificio, el “servicio”, la cortesía, el honor y el valor. Su debilidad es, por supuesto, que comenzó como un juego de cortejo artificial, como una forma de disfrutar el amor por sí mismo, sin referencia (y de hecho contrario) al matrimonio. Tenía como objeto no a Dios, sino al Amor y la Dama, deidades imaginarias. Todavía tiende a convertir a la Dama en una especie de estrella guía o divinidad (del anticuado “su divinidad” = la mujer que ama), el objeto o la razón de una conducta noble. 

Esto, por supuesto, es falso y a lo mucho un invento. La mujer es otro ser humano caído con el alma en peligro. Pero si se combina y armoniza con la religión (como hace tiempo se hizo para producir gran parte de esa hermosa devoción hacia Nuestra Señora que ha sido la manera en la que Dios ha refinado tanto nuestra cruda naturaleza y emociones masculinas, y también de darle calidez y colorido a nuestra difícil y amarga religión) puede ser muy noble. Así surge lo que supongo se siente todavía, entre quienes conservan incluso algún rastro de cristianismo, como el más alto ideal de amor entre un hombre y una mujer. Creo, de todas formas, que tiene sus peligros. No es del todo cierto, y no es perfectamente “teocéntrico”. Hoy, como de todas formas ha sucedido en el pasado, hace que un joven deje de ver a las mujeres como son, como compañeras en el naufragio y no como estrellas guía. (Y cuando el joven cae en cuenta de la realidad se vuelve cínico). Que olvide los deseos, las necesidades y las tentaciones de ellas. Inculca nociones exageradas de “amor verdadero”, como si éste fuera un fuego del exterior, una exaltación permanente, sin tener que ver con la edad, la crianza de los hijos, y la vida ordinaria, sin participación de la voluntad y el propósito. (Un resultado de ello es que las personas jóvenes se ponen a buscar un “amor” que los mantenga abrigados y contentos en un mundo insensible, sin que pongan esfuerzo de su parte; y los que son incurablemente románticos siguen buscando incluso en las desdichas de una corte de divorcio).


Las mujeres no tienen mucha parte en todo esto, aunque pueden usar el lenguaje del amor romántico, ya que está entrelazado en todas nuestras locuciones. El impulso sexual hace a las mujeres (naturalmente entre menos mimadas, menos egoístas) muy sensibles y comprensivas, o especialmente ansiosas de serlo (o eso parece), y muy animadas por entrar tanto como les sea posible en los intereses, desde lazos familiares a religión, del joven por el que se sienten atraídas. No es que quieran engañar; es el instinto puro, el de servir y ayudar, resguardado generosamente por el deseo y la sangre joven. Bajo este impulso pueden de hecho alcanzar una muy notable perspicacia y entendimiento, incluso de cosas que de otro modo estarían fuera de su rango natural: pues su don es ser receptivas, estimuladas, fertilizadas (en muchos aspectos que no son el físico) por el varón. Cada maestro lo sabe. Cuán rápido una mujer inteligente puede aprender, captar sus ideas, comprender su punto... y cómo, con extraordinarias excepciones, no prosiguen cuando dejan su mano o cuando ya no tienen interés personal en él. Pero es su vía natural hacia el amor. Antes de que la joven mujer sepa ubicarse (y mientras el joven romántico, cuando existe, suspira aún) ella podría de hecho, “enamorarse”. Lo que significa para ella, una mujer que por naturaleza no esté mimada, que quiere convertirse en la madre de los hijos de ese joven, aun si ese deseo no es, en modo alguno, claro para ella, o explícito. Y entonces suceden cosas que pueden ser muy dolorosas y dañinas si van mal. En particular si el joven sólo quería una estrella guía y una divinidad temporales (hasta que ata su vagón a una más brillante) y sólo estaba disfrutando de los halagos de la lástima muy bien sazonados con la excitación del sexo... todo muy inocente, por supuesto, y muy alejado de la “seducción”.



Puedes conocer en la vida (igual que en la literatura) mujeres que son frívolas, o pura y duramente disipadas (no me refiero a la coquetería, la práctica del combate real, sino a mujeres que son demasiado tontas como para tomarse el amor en serio, o de hecho tan depravadas como para disfrutar de las “conquistas” e incluso causar dolor), pero son anormalidades, aun si las enseñanzas falsas, las malas crianzas y las modas corruptas puedan animarlas a comportarse así. Por mucho que las condiciones modernas hayan cambiado las circunstancias femeninas, y el detalle de lo que se considera apropiado, no han modificado el instinto natural. Un hombre tiene una vida de trabajo, una carrera, (y amigos hombres), todo lo que podría (y lo hace, si el hombre tiene agallas) sobrevivir al naufragio del amor. Una mujer joven, aun si es “económicamente independiente”, como dicen ahora (y que por lo general significa que está económicamente sometida a un patrón masculino en lugar de un padre o una familia) empieza a pensar en el “cajón del ajuar” y en un hogar, casi de inmediato. Si de veras se enamora, el naufragio podría terminar en las rocas. De todas maneras las mujeres en general son mucho menos románticas y más prácticas. No te dejes engañar por el hecho de que sean más “sentimentales” con las palabras... que tengan mayor libertad para usar “cariño” y todo eso. No quieren una estrella guía. Pueden idealizar a un joven común y corriente y hacerlo su héroe, pero no necesitan semejante encanto ni para enamorarse ni para seguir amando. Si tienen alguna ilusión vana es la de que pueden “reformar” a los hombres. Con los ojos bien abiertos aceptarán a un canalla, y cuando se desvanezca la ilusión de que pueden cambiarlo, seguirán amándolo. Ellas son, por supuesto, mucho más realistas acerca de una relación sexual. A menos que se hayan pervertido por las malas modas contemporáneas, por lo general no hablan “sucio”, no porque sean más puras que los hombres (no lo son) sino porque no le ven la gracia.  He conocido a algunas que fingieron hacerlo, pero no deja de ser fingimiento. Pudiera resultarles intrigante, curioso, absorbente (e incluso demasiado absorbente), pero si se trata de una cuestión tan natural, seria y obvia, ¿dónde está el chiste?

Tiene que ser, claro, aún más cuidadosas en las relaciones sexuales, con todos los anticonceptivos que haya. Los errores dañan físicamente y socialmente (y en el matrimonio). Pero si no están corrompidas, ellas son instintivamente monógamas. Los hombres no lo son... De nada sirve fingir lo contrario. Los hombres no lo son, que no lo son; no al menos por instinto natural. La monogamia (aunque por largo tiempo ha sido fundamental para nuestras ideas heredadas) es para los hombres una revelación de ética, de acuerdo a la fe y no a la carne. Cada uno de nosotros podría procrear saludablemente, en nuestros treinta y tantos años de completa fertilidad, unos cientos de hijos, y pasársela muy bien en el proceso. Brigham Young (creo) era un hombre feliz y saludable. Éste es un mundo caído, y no hay consonancia entre nuestros cuerpos, mentes y almas.

Sin embargo, la esencia de un munda caído es que lo mejor que tiene no puede alcanzarse por el libre disfrute de las cosas, o por lo que se llama “autorrealización” (un nombre bonito para designar la autocomplacencia, de hecho adversa a la “realización” de otras personas), sino por la negación, por el sufrimiento. La fidelidad en un matrimonio cristiano conlleva una gran mortificación. Para el hombre cristiano no hay salida. El matrimonio puede ayudar a santificar y encauzar a su objetivo correcto los deseos sexuales; su gracia puede ayudarlo en la lucha, pero la lucha sigue ahí. No va a estar satisfecho... como es posible tener a raya el hambre con alimentos a sus horas. Le ofrecerá a la pureza propia de tal estado lo mismo dificultades como alivios. Pero no hay un hombre, por mucho que de joven haya amado a su novia y prometida, que haya permanecido fiel a ella como esposa en mente y cuerpo sin haber ejercido, deliberada y conscientemente, la voluntad, sin autonegarse. A muy pocos se les dice eso... ni siquiera a aquellos criados “en el seno de la iglesia”. Los que están fuera de ella rara vez parecen haberlo oído. Cuando el hechizo se desvanece, o simplemente se adelgaza un poco, piensan que han cometido un error, y que aún no han encontrado a la compañera de sus vidas. Y con demasiada frecuencia la verdadera compañera de sus vidas les parece la primera persona sexualmente atractiva con la que se tropiezan. Alguien con quien pudieran casarse muy ventajosamente, siempre y cuando... Y ahí llega el divorcio, para suplir el “siempre y cuando”. 

Y por supuesto en general tienen mucha razón: sí cometieron un error. Sólo un hombre muy sabio podría, al final de su vida, hacer un juicio correcto sobre con quién, de todas las oportunidades posibles, se pudo haber casado mejor.  Casi todos los matrimonios, hasta los más felices, son errores; en el sentido de que casi con seguridad (en un mundo más perfecto, o con un poquito más de cuidado en éste tan imperfecto) cualquiera de los dos cónyuges podría haber encontrado compañeros más apropiados. Pero el verdadero compañero de la vida de uno es con quien de hecho está uno casado. Hay muy poco de donde elegir: la vida y las circunstancias lo hacen casi todo (aunque si hay un Dios éstos deben ser Sus instrumentos, o Sus manifestaciones). Es notable que de hecho los matrimonios felices son más comunes cuando la “elección” de las personas jóvenes está aún más limitada, por autoridades paternales o familiares, mientras haya una ética social de responsabilidad  y fidelidad conyugal que no tienen que ver con lo romántico. 

Pero incluso en países en los que la tradición romántica ha afectado las estructuras sociales tanto como para hacer creer a la gente que la elección de un compañero es cuestión exclusiva de los jóvenes, sólo la más extraordinaria buena suerte une a un hombre y una mujer que son, de verdad, como si estuvieran destinados el uno para el otro, capaces de un amor grandioso y espléndido. La idea aún nos deslumbra, nos toma por la garganta: poemas, historias de a montón se han escrito sobre el tema; más, probablemente, que el número de amores semejantes que haya en la vida real, (sin embargo, las historias más sublimes no hablan del feliz matrimonio de esos fenomenales amantes sino de su trágica separación, como si incluso en esta esfera lo más grande y espléndido de este mundo caído se alcanzara por el fracaso y el sufrimiento). En un amor tan grande e inevitable, con frecuencia el amor a primera vista, alcanzamos una visión, supongo, del matrimonio como hubiera podido ser en un mundo no caído. En este mundo caído la única guía que tenemos es la prudencia, la sabiduría (pocas veces encontrada en la juventud, descubierta demasiado tarde en la vejez) un corazón limpio, y fidelidad de voluntad...

2 comentarios:

Petrus Angelorum dijo...

Ahora sólo puedo pensar en mi compañera de naufragio y, a la vez, estrella guía: Conorte.

Y sí, uno está más que contagiado por las novelas de caballerías, ni modo.

Dios os guarde.

Centinela dijo...

Qué grande es Tolkien, qué bonito que tenga su día para ser leído, así, tan especialmente. Qué pena que me lo haya perdido, pero todo tiene remedio, me lo anoto para el próximo año y me leo ahora mismo un par de sus cartas, que yo también tengo el libro, pero en español.

Buen día! (:

Creative Commons License
La casa de Aisling by Laura Michel is licensed under a Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Derivadas 2.5 México License.