domingo, marzo 25, 2012

Amor y matrimonio



Hoy es el día mundial de leer a Tolkien; reviví el blog tan deprisa para no perdérmelo y, como todos los años, traducir un texto de mi autor favorito para ustedes. Cuando pregunté qué tema podría gustar, mi amigo S. me sugirió que uno que hablara de amor. De inmediato pensé en éste (y el pensamiento, he de confesarlo, me atravesó el pecho como una aguja finísima), una carta de Tolkien a su hijo Michael escrita, justamente, en marzo de 1940. La carta remata con la historia personal de Ronald Tolkien y su esposa Edith, que no pondré aquí. Si estamos familiarizados con el autor (y si no, no dará trabajo pasar algunos datos) sabremos que su matrimonio fue todo menos sencillo; que les llovieron calamidades, que no fueron felices para siempre porque eso sólo ocurre en los cuentos de hadas, pero que igual trabajaron duro para serlo. ¿Les resultó? Creo que la foto de la portada tiene mucho que decir al respecto. 

No hay fórmula precisa para un matrimonio ideal; no creo que la intención de Tolkien fuera hablar de algo más que su propia experiencia. Pero este escrito, si le pasamos por alto dos que tres observaciones que de seguro objetarán las feministas, podría darnos una acercamiento interesante a su forma de vivir al amor, y servir al menos para contrarrestar tantas ideas desfasadas que sobre este sentimiento nos han querido vender en televisión, internet, películas y libros de moda. 



De una carta de J.R.R. Tolkien a su hijo Michael
(extraída del libro The Letters of J.R.R. Tolkien, editado por Houghton Mifflin)

Traducción: Yours Truly.

Aún en nuestra cultura occidental, la tradición de la caballerosidad romántica es fuerte, aunque como producto de la cristiandad (que no es de ninguna manera lo mismo que la ética cristiana) los tiempos le son hostiles. Idealiza el “amor”... y esto hasta donde alcanza puede ser muy bueno, ya que toma en cuenta algo más que el placer físico y goza, si no de la pureza, al menos de la fidelidad, al igual que el autosacrificio, el “servicio”, la cortesía, el honor y el valor. Su debilidad es, por supuesto, que comenzó como un juego de cortejo artificial, como una forma de disfrutar el amor por sí mismo, sin referencia (y de hecho contrario) al matrimonio. Tenía como objeto no a Dios, sino al Amor y la Dama, deidades imaginarias. Todavía tiende a convertir a la Dama en una especie de estrella guía o divinidad (del anticuado “su divinidad” = la mujer que ama), el objeto o la razón de una conducta noble. 

Esto, por supuesto, es falso y a lo mucho un invento. La mujer es otro ser humano caído con el alma en peligro. Pero si se combina y armoniza con la religión (como hace tiempo se hizo para producir gran parte de esa hermosa devoción hacia Nuestra Señora que ha sido la manera en la que Dios ha refinado tanto nuestra cruda naturaleza y emociones masculinas, y también de darle calidez y colorido a nuestra difícil y amarga religión) puede ser muy noble. Así surge lo que supongo se siente todavía, entre quienes conservan incluso algún rastro de cristianismo, como el más alto ideal de amor entre un hombre y una mujer. Creo, de todas formas, que tiene sus peligros. No es del todo cierto, y no es perfectamente “teocéntrico”. Hoy, como de todas formas ha sucedido en el pasado, hace que un joven deje de ver a las mujeres como son, como compañeras en el naufragio y no como estrellas guía. (Y cuando el joven cae en cuenta de la realidad se vuelve cínico). Que olvide los deseos, las necesidades y las tentaciones de ellas. Inculca nociones exageradas de “amor verdadero”, como si éste fuera un fuego del exterior, una exaltación permanente, sin tener que ver con la edad, la crianza de los hijos, y la vida ordinaria, sin participación de la voluntad y el propósito. (Un resultado de ello es que las personas jóvenes se ponen a buscar un “amor” que los mantenga abrigados y contentos en un mundo insensible, sin que pongan esfuerzo de su parte; y los que son incurablemente románticos siguen buscando incluso en las desdichas de una corte de divorcio).


Las mujeres no tienen mucha parte en todo esto, aunque pueden usar el lenguaje del amor romántico, ya que está entrelazado en todas nuestras locuciones. El impulso sexual hace a las mujeres (naturalmente entre menos mimadas, menos egoístas) muy sensibles y comprensivas, o especialmente ansiosas de serlo (o eso parece), y muy animadas por entrar tanto como les sea posible en los intereses, desde lazos familiares a religión, del joven por el que se sienten atraídas. No es que quieran engañar; es el instinto puro, el de servir y ayudar, resguardado generosamente por el deseo y la sangre joven. Bajo este impulso pueden de hecho alcanzar una muy notable perspicacia y entendimiento, incluso de cosas que de otro modo estarían fuera de su rango natural: pues su don es ser receptivas, estimuladas, fertilizadas (en muchos aspectos que no son el físico) por el varón. Cada maestro lo sabe. Cuán rápido una mujer inteligente puede aprender, captar sus ideas, comprender su punto... y cómo, con extraordinarias excepciones, no prosiguen cuando dejan su mano o cuando ya no tienen interés personal en él. Pero es su vía natural hacia el amor. Antes de que la joven mujer sepa ubicarse (y mientras el joven romántico, cuando existe, suspira aún) ella podría de hecho, “enamorarse”. Lo que significa para ella, una mujer que por naturaleza no esté mimada, que quiere convertirse en la madre de los hijos de ese joven, aun si ese deseo no es, en modo alguno, claro para ella, o explícito. Y entonces suceden cosas que pueden ser muy dolorosas y dañinas si van mal. En particular si el joven sólo quería una estrella guía y una divinidad temporales (hasta que ata su vagón a una más brillante) y sólo estaba disfrutando de los halagos de la lástima muy bien sazonados con la excitación del sexo... todo muy inocente, por supuesto, y muy alejado de la “seducción”.



Puedes conocer en la vida (igual que en la literatura) mujeres que son frívolas, o pura y duramente disipadas (no me refiero a la coquetería, la práctica del combate real, sino a mujeres que son demasiado tontas como para tomarse el amor en serio, o de hecho tan depravadas como para disfrutar de las “conquistas” e incluso causar dolor), pero son anormalidades, aun si las enseñanzas falsas, las malas crianzas y las modas corruptas puedan animarlas a comportarse así. Por mucho que las condiciones modernas hayan cambiado las circunstancias femeninas, y el detalle de lo que se considera apropiado, no han modificado el instinto natural. Un hombre tiene una vida de trabajo, una carrera, (y amigos hombres), todo lo que podría (y lo hace, si el hombre tiene agallas) sobrevivir al naufragio del amor. Una mujer joven, aun si es “económicamente independiente”, como dicen ahora (y que por lo general significa que está económicamente sometida a un patrón masculino en lugar de un padre o una familia) empieza a pensar en el “cajón del ajuar” y en un hogar, casi de inmediato. Si de veras se enamora, el naufragio podría terminar en las rocas. De todas maneras las mujeres en general son mucho menos románticas y más prácticas. No te dejes engañar por el hecho de que sean más “sentimentales” con las palabras... que tengan mayor libertad para usar “cariño” y todo eso. No quieren una estrella guía. Pueden idealizar a un joven común y corriente y hacerlo su héroe, pero no necesitan semejante encanto ni para enamorarse ni para seguir amando. Si tienen alguna ilusión vana es la de que pueden “reformar” a los hombres. Con los ojos bien abiertos aceptarán a un canalla, y cuando se desvanezca la ilusión de que pueden cambiarlo, seguirán amándolo. Ellas son, por supuesto, mucho más realistas acerca de una relación sexual. A menos que se hayan pervertido por las malas modas contemporáneas, por lo general no hablan “sucio”, no porque sean más puras que los hombres (no lo son) sino porque no le ven la gracia.  He conocido a algunas que fingieron hacerlo, pero no deja de ser fingimiento. Pudiera resultarles intrigante, curioso, absorbente (e incluso demasiado absorbente), pero si se trata de una cuestión tan natural, seria y obvia, ¿dónde está el chiste?

Tiene que ser, claro, aún más cuidadosas en las relaciones sexuales, con todos los anticonceptivos que haya. Los errores dañan físicamente y socialmente (y en el matrimonio). Pero si no están corrompidas, ellas son instintivamente monógamas. Los hombres no lo son... De nada sirve fingir lo contrario. Los hombres no lo son, que no lo son; no al menos por instinto natural. La monogamia (aunque por largo tiempo ha sido fundamental para nuestras ideas heredadas) es para los hombres una revelación de ética, de acuerdo a la fe y no a la carne. Cada uno de nosotros podría procrear saludablemente, en nuestros treinta y tantos años de completa fertilidad, unos cientos de hijos, y pasársela muy bien en el proceso. Brigham Young (creo) era un hombre feliz y saludable. Éste es un mundo caído, y no hay consonancia entre nuestros cuerpos, mentes y almas.

Sin embargo, la esencia de un munda caído es que lo mejor que tiene no puede alcanzarse por el libre disfrute de las cosas, o por lo que se llama “autorrealización” (un nombre bonito para designar la autocomplacencia, de hecho adversa a la “realización” de otras personas), sino por la negación, por el sufrimiento. La fidelidad en un matrimonio cristiano conlleva una gran mortificación. Para el hombre cristiano no hay salida. El matrimonio puede ayudar a santificar y encauzar a su objetivo correcto los deseos sexuales; su gracia puede ayudarlo en la lucha, pero la lucha sigue ahí. No va a estar satisfecho... como es posible tener a raya el hambre con alimentos a sus horas. Le ofrecerá a la pureza propia de tal estado lo mismo dificultades como alivios. Pero no hay un hombre, por mucho que de joven haya amado a su novia y prometida, que haya permanecido fiel a ella como esposa en mente y cuerpo sin haber ejercido, deliberada y conscientemente, la voluntad, sin autonegarse. A muy pocos se les dice eso... ni siquiera a aquellos criados “en el seno de la iglesia”. Los que están fuera de ella rara vez parecen haberlo oído. Cuando el hechizo se desvanece, o simplemente se adelgaza un poco, piensan que han cometido un error, y que aún no han encontrado a la compañera de sus vidas. Y con demasiada frecuencia la verdadera compañera de sus vidas les parece la primera persona sexualmente atractiva con la que se tropiezan. Alguien con quien pudieran casarse muy ventajosamente, siempre y cuando... Y ahí llega el divorcio, para suplir el “siempre y cuando”. 

Y por supuesto en general tienen mucha razón: sí cometieron un error. Sólo un hombre muy sabio podría, al final de su vida, hacer un juicio correcto sobre con quién, de todas las oportunidades posibles, se pudo haber casado mejor.  Casi todos los matrimonios, hasta los más felices, son errores; en el sentido de que casi con seguridad (en un mundo más perfecto, o con un poquito más de cuidado en éste tan imperfecto) cualquiera de los dos cónyuges podría haber encontrado compañeros más apropiados. Pero el verdadero compañero de la vida de uno es con quien de hecho está uno casado. Hay muy poco de donde elegir: la vida y las circunstancias lo hacen casi todo (aunque si hay un Dios éstos deben ser Sus instrumentos, o Sus manifestaciones). Es notable que de hecho los matrimonios felices son más comunes cuando la “elección” de las personas jóvenes está aún más limitada, por autoridades paternales o familiares, mientras haya una ética social de responsabilidad  y fidelidad conyugal que no tienen que ver con lo romántico. 

Pero incluso en países en los que la tradición romántica ha afectado las estructuras sociales tanto como para hacer creer a la gente que la elección de un compañero es cuestión exclusiva de los jóvenes, sólo la más extraordinaria buena suerte une a un hombre y una mujer que son, de verdad, como si estuvieran destinados el uno para el otro, capaces de un amor grandioso y espléndido. La idea aún nos deslumbra, nos toma por la garganta: poemas, historias de a montón se han escrito sobre el tema; más, probablemente, que el número de amores semejantes que haya en la vida real, (sin embargo, las historias más sublimes no hablan del feliz matrimonio de esos fenomenales amantes sino de su trágica separación, como si incluso en esta esfera lo más grande y espléndido de este mundo caído se alcanzara por el fracaso y el sufrimiento). En un amor tan grande e inevitable, con frecuencia el amor a primera vista, alcanzamos una visión, supongo, del matrimonio como hubiera podido ser en un mundo no caído. En este mundo caído la única guía que tenemos es la prudencia, la sabiduría (pocas veces encontrada en la juventud, descubierta demasiado tarde en la vejez) un corazón limpio, y fidelidad de voluntad...

sábado, marzo 24, 2012

Tiempo



"Lo único que podemos decidir es qué hacer con el tiempo que se nos ha dado".

           Gandalf, en La Comunidad del Anillo, de J.R.R. Tolkien



¿Qué se puede decir tras casi un año de ausencia? La verdad no sabía ni cómo empezar este escritillo con el que pretendo revivir el blog, ésta su casa. Estuve meditándolo durante un muy buen rato, y varios temas me estuvieron brincando por la cabeza. Uno, el cómo pedir disculpas a ustedes, que siempre han sido mis lectores y a quienes lamento muchísimo tener abandonados. Dos, contar cómo han cambiado las cosas desde aquella última vez que nos vimos; básicamente que el nuevo empleo que conseguí después de dejar (o que me dejara, más bien) aquel otro en el que había pasado quince años de mi vida resultó ser el trabajo de mis sueños, aunque muy, muy comprometido en cuanto tiempo y esfuerzo. Tres, informar que traigo entre manos un proyecto que, de tan grande, temo que se me salga de control, y de tan entrañable, que me termine de romper el corazón. Cuatro, que los gatitos que comparten la casa de ustedes con uno ya suman una docena. El quinto y el sexto me los reservaré, por el momento.

No estoy muy segura de por qué he abandonado el blog. La falta de tiempo es una buena excusa, pero ya he pasado por esas circunstancias y no era lo que me impedía ponerme a redactar sobre asuntos personales (que, como recordarán ustedes si han visitado seguido, son básicamente el cuerpo y alma de La Casa). Que me he vuelto sumamente twittera, al grado de la casi adicción por reducir ideas a los cientocuarenta caracteres y entusiasmarme con la respuesta instantánea del dichoso medio, tampoco funcionaría; igual me daba por socializar en vivo cuando no existía eso.
Reflexionar al respecto me lleva de nuevo a la idea del tiempo. Es el tiempo lo que me ha empezado a pesar, pero no del que uno se priva para ocuparse en “cuestiones importantes”, ni tampoco del que uno utiliza para recuperar el aliento después de haber batallado. Es el tiempo perdido; darme cuenta de que por primera vez en años me encuentro muy cerca de donde siempre quise haber estado, lamentar que no invertí lo suficiente en hacerme fuerte para cuando llegara el momento de luchar por algo más que pasar el día a día, llorar amargamente por lo que he dejado ir, por lo malo que he hecho y lo bueno que alguna vez tuve oportunidad de hacer y que no hice por estar demasiado ocupada en resistir. Lo peor, caer en la cuenta de que no hay marcha atrás. 
Me consuela la idea de que, no importa cuánto tiempo se me haya dado, creo que podré, algún día, mínimo acercarme a lo que siempre quise: tocar el corazón de las personas con palabras. Sé que no será fácil este camino de regreso, y que tendré que apuntarle a la luna para poder darle al tejabán de enfrente; ¡hasta estoy comprobando que debo aprender a usar Blogger de nuevo! Pero si en ello están conmigo y si cuento con su comprensión, consideración y lectura, no necesito nada más. 
Dejé olvidadas las recetas; ya vendrán más. Dejé pasar la Feria del Libro, con sus recomendaciones y citas (¡conseguí algunas tan divertidas en la edición del 2011!). Dejé pasar la Navidad y el Año Nuevo (no estaba muy entusiasmada con ninguna de las dos fiestas), el San Patricio, el cumpleaños de Tolkien, y otras ocasiones que podrían haber inspirado sendos textos, agradables, me parece. Pero mañana es el día mundial de leer a Tolkien, que como recordarán es mi autor favorito; eso no lo quiero olvidar, así que como antaño hacía, les propondré un texto de este señor, aunque sea uno que, me temo, va a escandalizar un poco a las conciencias modernas y políticamente correctas; hay que ponerse un poco en el lugar del autor para alcanzar a percibir la belleza de su pensamiento. 
Gracias, en serio, muchas gracias, si han aguantado conmigo hasta ahorita; como antes les pedía que no se olvidaran de mí en las adversidades presentes, va mi ruego de que, en las futuras, tampoco lo hagan. 

domingo, abril 24, 2011

La razón de casi todo

Fragmento de una preciosa pintura de Alan Lee.


En febrero de 1986, le pedí a mi mamá que me comprara tres libros muy caros (el equivalente, por todos, a menos de tres dólares de ahora, así que imagínense cómo ha variado la economía), y ella accedió de mala gana, porque tenía una idea bastante peculiar sobre ellos. Durante meses y meses me los prohibió, pero los libros, en proceso de ser tasados y sopesados por el comité censor de mi casa (mi hermana mayor, por entonces), estuvieron rondando diferentes rincones, uno aquí en la cocina, otro allá en la biblioteca, otro olvidado en algún lugar del baño. Todavía puedo recordar la sensación extraña que me despertaban; eran como un cofre sellado que contenía quién sabe qué misterios, o como, escribí entonces, un espejo... uno trozo de vidrio que sólo permitiera ver lo de afuera pero que tal vez estaría ocultando algo. No me habían levantado la prohibición cuando, el siguiente 23 de abril, me escurrí con el primer tomo y no dormí sino hasta llegar a la mitad.

Pero no voy a aburrirlos con esta historia que ya les he platicado antes; si quieren releerla, ahí está en la etiqueta Veinte años. Un cuarto de siglo (qué enorme cantidad de tiempo suena si uno lo pone así) ha transcurrido desde que me tropecé con El Señor de los Anillos, y decir que la vida me cambió a partir de entonces es poco. En casi todos los aspectos de lo que una servidora ha hecho, hablado, escrito y leído se nota la influencia de Tolkien, y son contadas las ocasiones en las que no siento un profundo agradecimiento por ello (contadas, dije; no significa inexistentes).

Tres veces he soñado con Tolkien; la primera fue cuando estaba muy jovencita y no lo reconocí sino hasta después que pensé en ello; en la segunda, ya adulta, intercambiamos algunas palabras en inglés antiguo; en la tercera, curiosamente, ambos nos acordamos del sueño anterior. Recuerdo que el Tolkien de mi sueño me dijo, en aquella tercera y última vez, que ya no quería que lo llamara “Profesor”, sino “abuelo”. Y que se molestó cuando lo llamé “abuelito” (grampa)  y me corrigió: “No; ABUELO” (grandfather).

Bajo ese punto, el año pasado le escribí al profesor/abuelo una sentidísima carta que publiqué aquí, y que preocupó a mis amigos y me ganó alguna crítica medio amarga. Sí, una servidora estaba entonces llena de pesimismo, y una desesperación pasiva (las peores) le congelaba toda la voluntad. Ahora... digamos que estoy contenta de haber llegado a este cuarto de siglo.

Profesor Tolkien, querido abuelo, usted es la razón de casi todo. Bien o mal, tal vez haciendo un par de cosas que no debería y otras que eran lo correcto aunque hubiera que pagar por ello; las decisiones, algunas más difíciles de lo que esperaba... la mano que me sostenía y la luz que me daba alguna vaga idea de por dónde ir eran siempre usted. ¿Qué más puedo decir? Veinticinco años parece un tiempo muy largo, pero aunque pasaran otros veinticinco, y más, no me alcanzarían para agradecer a la voz que me obligó a engañar nuestro tímido corazón para derrotar la horrible realidad; a sembrar dragones porque era nuestro derecho, bien o mal usado; a crear por las mismas leyes que fuimos creados.

Nada sería igual sin esa voz; y no alcanzo a imaginarme cómo sería. 

miércoles, abril 13, 2011

Mi caballito A.

Mi caballito A. y yo, junto a la casa de mis abuelos; a la izquierda, mi papá. 

Hasta hace muy poco tiempo, mi papá no toleraba las lágrimas vertidas en su presencia. Sobre todo, las de sus hijas. Me imagino que,  ya fuera que le dolieran o que no supiera cómo reaccionar, trataba de evitárnoslas (y evitárselas, de paso) a toda costa. Una de las primeras frases que me enseñó a decir, y que en su momento repetiré,  tenía que ver con aprender a aguantarse el llanto y plantarse en el estoicismo.

Si mi papá tuvo alguna vez residuos de machismo incipiente, ya estaría muy curado en salud; primero, por haberse casarse con una mujer fuerte, casi casi protofeminista, que se vendaba los senos para irse a jugar canicas con sus amigos, montaba caballos salvajes y había terminado una carrera “de hombres”; y segundo, por tener con ella tres hijas y ningún chico.

A pesar de que las tres hijas salieron bastante a la madre, tenían su lado de niñas en cuanto a amantes de la bisutería, las muñecas, los peluches y, lo más difícil de superar, la expresión abierta de las emociones que hace tanto bien y que tanto se menosprecia en un mundo masculino. Todo transcurría sin inconvenientes, salvo cuando una se caía y se raspaba la rodilla, o cuando se le rompía un juguete o un libro favorito, etc. En esos momentos, cuando mi papá detectaba el fruncimiento de rostro que precedía a un berrido y después a la inundación ocular, nos hacía repetir, casi como un mantra: “Hay que ser macha, hay que ser macha”. Nadie cuestionaba el significado ni la gramática; era indicación de que los valientes (las valientes, en este caso) se aguantaban las ganas de llorar. 

De las tres hermanas, creo que fui yo quien se tomó lo de “ser macha” más en serio; no tanto porque crecí con una imperceptible misoginia,  o porque ya bien entrada en la adolescencia despreciaba el maquillaje, ni porque en mis tiempos universitarios me daba por sentirme hombre. El asunto ya estaría bien sentado (y de esto no tengo memoria; me platicaron), cuando, a mis dos años de edad, ocurrió el incidente con el burro. 

Cada verano íbamos al pueblo natal de mi mamá, donde estaba el rancho de mis abuelos. No se trataba de un rancho como los que conocemos hoy, modernos; era una casuchita en medio de la sierra, con agua potable que alimentaba un manantial gracias al ingenio y trabajo de mi abuelo, y sin otra luz más que de velas o gas. No había carreteras que llevaran hasta allá; por consiguiente el camino, que cruzaba un par de cerros, se aproximaba a profundas barrancas y atravesaba dos ríos (uno con una resbalosa salida de cantera), tenía que hacerse a caballo, o, como decían por allá, remuda

Una remuda (animales que se usan como montura) incluía lo mismo caballos que mulas y burrros. Éstos últimos se usaban por lo general para carga: todo el equipaje que la familia necesitaría para más o menos un mes lejos de la civilización y en el que no faltaban comida en lata y sueros antiveneno de víbora y alacrán. A los burritos les ponían una especie de marco de madera (la cabrilla, se llamaba) y de ahí se colgaban dos cestos enormes, recubiertos de cuero curtido, para el equipaje. El centro de una de las cabrillas se suavizaba con una almohada vieja, y ahí, como un fardo más, se ataba con un rebozo a la hija menor; en efecto, yo. 

La gente de aquel entonces era buena y honesta, y los burros conocían el camino de ida y vuelta del rancho; por lo tanto los podían echar por delante, solos, sin bozal ni cabestro, con toda seguridad de que no se perderían y que nadie les robaría lo que portaban, ya fuera ropa, víveres o niños. Pero los pobrecitos no siempre estaban conscientes de que llevaban carga humana. Y resulta que un día el que me transportaba decidió hacer pausa en el camino para buscar alguna hierba sabrosa que masticar mientras llegaba el resto de la remuda. La hierba sabrosa resultó hallarse bajo un cerrado arbusto espinoso, y me contaron que al anochecer, cuando el burrito llegó por fin al rancho, yo tenía la cara completamente rasguñada y con líneas y líneas de sangre que había manchado hasta mi ropita. Eso sí; totalmente serena. La esposa de uno de los vaqueros que cuidaba el rancho, y que fue quien me bajó del burro y me limpió la sangre, dijo que no entendía cómo era posible que no hubiera llorado ni nada. A mí no me queda la menor duda: todo se debía al mantra “hay que ser macha, hay que ser macha”. 

El incidente tuvo final feliz; mi mamá ya no quiso mandarme en burro al rancho, y se presentó ahí la oportunidad de cumplirme un deseo que, me contaron también, ya me comía la cabeza desde hacía tiempo: yo quería montar un caballo. Y quería montarlo sola, porque detestaba que me empujaran contra la cabeza de la silla cuando otra persona me llevaba de paseo en la cruz de un potro.

No creo que muchos niños tengan la oportunidad de contar con un caballo propio y me siento bendita por lo que me ha tocado vivir. La parte de la bendición que no comprendí en su totalidad sino hasta mucho después fue que el caballo que me dieron era uno bajito que para las tareas del campo no servía mucho, pero que era en extremo noble y manso, y a quien no pude bautizar porque ya se llamaba A. 

Desde un principio, A. se tomó muy en serio su papel de niñera: evitaba los sitios peligrosos con maleza baja, soportaba la poco experimentada forma en la que su jinete manejaba las riendas (tuvo que pasar un tiempo antes de que mis papás se convencieran de que no era necesario conducírmelo con un cabestro), procuraba ir despacio, sobre todo al vadear los ríos que a veces le llegaban a los pies a su diminuta dueña, y cuando ésta deseaba más velocidad, no trotaba, sino que galopaba. Cuando fui creciendo, se convirtió también en mi compañero de juegos:  por ejemplo, aceptó a mis fastidiosos primitos y la idea de que era divertido perseguirnos por terreno fangoso y fingir que en cualquier momento pisotearía al incauto que resbalara, y me acompañaba de picnic al río (yo nadaba, él, sin dejar de vigilarme, mordisqueaba el pasto). Ya de edad suficiente para ayudar en las tareas del campo, una servidora estaba consciente de que A. no era ni una herramienta ni una mascota, sino un amigo. Él, por su parte, seguía creyéndose mi segundo padre.

En dos ocasiones comprendí que A. tenía un corazón a toda prueba: la primera fue cuando, camino al rancho, perseguíamos a la carrera a su amiga C. (una yegua preciosa que en aquella ocasión iba sin jinete) y que, medio desbocada y ansiosa por llegar a casa, se precipitó en el río sin advertir que estaba muy crecido. A. iba siguiendo muy de cerca a C. pero se detuvo en seco. Con tanta brusquedad, de hecho, que levantó las patas traseras. A C. la atrapó la corriente, y me quedé viendo con desesperación cómo el agua se la llevaba. Quise ir tras ella para auxiliarla, pero mi caballo no se movió, ni cuando saqué la fusta y le pegué en la grupa (nunca me ha gustado hacer eso con los caballos). C. era su mejor amiga, pero yo era su responsabilidad. Por fortuna, mi papá llegó detrás de nosotros con su propia montura, tiró un lazo increíble y consiguió salvar a C. Mi mamá, que vio todo de lejos, dijo que A. tal vez me había salvado a mí. 

La segunda fue de hecho la única vez que me he caído de un caballo. Me estaba llevando a A. de camino a un rancho vecino, uno donde se podrían comprar elote y granadas frescas, y me dio mucha flojera buscar la puerta de la cerca que separaba la propiedad. Encontré un paso que me pareció lo suficientemente bajito como para que A. lo cruzara con una pata delante de la otra. Mal cálculo. A. pensó que tendría que saltar la cerca, y así lo hizo; como no estaba preparada, fui a aterrizar, aparatosamente, entre sus patas. ¿Y qué hizo él? Se detuvo. Cualquier otro animal hubiera seguido de largo, o tal vez pataleado. Mi A. se dio cuenta de que algo había salido mal, y en cuanto sintió la falta de su jinete se quedó quieto. No se atrevió a moverse para no lastimarme. Y tuvo paciencia para esperar a que su dueña, con algunos moretones pero más que nada el orgullo bien contuso, recuperara el aliento y volviera a montarlo. 

Incluso sin montura y sin freno, a A. le gustaba pasar tiempo conmigo. Teníamos un rincón favorito: un roble muy alto, a unos diez metros detrás de la casa, que daba suficiente sombra y, en época de lluvias, se hacía circundar por un simpático arroyito. Ahí nos daba por pasar las horas; ahí le platicaba a mi caballo mis portentosos planes de vida, en los cuales él, por supuesto, estaba incluído. 

Una vez, cuando viajábamos en auto por la carretera que daba al pueblo de mi mamá (era entonces un viaje largo, que, dependiendo de la naturaleza, podía tomar hasta ocho horas o más), me tocó oír en el radio que hablaban sobre el caballo favorito de Napoleón, Marengo, y cómo había afectado al maniático emperador su pérdida. Las tripas se me hicieron nudo ciego. “¿Mi caballo se va a morir, papá, mamá?”, pregunté, con los ojos húmedos. Mi mamá no quería decir mentiras, pero mi papá, con su omnipresente aversión al llanto, se inventó alguna cosa extraña sobre que sólo los caballos blancos se morían o algo así. Pregunté si se moriría C. también, y... ya no supe para dónde se iría la conversación. No la recordaría durante años, y después intentaría no recordarla. 

C. fue la primera en irse; ya era vieja cuando murió después de dar a luz a una yegüita idéntica a ella. Supe que A., fiel a su carácter de padre sustituto, había adoptado a la yegüita y le estaba enseñando los básicos caballares de supervivencia; me sentía orgullosa, pero, si C. se había muerto de vieja, ¿qué tan viejo estaría A. entonces?

No lo vi durante mucho, mucho tiempo. Comenzaba a golpearme la adolescencia y tenía ganas de explorar entornos más urbanos en lugar de pasar todo el verano en el campo. Muy en el fondo de mi pensamiento, sabía que A. tendría que partir también, e intentaba acumular toda la INDIFERENCIA de que fuera capaz para que cuando llegara el momento, no hubiera lágrimas.

Cuando finalmente volví al rancho (en otra remuda y por otro camino), pregunté por mi caballo y me dijeron que lo podría hallar tal vez cerca del viejo roble, con su hijita adoptiva. Como no estaba ahí, pedí prestado otro caballo, un moro robusto y altote, para salir a buscarlo. Lo encontré a poco, junto con la potranquita de C. y otros caballos del rancho, en una hondonada a un par de kilómetros de la casa. 

Estaba tan, tan flaco. Yo no sabía que los caballos viejos se vuelven flacos porque se les caen los dientes y no pueden comer bien. Tenía la cara y las caderas hundidas; su pelo oscuro ya no era lustroso y sus casquitos, resecos, estaban cuarteándose. Un caballo anciano debe sentirse mal, como los humanos, por no poder correr veloz, o saltar, o hacer lo que antes hacía. Pero lo peor fue ver la cara que puso; quien les diga que los animales no tienen expresión facial, perdonen, pero está bien tonto. Sus ojitos, medio hundidos y llenos de lagañas, me miraron. Primero reconocimiento, y luego... ¿qué era eso? Yo estaba ahí, feliz de haberlo encontrado... a lomos de un caballo grandote, joven y fuerte. En la opaca mirada de A. se podía leer, sin ninguna duda, el casi casi reclamo de un amante herido: “¿Pero por qué estás con otro...?

Me siguió a la casa, como siempre lo hacía. Mi papá sacó mi silla de montar y su freno, y comenzó a calárselos. Le pregunté qué hacía. “Pues es para que lo montes”, me respondió. Yo estaba por cumplir los doce años, me estaban brotando senos (que ya para entonces se me antojaban dos espantosas ollas de frijol) y estaba engordando. El sólo pensamiento de torturar los pobres huesos de mi caballo con mi terrible humanidad me dio escalofríos. Le dije a mi papá que no quería montar en ese momento. A. no agradeció el “favor”. En lugar de ello, se volvió a mirarme, una vez más, con reproche: “¿Es que crees que ya ni siquiera soy bueno para ti...?”. 

Lo dejé ir, vi como se dirigía a nuestro roble. No lo seguí. Fingí la indiferencia que tenía en reserva y le dije a mi corazón, que amenazaba con salir corriendo detrás de mi amigo, que dejara de fastidiar. 

La siguiente vez que fui al rancho, no pregunté por A. Me lancé a buscarlo yo sola, y a pie, para no arriesgarme a lastimarlo de nuevo. Pasé mínimo una hora caminando, y cuando estuve lo suficientemente lejos de la casa, empecé a llamarlo. A gritos. No respondió nadie, salvo el viento de la tarde; como todos los agostos, su paso por los robles hacía un silbido siniestro. 

El roble, por supuesto, pensé, y antes de llegar a la casa me desvié para  nuestro rincón, ahora tan solitario. Ya para entonces tenía el presentimiento de que nadie me estaría esperando ahí. Me senté en la tierra aún húmeda del día anterior, me abracé las rodillas y comencé a mecerme, como en un ataque de nervios; me repetí, en voz bajita, el mantra de siempre: “hay que ser macha; hay que ser macha; hay que ser macha, hay que ser macha; hay que ser macha; hay que...”. Un relámpago brilló en el cielo, y antes de que lloviera contemplé, con total impotencia, cómo mi hombría, disuelta por completo en un imparable arroyo salado, caía en torrente y se iba a perder, dando vueltas, en el lecho arenoso que rodeaba al viejo roble.

viernes, marzo 25, 2011

Vocación y fe


Ésta es mi foto favorita de J.R.R. Tolkien, así que no dudaría que ya la haya subido antes; de ser así espero que por favor me disculpen. Hoy es el día mundial de leer a Tolkien, y como me propuse cada año aportar alguna mínima sugerencia (el terrible año pasado lo olvidé, confieso) se me ocurrió este textito. Hace casi 25 años que leí El Señor de los Anillos; fue un libro que en algún momento me salvó, y, aunque de seguro nunca tuvo esas intenciones, las palabras de mi escritor favorito me han proporcionado muchas veces consuelo.

Después de una terrible racha que, si han venido con frecuencia, les habrá tocado soportarme, una servidora de ustedes comienza a reconciliarse lentamente con la vida y ha empezado por redescubrir el gusto por su profesión. Cuando me encontraba realmente deprimida, el leer esto en particular me levantaba el ánimo. Espero que les guste. Les dedico este humilde trabajito a todos ustedes que me estuvieron acompañando en los momentos difíciles, a los que son maestros e intentan llevar bien su vocación por encima de los males del mundo y a los que son personas de fe y la han visto tambalearse un poquitín por lo mismo. Muchas gracias por aguantar mis arranques de pesimismo en meses anteriores.


Fragmento de una carta escrita por Tolkien a su hijo Michael, de profesión maestro.

Traducido por: Yours Truly. 

"Lamento muchísimo que te sientas deprimido. Espero que ello se deba en parte a tu enfermedad. Pero me temo que se trata principalmente de una aflicción laboral, y una dolencia que es casi universal (en cualquier clase de trabajo) que tiene que ver con la edad... Me acuerdo perfectamente de cuando tenía tu edad (en 1935). Diez años antes había regresado a Oxford (con los ojos aún húmedos de ilusión juvenil), y ahora me desagradaban los universitarios y todas sus costumbres, y ya estaba de verdad conociendo a los profesores. 

Años antes, había rechazado como palabras de repugnante cinismo salidas de una boca inculta las advertencias que me había dado el querido Joseph Wright. “¿Pues tú qué crees que es Oxford, muchacho?”. “Una universidad, un lugar de aprendizaje”. “Para nada, muchacho, ¡es una fábrica! ¿Y quieres saber qué se fabrica ahí? Yo te lo diré. Salarios. Métete eso en la cabeza, y empezarás a entender qué está pasando”.

¡Ay! Para 1935 sabía que esto era totalmente cierto. En todo caso, en cuando a la conducta de los profesores se refería. Muy cierto, pero no del todo la verdad. (La mayor parte de la verdad está siempre escondida en sitios fuera del alcance del cinismo). Me ponían trabas y me limitaban en mis esfuerzos (como profesor clase B con paga reducida pero con deberes de clase A) por el bien de mi materia y la reforma de su método, con los intereses puestos en los salarios y los gremios. Pero al menos no sufrí lo mismo que tú: jamás me obligaron a enseñar más que lo que amaba (y sigo amando) con inextinguible entusiasmo (excepto sólo por un breve período después de mi cambio de cátedra... estuvo horrible).

La dedicación a la “enseñanza” por sí misma y sin referencias a la reputación de uno, es una vocación elevada y hasta en cierto sentido espiritual; y puesto que es “elevada” sin duda la rebajan falsos hermanos, hermanos cansados, el deseo de dinero y la soberbia: la gente que dice “mi materia” y no quiere decir la materia de la que humildemente me encargo, sino la materia que engalano, la materia que “he hecho mía”. Ciertamente que esta dedicación se degrada y mancilla por lo general en las universidades. Pero ahí está. Y si por desprecio se cerraran las universidades, desaparecería del mundo... hasta que éstas volvieran a establecerse, para caer de nuevo en la corrupción a su debido tiempo. La mucho más elevada dedicación a la religión no puede escaparse del mismo proceso. Se la degrada, por supuesto y hasta cierto punto, en manos de todos los “profesionales” (y todos los cristianos que la profesan), y otras personas en diferentes tiempos y lugares la ultrajan; y como su objetivo es más alto, sus deficiencias parecen (y son) peores. Pero no se puede conservar una tradición de enseñanza o de verdadera ciencia sin escuelas y universidades, y eso significa maestros y profesores. Y no se puede mantener una religión sin iglesia y ministros; y eso quiere decir profesionales: sacerdotes y obispos... y también monjes. El vino precioso debe (en este mundo) contenerse en una botella o en un recipiente menos digno. Por mi parte, he descubierto que me he vuelto menos cínico que la mayoría, cuando recuerdo mis propios pecados y disparates; y me doy cuenta de que los corazones de los hombres con frecuencia no son tan malos como sus actos, y casi nunca tan malos como sus palabras. (En especial en nuestra era, que es una era de desprecio y cinismo. Estamos más libres de hipocresía, ya que no “queda bien” el declararse adicto a la santidad o pronunciar sentimientos elevados; pero se trata de una hipocresía invertida como el ampliamente difundido esnobismo invertido: los hombres se dicen peores de lo que realmente son)...

Me hablabas, sin embargo, de que la fe se te está "desmoronando". Eso es otro tema completamente distinto. Como último recurso la fe es un acto de voluntad que inspira el amor. Nuestro amor puede enfriarse y nuestra voluntad corroerse ante el espectáculo de las deficiencias, las locuras y hasta los pecados de la Iglesia y sus ministros, pero no creo que alguien que haya tenido fe retroceda hasta el otro límite por estas razones (mucho menos quienes tengan algún conocimiento histórico). El “escándalo” es, a lo mucho, una oportunidad de tentación, como la obscenidad lo es a la lujuria, puesto que no la produce sino que la despierta. Resulta muy conveniente, ya que desvía nuestra mirada de nosotros mismos y nuestras faltas para buscarse un chivo expiatorio. Pero el acto de voluntad en la fe no es un momento único o una decisión final: es un acto/estado que indefinidamente se repite, que debe seguir... y así es que rezamos pidiendo “perseverancia definitiva”.

La tentación de la “incredulidad” (que realmente significa la negación de Nuestro Señor y Sus afirmaciones) siempre está ahí dentro de nosotros. Una parte nuestra anhela dar con una excusa externa para ello. Entre más fuerte sea esa tentación interna, con más rapidez y mayor gravedad nos “escandalizarán” los demás. Creo que soy tan sensible como tú (o como cualquier otro cristiano) a los escándalos, tanto del clero como de los laicos. En mi vida he sufrido profundamente a causa de sacerdotes tontos, cansados, embrutecidos y hasta malvados; pero ahora ya me conozco lo suficientemente bien como para estar seguro que no voy a dejar la Iglesia (lo que para mí sería dejar la alianza con Nuestro Señor) por tales razones: la dejaría porque he dejado de creer, y porque no voy a creer más, incluso si no he encontrado en ninguna orden más que personas al mismo tiempo sabias y santas. Y negaría el Santísimo Sacramento; es decir, llamaría a Dios “fraude” en su propia cara". 

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