La forma en la que ordeñan las vacas en el pueblo de mi mamá pareciera rayar en el maltrato animal, pero no es así. Se les trata de cierta manera porque no hay de otra. Todas las vacas se ordeñan, sean lecheras o no, pero se procura que vivan contentas y bien alimentadas, sueltas en una dehesa y no encerradas en corrales; se aparean cuando quieren y permanecen con sus becerritos hasta que estos aprenden a comer principalmente pasto y forraje. Cuando las crías son mayores, se las separa de las madres durante la tarde y la noche, para dar tiempo a que las vacas produzcan suficiente leche tanto para ellos como para los humanos.
Si prometen no espantarse, aquí les va el procedimiento de la ordeña: se suelta al becerro para que corra a mamar un poco; eso hace que la vaca suelte la leche (las vacas no lecheras la retienen). Una vez que la vaca se ha relajado, se le atan las patas traseras (para que no se mueva ni intente patear), se le pone un bozal al becerro y se le cuelga de los cuernos de la mamá para que ella no se resista; algunos toleran esto con paciencia, otros no tanto; en ese caso, si el becerro es manso, se le sostiene y acaricia; si es más salvaje se le amarra a un poste o árbol; lo mismo se hace con la madre. Después se asean las ubres de la vaca, y a trabajar.
A la vaca se le deja suficiente leche para que el becerro pueda alimentarse hasta quedar satisfecho; una vez que éste se acostumbra a la la tarea, incluso coloca la cabeza de manera que le puedan quitar fácilmente el bozal. Y así es todos, todos los días.
Ahora bien, esto no siempre funciona. Ahí está el caso de una vaca que teníamos, llamada N.
N. era hija de C., un animal favorito porque era dócil, generosa y producía una leche dulce, dulce (sí, el sabor de la leche varía de vaca en vaca). Desde becerrita se acostumbró a los mimos y consideraciones, pero cuando se hizo adulta y llegó el momento de ordeñarla, comenzaron las dificultades: apenas sentía que le echaban el lazo a los cuartos traseros, empezaba a sacudirlos como loca; si intentaban colgarle a su becerro de los cuernos, saltaba y embestía.
Como era animal y no hablaba, costó trabajo interpretar lo que estaba diciendo, que finalmente era algo así como: “¿Por qué me tienen que amarrar? Yo nunca he pateado a nadie. Ya sé que para que me ordeñen debo estar quieta; no soy idiota. Y perdón, pero eso de que aten a mi becerro de mis cuernos simple y sencillamente no me gusta... yo quiero mantener mi cabeza bien alta. Es la leche lo que les importa, ¿no? Pues bien, yo no retengo la leche, yo cumplo con mis deberes. Entonces, ¿cuál es el problema...?”
Alguien que supiera menos de seguro la hubiera forzado a hacer las cosas como tenían que hacerse: la hubieran atado y estirado el lazo hasta hacerla caer, le hubieran dado de golpes en el hocico para que se estuviera quieta mentras le colgaban al becerro, la hubieran castigado de quién sabe qué manera para que se adaptara al procedimiento. Por suerte, a N. le tocaron amos inteligentes que optaron por dejarla en paz. Y así pasó: durante toda su larga y feliz vida, N. no tuvo que soportar lazos en las patas ni pesos en la cornamenta, pero dio leche en abundancia y de excelente calidad. Sus becerros aprendieron, de su ejemplo, a quedarse quietos durante la ordeña, y ella se veía tan tranquila; no exigía ningún otro privilegio especial sino que le rascaran las orejitas y el cuello de cuando en cuando.
Ya me imagino lo que sería más fácil pensar: ¿pero por qué dejaron que un animal impusiera su voluntad? ¿No se supone que los animales están ahí para obedecer? Y la respuesta: Ajá, pero al menos las vacas están primero que nada para dar leche. ¿Qué hubiera sido más importante: mostrarle a N. quién mandaba, o ceder a lo que pedía, que no era la gran cosa, para hacer mejor su trabajo? Ya en perspectiva, era muchísimo más fácil ordeñar a N. que a sus compañeras de dehesa, porque su actitud aparentemente rebelde ahorraba los minutos que uno tarda en atar patas y colgar becerros, y más adelante deshacer nudos.
Los humanos tienen mucho en común con las vacas, fíjense: algunos funcionan bien bajo ciertas reglas y otros no. Es una estupidez pretender que todos, absolutamente todos, trabajen igual y de la misma manera. Pero, ¿a cuántos patrones conocemos que están más interesados en el procedimiento que en los resultados? ¿Cuántos hubieran dicho “pues no importa que no sueltes una gota de leche, condenada vaca, pero vas a aprender a comportarte”? Por desgracia, esta clase de gente, que sabe maldita la cosa de vacas, de humanos y de leche, y que de todas formas acaba al frente de una granja, abunda.
Si prometen no espantarse, aquí les va el procedimiento de la ordeña: se suelta al becerro para que corra a mamar un poco; eso hace que la vaca suelte la leche (las vacas no lecheras la retienen). Una vez que la vaca se ha relajado, se le atan las patas traseras (para que no se mueva ni intente patear), se le pone un bozal al becerro y se le cuelga de los cuernos de la mamá para que ella no se resista; algunos toleran esto con paciencia, otros no tanto; en ese caso, si el becerro es manso, se le sostiene y acaricia; si es más salvaje se le amarra a un poste o árbol; lo mismo se hace con la madre. Después se asean las ubres de la vaca, y a trabajar.
A la vaca se le deja suficiente leche para que el becerro pueda alimentarse hasta quedar satisfecho; una vez que éste se acostumbra a la la tarea, incluso coloca la cabeza de manera que le puedan quitar fácilmente el bozal. Y así es todos, todos los días.
Ahora bien, esto no siempre funciona. Ahí está el caso de una vaca que teníamos, llamada N.
N. era hija de C., un animal favorito porque era dócil, generosa y producía una leche dulce, dulce (sí, el sabor de la leche varía de vaca en vaca). Desde becerrita se acostumbró a los mimos y consideraciones, pero cuando se hizo adulta y llegó el momento de ordeñarla, comenzaron las dificultades: apenas sentía que le echaban el lazo a los cuartos traseros, empezaba a sacudirlos como loca; si intentaban colgarle a su becerro de los cuernos, saltaba y embestía.
Como era animal y no hablaba, costó trabajo interpretar lo que estaba diciendo, que finalmente era algo así como: “¿Por qué me tienen que amarrar? Yo nunca he pateado a nadie. Ya sé que para que me ordeñen debo estar quieta; no soy idiota. Y perdón, pero eso de que aten a mi becerro de mis cuernos simple y sencillamente no me gusta... yo quiero mantener mi cabeza bien alta. Es la leche lo que les importa, ¿no? Pues bien, yo no retengo la leche, yo cumplo con mis deberes. Entonces, ¿cuál es el problema...?”
Alguien que supiera menos de seguro la hubiera forzado a hacer las cosas como tenían que hacerse: la hubieran atado y estirado el lazo hasta hacerla caer, le hubieran dado de golpes en el hocico para que se estuviera quieta mentras le colgaban al becerro, la hubieran castigado de quién sabe qué manera para que se adaptara al procedimiento. Por suerte, a N. le tocaron amos inteligentes que optaron por dejarla en paz. Y así pasó: durante toda su larga y feliz vida, N. no tuvo que soportar lazos en las patas ni pesos en la cornamenta, pero dio leche en abundancia y de excelente calidad. Sus becerros aprendieron, de su ejemplo, a quedarse quietos durante la ordeña, y ella se veía tan tranquila; no exigía ningún otro privilegio especial sino que le rascaran las orejitas y el cuello de cuando en cuando.
Ya me imagino lo que sería más fácil pensar: ¿pero por qué dejaron que un animal impusiera su voluntad? ¿No se supone que los animales están ahí para obedecer? Y la respuesta: Ajá, pero al menos las vacas están primero que nada para dar leche. ¿Qué hubiera sido más importante: mostrarle a N. quién mandaba, o ceder a lo que pedía, que no era la gran cosa, para hacer mejor su trabajo? Ya en perspectiva, era muchísimo más fácil ordeñar a N. que a sus compañeras de dehesa, porque su actitud aparentemente rebelde ahorraba los minutos que uno tarda en atar patas y colgar becerros, y más adelante deshacer nudos.
Los humanos tienen mucho en común con las vacas, fíjense: algunos funcionan bien bajo ciertas reglas y otros no. Es una estupidez pretender que todos, absolutamente todos, trabajen igual y de la misma manera. Pero, ¿a cuántos patrones conocemos que están más interesados en el procedimiento que en los resultados? ¿Cuántos hubieran dicho “pues no importa que no sueltes una gota de leche, condenada vaca, pero vas a aprender a comportarte”? Por desgracia, esta clase de gente, que sabe maldita la cosa de vacas, de humanos y de leche, y que de todas formas acaba al frente de una granja, abunda.