En la última (de varios cientos) de las revisadas que le he estado dando a mi currículum, he intentado incluír, ahora sí, todo lo que ha estado saltando, de importancia o no, en mi dichosa vida de milusos; tras la primera de las consecuentes podas, todavía no estoy segura de dejar ahí la mención de un rol que he representado unas cuantas veces: el de sinodal. El conflicto que tengo con ello es que, a menos de un año de mi último de esos trabajitos, apenas me acaba de caer el veinte de qué tan enorme era, en realidad, la responsabilidad caída sobre mis pequeñas manos.
El trabajo de un sinodal no parece demasiado complicado a simple vista: uno recibe una tesis o realiza un examen general de conocimientos, y lo que sigue a continuación es un juicio, en el que los testigos son números y el “acusado” tiene que armar su propia defensa. Al final, uno decide o no entregar un título universitario o sigue un sistema numérico que traduce a “aprobado por unanimidad”, “aprobado” o “no aprobado” (todavía no he tenido que tomar esta decisión).
Un sinodal está encargado de decirle a una persona si los años que pasó en la universidad valieron la pena, y, sobre todo, de comprobar que está lista para actuar y moverse en la vida real, donde no hay exámenes, y donde la verdadera valía está en el carácter y no en las calificaciones. ¡Gracias al cielo no tenía hacer eso sola! Tanto poder sobre la vida de alguien debería haberme hecho temblar, y nunca me sucedió, salvo cuando el trabajo ocurría durante el invierno y llenaba de notas las tesis hasta que la mano se me entumía.
He dado muchas licenciaturas, y tomado protesta de graduandos que juran conducirse con honor y decencia; a algunos, les pasé el título con la mano en la cintura, con orgullo y confianza; a otros, con la certeza de que sus esfuerzos, que conocía muy bien, cubrirían cualquier agujero que pudiera encontrarse en su prueba.
Y a otros más, Dios me perdone, los declaré aprobados basándome en la pura esperanza de que la vida terminaría mi trabajo de educadora. No, no siempre fue así.
Me doy cuenta ahora que, siempre que fui sinodal, estuve preguntando las mismas estupideces: que si la tesis no se qué, que cómo es que este dato blah blah blah, que por qué en la página tal se afirma tal cosa si esto, y lo otro... Nunca cuestioné lo que era verdaderamente importante: a ver, ¿considera usted que se merece el título? ¿Por qué rayos? ¿Qué piensa hacer ahora que podrá escribir “licenciado” delante de su nombre? ¿Qué planes tiene para TODA su vida? ¿Abusará del poder que, tarde o temprano, podrá adquirir con la educación que ha recibido? ¿Se sentirá superior a quienes tal vez sean más sabios o inteligentes que usted, pero no hayan cursado ni la primaria? ¿Considera que esto es el final de su carrera, o apenas el principio? ¿Aprenderá de sus errores, o piensa que el “mención honorífica” lo excluye de cometerlos? ¿Cuáles son sus verdaderas intenciones, a largo plazo?
Un sinodal tiene uno de los poderes más espantosos, creo yo, que le pueden tocar a cualquier personaje de novela de fantasía (mago, genio dador de deseos, lo que sea): el de conceder, a su vez, poder a alguien más, que en algún momento dado tendrá que tomar decisiones sobre cómo utilizarlo. Pero el conocimiento de que “un gran poder conlleva una gran responsabilidad” (no sé si fue realmente el viejo tío Ben Parker quién se lo inventó o si salió de alguna mancha de sabiduría popular), por desgracia, no viene en el mismo empaque que el “licenciado”, “ingeniero”, “doctor” que un estudiante recibe a cambio de sus esfuerzos.
Estoy segura de que, al menos en una ocasión, le habré entregado ese poder a la persona equivocada. Y que esa persona, que a lo mejor no he vuelto a ver desde entonces, anda por ahí haciendo el mal gracias al pequeño atributo que yo (y mis queridos cómplices, colegas en el jurado) pusimos delante de su nombre: el “licenciado”. ¿A que suena siniestro? Y, con todo, ¡cuánto daño puede hacer una sola palabra!
Terrible, también, darse cuenta de que, ni aunque uno consiga que le pique la araña adecuada, no siempre es posible deshacer los males.
Me contaron una vez sobre un maestro que utilizaba un sistema bastante simple para calificar a sus alumnos. A los que eran capaces, les ponía el puntaje máximo; a los que no lo eran tanto, pero no parecía que fueran a hacerle daño a nadie, los pasaba con seis. Y a los que tenían como mayores cualidades ser estúpidos y/o malvados, los reprobaba; eso era todo. Bueno, si a ese maestro le funcionaba, pues qué bien, pero, Gandalf dijo, ni los más sabios conocen todos los fines, y no existe el arte, cito al desdichado rey Duncan en Macbeth, que le permita leer a uno el corazón humano. Si hubiera forma de detectar maldad futura en un corazón en cuanto éste apenas comenzara a latir, caray, yo sería pro-aborto.
Ni modo; ya sea con poderes o con superpoderes, a uno no le queda más remedio que conducirse en la vida lo mejor que sea posible. Y resignarse a que de vez en cuando, como un brillante rayo de sol, la buena fe nos puede dejar momentáneamente ciegos.
7 comentarios:
Wow!
Más que agregar a tu curriculum el haber sido sinodal deberías colocar el hecho de motivar la reflexión en los demás.
:)
Comprendo el peso de la responsabilidad de otorgar tal poder, pero ahora siento el peso de recibirlo cada que termino una página más de la tesis... y en serio me da miedo saber qué vendrá después del punto final...
Me encanto lo que escribiste. Supongo que es difícil encontrar una regla con la cual se puede medir a alguien. (¿Se puede medir a alguien?)
Pues vaya haciendo sus maletas, pediré que sea mi sinodal...
A alos:
Sí, se puede medir (pues es materia) a una persona, por lo general en centímetros en los países con sistema métrico decimal.
Me acabas de recordar con este post uno de los propósitos tabú del 2008 para mi, jejeje. Que horror. No sé por qué me cuesta tanto trabajo. Casi estoy convencido de que es un auténtico bloqueo mental. Ufff...
Que post más interesante has escrito, de verdad que se disfruta leer toda la reflexión sobre un tema que yo solamente he podido contemplar como acusado. La pregunta "¿aprenderá de sus errores, o piensa que el “mención honorífica” lo excluye de cometerlos?" fue maravillosa, pues a fin de cuentas ¿no se trata de eso la vida misma y no sólo la recepción de un título?
Muchísimas gracias a todos por sus comentarios. :.>
Pere, yo creo que Alos estaba hablando de primer libro de Samuel, capítulo 16, versículo 7... ¡Esas mediciones, ahora sí, están canijas para nosotros, simples humanos!
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