Llega (en el hemisferio norte) el fin de un verano que se me pasó volando. Y que la verdad, una servidora apenas sintió como verano; pocas lluvias, poca tranquilidad; es el primer verano en el que tengo que trabajar en períodos largos mañana y tarde. Cuando estudiaba, e incluso en mis primeros empleos, el verano era una pausa larga, un tiempito que dedicar a la autocontemplación, a la planificación de lo que vendría. Ahora ya todo es prisa.
Las vacaciones están subvaloradas, de la misma forma que el trabajo de día con día, sin pausas, se considera como el ideal. Esto, claro, no es nada nuevo; es tan antiguo, de hecho, como aquella fábula de la hormiga y la cigarra. Si no es que más.
Pensemos un poco en las hormigas, a las que tantas veces se nos pone como ejemplo de abnegada laboriosidad. Únicamente el escritor Mark Twain se atrevió a retratarlas como lo que son: un animalejo que se aferra, se aferra al trabajo sin meta definida, sólo porque no ha vivido de otra manera o porque hay que hacer engordar el trasero de alguna autoridad que apenas sabe que existe y que jamás lo ha tomado como individuo.
Si uno se pone a hacer analogías con los seres humanos, la fábula de la hormiga y la cigarra debería dar terror. En ella, la hormiguita trabajadora se desloma en el verano, y al llegar el invierno descansa con el granero lleno, mientras la cigarra, que se pasó todo el verano divirtiéndose, sufre hambre.
Me dirán que Twain nunca supo eso de que las hormigas se mueven como mente colmena, pero si a esas vamos, Esopo tampoco consideró lo mismo en los humanos. El pequeñín problema es que las hormigas en la vida real (y también en su humanidad metaforeada) no trabajan para sí mismas. A la fábula se le olvidó incluír algunos detalles, como eso de que en los hormigueros hay una reina y unos zánganos. Digamos que la reina es la Secretaría de Hacienda o algo así: está gigantesca, se mueve lo menos posible, y se dedica a reproducir más, más y más obreros que tendrán que trabajar toda su vida para ella. Los zánganos serían los burócratas y los políticos; son pequeñitos, insignificantes de hecho, y tienen una función definida, pero ésta no es el trabajo. Lo malo es que a diferencia de las hormiguitas, a los burócratas no se les expulsa del hormiguero; será porque siempre se las arreglan para decir que son necesarios y no cumplen su función a tiempo. Así que mientras que la reina engorda, ellos reciben alimento del resto de la colonia.
Las hormigas se ponen a llenar un granero que no les pertenece; si se ponen a juntar alimento tal vez llegue el día que se den cuenta de que sus ahorros están devaluados. Y no les queda más remedio que seguir. Tal vez lleguen a darse cuenta, antes de que las mate un pisotón, una inundación repentina o algún depredador hambriento, que una cigarra con influencias (¿pero quién le dijo a Paris Hilton que cantaba?) tiene mejores posibilidades de vida que ellas.
Si hago cuentas de todas las veces que en la escuela primaria nos repitieron e hicieron repetir la fábula de la cigarra y la hormiga, se me acaban los dedos de manos y pies. No suelo ver moros con tranchete, al menos no donde hay mafiosos con ametralladora, pero si detrás de esto hubiera una misteriosa conspiración, no me extrañaría ni un poquito. Hay demasiados poderes, personas, organismos, a los que les conviene que el mundo se llene de hormigas humanas. Las mismas que van a continuar trabajando, y que tal vez se pregunten por qué en su granero sólo quedan ocho semillas cuando ellas están seguras de haber recolectado doce. Las que se preguntan por qué su alimento es ahora más escaso aunque se han esforzado tanto o igual que antes. Las mismas que esperan un invierno que nunca llega, a pesar de que el clima se pone más frío y los días más oscuros.
Las vacaciones están subvaloradas, de la misma forma que el trabajo de día con día, sin pausas, se considera como el ideal. Esto, claro, no es nada nuevo; es tan antiguo, de hecho, como aquella fábula de la hormiga y la cigarra. Si no es que más.
Pensemos un poco en las hormigas, a las que tantas veces se nos pone como ejemplo de abnegada laboriosidad. Únicamente el escritor Mark Twain se atrevió a retratarlas como lo que son: un animalejo que se aferra, se aferra al trabajo sin meta definida, sólo porque no ha vivido de otra manera o porque hay que hacer engordar el trasero de alguna autoridad que apenas sabe que existe y que jamás lo ha tomado como individuo.
Si uno se pone a hacer analogías con los seres humanos, la fábula de la hormiga y la cigarra debería dar terror. En ella, la hormiguita trabajadora se desloma en el verano, y al llegar el invierno descansa con el granero lleno, mientras la cigarra, que se pasó todo el verano divirtiéndose, sufre hambre.
Me dirán que Twain nunca supo eso de que las hormigas se mueven como mente colmena, pero si a esas vamos, Esopo tampoco consideró lo mismo en los humanos. El pequeñín problema es que las hormigas en la vida real (y también en su humanidad metaforeada) no trabajan para sí mismas. A la fábula se le olvidó incluír algunos detalles, como eso de que en los hormigueros hay una reina y unos zánganos. Digamos que la reina es la Secretaría de Hacienda o algo así: está gigantesca, se mueve lo menos posible, y se dedica a reproducir más, más y más obreros que tendrán que trabajar toda su vida para ella. Los zánganos serían los burócratas y los políticos; son pequeñitos, insignificantes de hecho, y tienen una función definida, pero ésta no es el trabajo. Lo malo es que a diferencia de las hormiguitas, a los burócratas no se les expulsa del hormiguero; será porque siempre se las arreglan para decir que son necesarios y no cumplen su función a tiempo. Así que mientras que la reina engorda, ellos reciben alimento del resto de la colonia.
Las hormigas se ponen a llenar un granero que no les pertenece; si se ponen a juntar alimento tal vez llegue el día que se den cuenta de que sus ahorros están devaluados. Y no les queda más remedio que seguir. Tal vez lleguen a darse cuenta, antes de que las mate un pisotón, una inundación repentina o algún depredador hambriento, que una cigarra con influencias (¿pero quién le dijo a Paris Hilton que cantaba?) tiene mejores posibilidades de vida que ellas.
Si hago cuentas de todas las veces que en la escuela primaria nos repitieron e hicieron repetir la fábula de la cigarra y la hormiga, se me acaban los dedos de manos y pies. No suelo ver moros con tranchete, al menos no donde hay mafiosos con ametralladora, pero si detrás de esto hubiera una misteriosa conspiración, no me extrañaría ni un poquito. Hay demasiados poderes, personas, organismos, a los que les conviene que el mundo se llene de hormigas humanas. Las mismas que van a continuar trabajando, y que tal vez se pregunten por qué en su granero sólo quedan ocho semillas cuando ellas están seguras de haber recolectado doce. Las que se preguntan por qué su alimento es ahora más escaso aunque se han esforzado tanto o igual que antes. Las mismas que esperan un invierno que nunca llega, a pesar de que el clima se pone más frío y los días más oscuros.