¡Feliz año (aunque sea atrasado) a todos!
Como por desgracia habrán tenido que notar, ya tenía un tiempo sin actualizar este blog. Varias cuestiones se me juntaron; la peorcita, que mi compu personal ha tenido un pequeño desperfecto. De las demás, precisamente, es de lo que estuve escribiendo.
Apenas terminadas las vacaciones y ya con carga laboral encima, resulta que he tenido que hacer limpieza de primavera cuando todavía estamos en pleno invierno. Eso significa, entre otras cosas, hurgar entre un montón de papeles que he estado acumulando por ahora varios años en cajas de cartón enmohecidas, deshacerme de un montón de artículos inútiles y abrirme paso en un cuarto lleno de triques, como ya llevo tiempo prometiéndole a mi mamá, mi hermana y mi esposo que haré...
Y, por supuesto, dedicarme a una de las actividades que detesto más: revisitar el pasado. Todo cuando preferiría estar haciendo cualquier otra cosa, como por ejemplo echarme a leer o ver televisión con una taza de chocolate calientito, picarme con un videojuego o nadar en una alberca llena de pirañas.
Pero ni modo; algún día se tenía que hacer. Y así resulta que a un par de semanas de limpieza intensa, pero intermitente (si también trabajo, por amor de Dios), mi esposo, mi hermana que está ayudándonos y yo ya tenemos despejada la mayor parte del tilichero; el cuarto se ve habitable otra vez, los libreros que había adentro ya están accesibles y ahora tengo unas tablas para exhibir nuestra colección de figuritas.
Y yo, aunque ya me la sabía, tengo que repetirme una vez más (¡otra!), que como dijera Rafiki en El Rey León, el pasado puede doler. No soy Simba; no me gusta huír del pasado. Tengo cierta preferencia por empaquetarlo, refundirlo hasta el último rincón y olvidarme de él, al menos hasta donde sea posible.
Mi pasado (el acumulable, pues) está lleno de mathoms; en lenguaje de El Señor de los Anillos, objetos que ya no uso pero de los que no me atrevo a deshacerme, porque, ¿cuántas veces no me ha pasado que me doy cuenta que necesito de aquello que acabo de tirar? Algo que me ha provocado mucha frustración es encontrar entre mis mathoms muchas notas y papeles que me hubieran hecho la vida más fácil hace algunos años (cuando la vida era más susceptible de “facilitamiento”), pero que jamás conseguí porque junto con ellos estaban enterrados demasiados recuerdos.
Entre el escarbadero, han surgido poco a poco varios objetos interesantes, huella de tiempos más felices (o más desdichados, según sea el estado de ánimo en turno). Mis libretas de tareas, donde anotaba todos los días cuánto me faltaba para salir de mi horrorosa prepa. Mis primeros cuentos y poemas publicados, en periódicos escolares o revistas locales. Mi primera traducción, que no le he mostrado a casi nadie. Montones de manuscritos e historias a máquina, porque a mí me tocó comenzar a escribir antes de que las computadoras se hicieran indispensables; muchas novelas que no he terminado. Tarjetas y obsequios que mi esposo no está seguro de haberme enviado. Entrañables dibujos de un entrañable casi hermano, sus escritos de adolescente en los que se demuestra que permanecer fiel a los propios principios debería ser la norma y no la excepción (y es que parece ahora que andar de volátil con la ideología está de moda). Cartas tristes de amigos y amigas que se atrevieron a confiar en mí. Fotografías de personas que apenas reconocería en la actualidad (yo soy una, qué horror). Un minitexto que escribí en inglés detrás de una lista de asistencia provisional, tal vez mientras mis alumnos resolvían un examen; el alivio que fue decidir sobre un abandono en masa de amistades cercanas “what if I don’t get the fucking little bastards together again?”. El decálogo del maestro de Gabriela Mistral, entregado en mi clase de didáctica de Lengua y Literatura, y que merece una buena revisión. Mis viejos lentes, tan grandes. Pedazos de una casa de muñecas que nunca terminé. Mis primeros diarios en español y en inglés, almacenados en un sitio oscuro donde había hecho su residencia una familia de cucarachas a las que tuve que desalojar por un predio, espero, más amable, feliz y relajado, donde nunca tengan que buscar comida o fastidiar a nadie. Un escrito maravilloso (¡uno entre tantos!) de mi profesor favorito en la universidad; posiblemente parte un libro que todavía no publica y que me encargaré, cómo no, de traducir y compartirlo con ustedes. Un carta tardía de mi primer novio, que entre otras cosas, hace que me alegre de que me haya mandado a volar. Mis muñecos de peluche, cada uno con un nombre, casi todos regalo, con sus memorias propias. Un casette de música que estuve grabando durante 1984, un año tan especial, tan (ahora lo veo) trascendente para mi formación; nada de lo que se puede escuchar ahí suena a viejo (salvo, creo, unas versiones de Over the Rainbow y del tema principal de Éxodo interpretadas por una orquesta de restaurante). Revistas y más revistas, libros que ya tenía olvidados.
Por encima de todo, como antes les decía, recuerdos.
Una tarea titánica, vaya que sí; recoger los cuartos, sacar basura, compartir lo pepenable, barrer y trapear, matar a las cucarachas, acomodar los sombreros y la ropa. No menos difícil, lanzar la mirada cinco, diez, veinte años en el pasado con buen humor y sin una sola gota de cinismo.
Si hay algo a lo que le temo (y sobremanera) es a volverme cínica. Un cínico es como una botella de cianuro ambulante; no se puede tragar él sólo y se la pasa envenenándole la vida al resto del universo. Pero el cinismo pareciera ser el estado ideal de la humanidad a partir de los años noventa; pura y dura supervivencia en un mundo donde no se vive de ilusiones, sino de desilusiones; no de esperanza, sino de desesperación; donde, como dijera Chesterton, uno deja de creer en Dios y a continuación se pone a creer en cualquier tontería que se le atraviesa. Es una concha lo suficientemente dura para proteger de los moretones exteriores, pero no para frenar el daño a órganos internos. Y es un parásito (¿simbionte, mejor dicho?) que se alimenta principalmente de... ustedes adivinaron, recuerdos.
A fuerza de trancazos y “lecciones de la vida” (ajá, esos molestos ataques de “si yo hubiera”), me he dado cuenta de que la única forma de no hacer engordar al cinismo es convertir los recuerdos en abono para el árbol de la vida. Un árbol, que, como dijera Joseph Pearce o tal vez alguno de sus ensayistas, no estoy segura, en su libro sobre Tolkien, Señor de la Tierra Media, debe tener raíces profundas y no ser una ramita plantada a las de ya. Los recuerdos deberían estar alimentando esas raíces profundas y no colgados de las ramas, donde cualquier depredador pueda verlos y comérselos. Y entonces el árbol crece, bien asentado en lo que fuimos, con alguna poda ocasional pero sin hachazos en la raíz. Poco a poco.
Porque, citando esta vez a William Wordsworth, el niño de ayer es el padre del adulto de hoy. Nada más patético puede ocurrir que el niño de ayer se convierta en adulto cínico durante su limpieza de primavera. O de año nuevo, si a esas vamos.