Hoy es el día mundial de leer a Tolkien; reviví el blog tan deprisa para no perdérmelo y, como todos los años, traducir un texto de mi autor favorito para ustedes. Cuando pregunté qué tema podría gustar, mi amigo S. me sugirió que uno que hablara de amor. De inmediato pensé en éste (y el pensamiento, he de confesarlo, me atravesó el pecho como una aguja finísima), una carta de Tolkien a su hijo Michael escrita, justamente, en marzo de 1940. La carta remata con la historia personal de Ronald Tolkien y su esposa Edith, que no pondré aquí. Si estamos familiarizados con el autor (y si no, no dará trabajo pasar algunos datos) sabremos que su matrimonio fue todo menos sencillo; que les llovieron calamidades, que no fueron felices para siempre porque eso sólo ocurre en los cuentos de hadas, pero que igual trabajaron duro para serlo. ¿Les resultó? Creo que la foto de la portada tiene mucho que decir al respecto.
No hay fórmula precisa para un matrimonio ideal; no creo que la intención de Tolkien fuera hablar de algo más que su propia experiencia. Pero este escrito, si le pasamos por alto dos que tres observaciones que de seguro objetarán las feministas, podría darnos una acercamiento interesante a su forma de vivir al amor, y servir al menos para contrarrestar tantas ideas desfasadas que sobre este sentimiento nos han querido vender en televisión, internet, películas y libros de moda.
De una carta de J.R.R. Tolkien a su hijo Michael
(extraída del libro The Letters of J.R.R. Tolkien, editado por Houghton Mifflin)
(extraída del libro The Letters of J.R.R. Tolkien, editado por Houghton Mifflin)
Traducción: Yours Truly.
Aún en nuestra cultura occidental, la
tradición de la caballerosidad romántica es fuerte, aunque como producto de la
cristiandad (que no es de ninguna manera lo mismo que la ética cristiana) los
tiempos le son hostiles. Idealiza el “amor”... y esto hasta donde alcanza puede
ser muy bueno, ya que toma en cuenta algo más que el placer físico y goza, si
no de la pureza, al menos de la fidelidad, al igual que el autosacrificio, el
“servicio”, la cortesía, el honor y el valor. Su debilidad es, por supuesto, que
comenzó como un juego de cortejo artificial, como una forma de disfrutar el
amor por sí mismo, sin referencia (y de hecho contrario) al matrimonio. Tenía
como objeto no a Dios, sino al Amor y la Dama, deidades imaginarias. Todavía
tiende a convertir a la Dama en una especie de estrella guía o divinidad (del
anticuado “su divinidad” = la mujer que ama), el objeto o la razón de una
conducta noble.
Esto, por supuesto, es falso y a lo mucho un invento. La mujer
es otro ser humano caído con el alma en peligro. Pero si se combina y armoniza
con la religión (como hace tiempo se hizo para producir gran parte de esa
hermosa devoción hacia Nuestra Señora que ha sido la manera en la que Dios ha
refinado tanto nuestra cruda naturaleza y emociones masculinas, y también de
darle calidez y colorido a nuestra difícil y amarga religión) puede ser muy
noble. Así surge lo que supongo se siente todavía, entre quienes conservan
incluso algún rastro de cristianismo, como el más alto ideal de amor entre un
hombre y una mujer. Creo, de todas formas, que tiene sus peligros. No es del
todo cierto, y no es perfectamente “teocéntrico”. Hoy, como de todas formas ha
sucedido en el pasado, hace que un joven deje de ver a las mujeres como son,
como compañeras en el naufragio y no como estrellas guía. (Y cuando el joven
cae en cuenta de la realidad se vuelve cínico). Que olvide los deseos, las
necesidades y las tentaciones de ellas. Inculca nociones exageradas de
“amor verdadero”, como si éste fuera un fuego del exterior, una exaltación permanente,
sin tener que ver con la edad, la crianza de los hijos, y la vida ordinaria,
sin participación de la voluntad y el propósito. (Un resultado de ello es que
las personas jóvenes se ponen a buscar un “amor” que los mantenga abrigados y
contentos en un mundo insensible, sin que pongan esfuerzo de su parte; y los
que son incurablemente románticos siguen buscando incluso en las desdichas de
una corte de divorcio).
Las mujeres no tienen mucha parte en todo
esto, aunque pueden usar el lenguaje del amor romántico, ya que está
entrelazado en todas nuestras locuciones. El impulso sexual hace a las mujeres
(naturalmente entre menos mimadas, menos egoístas) muy sensibles y
comprensivas, o especialmente ansiosas de serlo (o eso parece), y muy animadas
por entrar tanto como les sea posible en los intereses, desde lazos familiares
a religión, del joven por el que se sienten atraídas. No es que quieran
engañar; es el instinto puro, el de servir y ayudar, resguardado generosamente
por el deseo y la sangre joven. Bajo este impulso pueden de hecho alcanzar una
muy notable perspicacia y entendimiento, incluso de cosas que de otro modo
estarían fuera de su rango natural: pues su don es ser receptivas, estimuladas,
fertilizadas (en muchos aspectos que no son el físico) por el varón. Cada
maestro lo sabe. Cuán rápido una mujer inteligente puede aprender, captar sus
ideas, comprender su punto... y cómo, con extraordinarias excepciones, no
prosiguen cuando dejan su mano o cuando ya no tienen interés personal en
él. Pero es su vía natural hacia el amor. Antes de que la joven mujer
sepa ubicarse (y mientras el joven romántico, cuando existe, suspira aún) ella
podría de hecho, “enamorarse”. Lo que significa para ella, una mujer que por
naturaleza no esté mimada, que quiere convertirse en la madre de los hijos de
ese joven, aun si ese deseo no es, en modo alguno, claro para ella, o
explícito. Y entonces suceden cosas que pueden ser muy dolorosas y dañinas si
van mal. En particular si el joven sólo quería una estrella guía y una divinidad
temporales (hasta que ata su vagón a una más brillante) y sólo estaba
disfrutando de los halagos de la lástima muy bien sazonados con la excitación
del sexo... todo muy inocente, por supuesto, y muy alejado de la “seducción”.
Puedes conocer en la vida (igual que en la
literatura) mujeres que son frívolas, o pura y duramente disipadas (no me
refiero a la coquetería, la práctica del combate real, sino a mujeres que son
demasiado tontas como para tomarse el amor en serio, o de hecho tan depravadas
como para disfrutar de las “conquistas” e incluso causar dolor), pero son
anormalidades, aun si las enseñanzas falsas, las malas crianzas y las modas
corruptas puedan animarlas a comportarse así. Por mucho que las condiciones
modernas hayan cambiado las circunstancias femeninas, y el detalle de lo que se
considera apropiado, no han modificado el instinto natural. Un hombre tiene una
vida de trabajo, una carrera, (y amigos hombres), todo lo que podría (y lo
hace, si el hombre tiene agallas) sobrevivir al naufragio del amor. Una mujer
joven, aun si es “económicamente independiente”, como dicen ahora (y que por lo
general significa que está económicamente sometida a un patrón masculino en
lugar de un padre o una familia) empieza a pensar en el “cajón del ajuar” y en
un hogar, casi de inmediato. Si de veras se enamora, el naufragio podría
terminar en las rocas. De todas maneras las mujeres en general son mucho menos
románticas y más prácticas. No te dejes engañar por el hecho de que sean más
“sentimentales” con las palabras... que tengan mayor libertad para usar
“cariño” y todo eso. No quieren una estrella guía. Pueden idealizar a un joven
común y corriente y hacerlo su héroe, pero no necesitan semejante encanto ni
para enamorarse ni para seguir amando. Si tienen alguna ilusión vana es la de
que pueden “reformar” a los hombres. Con los ojos bien abiertos aceptarán a un
canalla, y cuando se desvanezca la ilusión de que pueden cambiarlo, seguirán
amándolo. Ellas son, por supuesto, mucho más realistas acerca de una relación
sexual. A menos que se hayan pervertido por las malas modas contemporáneas, por
lo general no hablan “sucio”, no porque sean más puras que los hombres (no lo
son) sino porque no le ven la gracia.
He conocido a algunas que fingieron hacerlo, pero no deja de ser
fingimiento. Pudiera resultarles intrigante, curioso, absorbente (e incluso
demasiado absorbente), pero si se trata de una cuestión tan natural, seria y
obvia, ¿dónde está el chiste?
Tiene que ser, claro, aún más cuidadosas
en las relaciones sexuales, con todos los anticonceptivos que haya. Los errores
dañan físicamente y socialmente (y en el matrimonio). Pero si no están
corrompidas, ellas son instintivamente monógamas. Los hombres no lo son...
De nada sirve fingir lo contrario. Los hombres no lo son, que no lo son; no al
menos por instinto natural. La monogamia (aunque por largo tiempo ha sido
fundamental para nuestras ideas heredadas) es para los hombres una
revelación de ética, de acuerdo a la fe y no a la carne. Cada uno de nosotros
podría procrear saludablemente, en nuestros treinta y tantos años de completa
fertilidad, unos cientos de hijos, y pasársela muy bien en el proceso. Brigham Young (creo) era un hombre feliz y saludable. Éste es un mundo caído, y no hay
consonancia entre nuestros cuerpos, mentes y almas.
Sin embargo, la
esencia de un munda caído es que lo mejor que tiene no puede alcanzarse por el
libre disfrute de las cosas, o por lo que se llama “autorrealización” (un
nombre bonito para designar la autocomplacencia, de hecho adversa a la
“realización” de otras personas), sino por la negación, por el sufrimiento. La
fidelidad en un matrimonio cristiano conlleva una gran mortificación. Para el
hombre cristiano no hay salida. El matrimonio puede ayudar a santificar
y encauzar a su objetivo correcto los deseos sexuales; su gracia puede ayudarlo
en la lucha, pero la lucha sigue ahí. No va a estar satisfecho... como es
posible tener a raya el hambre con alimentos a sus horas. Le ofrecerá a la
pureza propia de tal estado lo mismo dificultades como alivios. Pero no hay un
hombre, por mucho que de joven haya amado a su novia y prometida, que haya
permanecido fiel a ella como esposa en mente y cuerpo sin haber ejercido,
deliberada y conscientemente, la voluntad, sin autonegarse. A muy pocos
se les dice eso... ni siquiera a aquellos criados “en el seno de la iglesia”.
Los que están fuera de ella rara vez parecen haberlo oído. Cuando el hechizo se
desvanece, o simplemente se adelgaza un poco, piensan que han cometido un
error, y que aún no han encontrado a la compañera de sus vidas. Y con demasiada
frecuencia la verdadera compañera de sus vidas les parece la primera persona
sexualmente atractiva con la que se tropiezan. Alguien con quien pudieran
casarse muy ventajosamente, siempre y cuando... Y ahí llega el divorcio, para
suplir el “siempre y cuando”.
Y por supuesto en general tienen mucha razón: sí
cometieron un error. Sólo un hombre muy sabio podría, al final de su
vida, hacer un juicio correcto sobre con quién, de todas las oportunidades
posibles, se pudo haber casado mejor.
Casi todos los matrimonios, hasta los más felices, son errores; en el
sentido de que casi con seguridad (en un mundo más perfecto, o con un poquito
más de cuidado en éste tan imperfecto) cualquiera de los dos cónyuges podría haber
encontrado compañeros más apropiados. Pero el verdadero compañero de la vida de
uno es con quien de hecho está uno casado. Hay muy poco de donde elegir: la
vida y las circunstancias lo hacen casi todo (aunque si hay un Dios éstos deben
ser Sus instrumentos, o Sus manifestaciones). Es notable que de hecho los
matrimonios felices son más comunes cuando la “elección” de las personas
jóvenes está aún más limitada, por autoridades paternales o familiares,
mientras haya una ética social de responsabilidad y fidelidad conyugal que no tienen que ver con lo romántico.
Pero incluso en países en los que la tradición romántica ha afectado las
estructuras sociales tanto como para hacer creer a la gente que la elección de
un compañero es cuestión exclusiva de los jóvenes, sólo la más extraordinaria
buena suerte une a un hombre y una mujer que son, de verdad, como si estuvieran
destinados el uno para el otro, capaces de un amor grandioso y espléndido. La
idea aún nos deslumbra, nos toma por la garganta: poemas, historias de a montón
se han escrito sobre el tema; más, probablemente, que el número de amores
semejantes que haya en la vida real, (sin embargo, las historias más sublimes
no hablan del feliz matrimonio de esos fenomenales amantes sino de su trágica
separación, como si incluso en esta esfera lo más grande y espléndido de este
mundo caído se alcanzara por el fracaso y el sufrimiento). En un amor tan
grande e inevitable, con frecuencia el amor a primera vista, alcanzamos una
visión, supongo, del matrimonio como hubiera podido ser en un mundo no caído.
En este mundo caído la única guía que tenemos es la prudencia, la sabiduría
(pocas veces encontrada en la juventud, descubierta demasiado tarde en la
vejez) un corazón limpio, y fidelidad de voluntad...